Hasta hace unas décadas, el negocio de los laboratorios farmacéuticos consistía en patentar determinadas drogas para lanzarlas al mercado a un precio relativamente asequible para los sistemas estatales de salud, un precio que en ningún caso impedía que los dueños de los citados laboratorios se encontrasen entre las “personas” más ricas del planeta. A partir de la década de los ochenta, al calor de la globalización y de la progresiva implantación del sagrado dogma neoliberal, los grandes laboratorios tendieron a la concentración y cambiaron su modo de actuación con la intención de recoger los beneficios en un plazo mucho más corto. Por una parte eliminaron la competencia de la pequeña industria y de las universidades públicas –a quienes compran la mayoría de las patentes por cuatro cuartos-, por otra, al convertirse en empresas cuasi monopolísticas a escala global impusieron sus precios criminales a los distintos sistemas de salud. Sirva un ejemplo, la terifuonomida, principio activo que tiene efectos muy beneficiosos para los enfermos de Esclerosis Múltiple, apenas cuesta fabricarla unos cuantos euros, pero el tratamiento se vende a cuarenta y cinco mil euros anuales. No estamos pues ante un negocio que permita a la mercantil de turno sacar unos beneficios adecuados a sus gastos, riesgo y esfuerzo, sino ante un escarnio, ante un actividad comercial salvaje que busca el enriquecimiento veloz de los dueños y accionistas de laboratorios a costa del sufrimiento o la muerte de quienes padecen esa terrible enfermedad. Cuesta mucho imaginarse a los investigadores que descubrieron ese u otros tratamientos similares, trabajando en el laboratorio pensando que su hallazgo sólo servirá para aliviar los males de aquellas personas que tengan muchísimo dinero puesto que eso está contra todas las leyes éticas de la investigación y de la medicina. Sin embargo, los hechos son los que son y para que se produzca la droga curativa que todos esperamos, tal como se hace en la actualidad, es imprescindible el trabajo de los investigadores, la voracidad de los compradores de patentes, la codicia desmesurada de los comercializadores y la complicidad de los distintos gobiernos estatales y la comunidad internacional.
En los últimos años se están dando espectaculares avances para curar enfermedades mortales y crónicas. Un día y otro aparecen informaciones en revistas científicas especializadas y en medios de comunicación de masas relativas a nuevos fármacos que nos aproximan a la curación del cáncer, la hepatitis C, las enfermedades cardiacas o los distintos tipos de enfermedades desmielinizantes. Como hemos dicho antes, la mayoría de esos hallazgos científicos salen de Universidades y centros Públicos, pero terminan, gracias a la pasividad cómplice de los gobiernos, en manos de laboratorios monopolísticos que pagan cantidades millonarias por las patentes y luego imponen sus precios a esos mismos Estados atacando la base de los sistemas de salud e impidiendo que los beneficios de los nuevos fármacos puedan estar al alcance de todos sin que ello suponga la desaparición del propio sistema por bancarrota.
Hay varias formas de evitar el abuso criminal de los laboratorios, uno sería que Naciones Unidas y los países que la integran declarasen libres de patentes a todos los fármacos curativos o paliativos, otro la creación por parte de los Estados de una industria farmacéutica potente y de una agencia de drogas que anteponga los intereses generales a los intereses comerciales de fabricantes y distribuidores, empero, como estos dos supuestos no llevan camino de ser andados, quizá la vía más rápida y eficaz para evitar el dolor y la muerte de millones de personas a manos del monopolio farmacéutico sea seguir la vía hindú. La India tiene una rigurosísima Agencia de patentes que no admite fármacos nuevos por el simple hecho de que haya una modificación molecular en el principio activo del medicamento. Siguiendo sus propios criterios, hace unos meses se negó a reconocer la patente del Sovaldi, la droga que cura la hepatitis C y que en Occidente cuesta a razón de mil euros por pastilla, anunciando que en breve sacaría un tratamiento similar por un precio asequible a todos los enfermos. India defiende, y su industria lo está llevando a cabo, el libre acceso de cualquier persona a los tratamientos farmacéuticos más eficaces, pero los gobiernos occidentales, sometidos a los intereses de los laboratorios, impiden bajo mil peregrinas escusas que el Sistema Nacional de Salud de España pueda comprar en el mercado hindú, liberándose así de la terrible dictadura de la industria estadounidense, suiza o francesa: Aquí el sacrosanto libre mