Atilio Borón
El 70ª aniversario de la caída de Berlín a manos del Ejército Rojo es una ocasión propicia para someter a revisión algunos lugares comunes acerca de la Segunda Guerra Mundial y su desenlace. Especialmente uno, ampliamente difundido por el mundo académico y las usinas mediáticas del pensamiento dominante según el cual la derrota del Tercer Reich comenzó a consumarse cuando Londres y Washington abrieron el frente occidental con el desembarco de Normandía, arrojando un pesado manto de olvido sobre la decisiva e irreemplazable contribución hecha por la Unión Soviética para destruir al régimen nazi y poner punto final a la guerra en Europa. Geoffrey Roberts, un profesor británico especialista en el tema de la Segunda Guerra Mundial, ha ido más lejos al sostener que la Unión Soviética podría haber derrotado por sí sola al fascismo alemán -claro que a un costo aún mayor y en un enfrentamiento más prolongado- y que para tal empresa la colaboración anglo-americana no era imprescindible, como sí lo fue para los aliados la heroica lucha de la Unión Soviética.
Pero la opinión de Roberts está lejos de encuadrarse en la categoría de las «creencias aceptables» para los perros guardianes del sistema, y por eso sus análisis son ninguneados por el saber convencional. Es obvio que para la ideología dominante fue el «mundo libre» quien derrotó al nazismo y que la colaboración soviética fue algo accesorio. La realidad, en cambio, fue exactamente al revés: lo esencial fue la heroica resistencia soviética primero y su arrolladora contraofensiva después, sin la cual ni británicos ni estadounidenses, jamás podrían haberse acercado a Berlín.[1] Por algo fue el Ejército Rojo el primero en hacerlo, inmortalizado en aquella conmovedora fotografía en la cual dos sargentos del Ejército Rojo izan la bandera de la Unión Soviética sobre un Reichstag en ruinas, uno de los símbolos del régimen nazi. Fue también el primero en liberar a los prisioneros que estaban en los campos de concentración de Auschwitz (el mayor y más importante de la Alemania Nazi) y muchos otros, entre los cuales sobresalen los de Majdanek y Treblinka, todos ellos situados en Polonia. Pese a ello, como bien observa Telma Luzzani, en las celebraciones organizadas el pasado 25 de Enero en Auschwitz el gobierno polaco no sólo se abstuvo de invitar al presidente ruso Vladimir Putin sino que lo declaró persona non grata por ser el líder de un país que no liberó sino que agredió a Polonia. El gobierno de Varsovia, actuando como un rústico palafrenero de Barack Obama, argumentó por medio de su canciller que no había sido aquel país sino Ucrania quien había liberado el campo de exterminio de Auschwitz razón por la cual el invitado de honor fue el títere de Washington, Petro Poroshenko, presidente de Ucrania. Este desaire del gobierno polaco no sólo ofendió a las actuales autoridades del Kremlin sino que fue una repugnante muestra de ingratitud para con el pueblo ruso y sus inmensos sacrificios realizados en la guerra y, por otro lado, de los alcances de la política norteamericana dirigida a apropiarse de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, velando el papel de la Unión Soviética, estigmatizando no sólo a este país como en el pasado sino también a la Rusia actual en el contexto de las amenazantes tensiones que caracterizan al sistema internacional.[2]
La «historia oficial» prohijada por Occidente también oculta, como acertadamente lo señalara Angel Guerra, «el decisivo papel de los comunistas, que en la Europa ocupada llevaron el peso mayor de la resistencia y organizaron vigorosos movimientos guerrilleros en Yugoslavia, Grecia y Albania», a lo cual deberíamos agregar también la lucha de los partisanos italianos, la resistencia francesa y la de los judíos que combatieron, como en el Gueto de Varsovia, contra el holocausto.[3] La ideología dominante oculta que fueron estas fuerzas de izquierda, y no el Plan Marshall, las que hicieron posible la reconstrucción democrática de Europa con la derrota del fascismo.
La sobrevivencia de la URSS ante la agresión nazi y el triunfo del Ejército Rojo abrieron las puertas de una nueva etapa histórica signada por el auge de las luchas anticolonialistas y por la liberación nacional en Asia, África y América latina y por el avance democrático en muchos países. Las burguesías europeas, temerosas del «contagio» del virus revolucionario soviético, tuvieron que aceptar, a regañadientes, el avance en la legislación social y laboral, la expansión de la ciudadanía y un cauteloso proceso democrático. El «estado de bienestar» europeo así como los populismos latinoamericanos de aquella época hubieran sido imposibles de haber sido derrotada la URSS. La negación de tan progresivo papel fue facilitada por la aviesa asimilación hecha por la propaganda del «mundo libre» entre la heroica epopeya soviética y la figura de Iósif Stalin a partir del estallido de la Guerra Fría. Por supuesto que los crímenes del líder soviético son inocultables e imperdonables, y constituyen una imperecedera mácula en la historia del socialismo. Pero ofende a la verdad histórica menospreciar su actuación en la Segunda Guerra Mundial -o desmerecerla por los tenebrosos procesos de Moscú o los horrores de los Gulags- con lo cual no se mejora un ápice nuestra comprensión de lo ocurrido en aquella contienda. Un estudioso para nada afecto a este personaje y en cambio profundo admirador de su archienemigo León Trotsky escribió en su célebre biografía política de Stalin que «estadistas y generales extranjeros fueron conquistados por el excepcional dominio con el que se ocupaba de todos los detalles técnicos de su maquinaria de guerra». ¿Un juicio desafortunado de Isaac Deutscher? Nada de eso. Tal como lo anota un gran estudioso del tema, el filósofo e historiador italiano Domenico Losurdo, la aseveración de Deutscher coincide con la de Averell Harriman, embajador de Estados Unidos en Rusia entre 1943 y 1946 y uno de los más inteligentes diplomáticos norteamericanos del siglo veinte. En sus memorias dejó una elocuente pincelada del líder soviético al decir que «me parecía mejor informado que Roosevelt y más realista que Churchill, en cierto modo el más eficiente de los líderes de la contienda».[4] Ciertamente, no es esta la opinión preponderante sobre Stalin pero tanto Deutscher como Harriman son observadores muy calificados y sus juicios no pueden ser tomados a la ligera.
A 70 años de la caída del fascismo alemán y ante la debacle de la Unión Europea y el curso descendente del imperio norteamericano parecería haber condiciones de iniciar una discusión seria sobre la Segunda Guerra Mundial, sacando a la luz el aporte decisivo de la URSS y proponiendo una aproximación rigurosa a la figura de Stalin, cuyos crímenes son harto conocidos pero que no alcanzan a eclipsar por completo los aciertos que habría tenido en la conducción de lo que los rusos llaman «La Gran Guerra Patria». Entre los cuales, y no precisamente uno de menor importancia, se cuenta el haber reclutado una joven generación de brillantes oficiales luego de la demencial purga que ordenara hacer en vísperas de la guerra y que, a la postre, fueron quienes condujeron al Ejército Rojo a su más gloriosa victoria y lograron que el mundo se desembarace de la peste fascista. Hacer cuentas con la experiencia soviética y con el papel que en ella desempeñara Stalin es una asignatura pendiente de la izquierda en sus distintas variantes, tarea que no puede seguir siendo postergada o despachada apelando a las visiones estereotipadas cultivadas con esmero por los propagandistas de la burguesía. Sobre todo cuando la evidencia indica que la derrota del fascismo en Alemania no fue suficiente para erradicar una excrecencia política y social propia de la sociedad burguesa y que, lamentablemente, ha reaparecido bajo nuevos ropajes en la Europa actual.
[1] Un dato terminante que cierra toda discusión: los soviéticos sufrieron casi 27 millones de bajas civiles y militares, la gran mayoría en Rusia, Ucrania y Bielorrusia. Los británicos 450.000 y los estadounidenses, incluyendo la guerra en el Pacífico, 420.000. Quienes «pusieron el cuerpo» y pagaron el costo fundamental de la guerra fueron los soviéticos. Se estima que los alemanes perdieron entre 7 y 9 millones de vidas.
[2] Ver Telma Luzzani, «La batalla por la historia» (Página/12: Buenos Aires, 8.5.2015). Luzzani recuerda asimismo en su nota que «el Ejército Rojo fue el primero en llegar a Berlín, el 30 de abril de 1945, luego de liberar él solo 16 países, unos 120 millones de personas (sin contar la parte europea de la URSS), mientras que EE.UU. y Reino Unido liberaron conjuntamente seis países.»
[3] Angel Guerra Cabrera, «A 70 años de la victoria soviética sobre el fascismo» (La Jornada: México, 7.5.2015)
[4] Cf. su Stalin. Historia y crítica de una leyenda negra (Barcelona: El viejo topo, 2008), p. 15. Un libro excepcional por su calidad filosófica y precisión historiográfica, que ojalá inaugure una discusión largamente postergada.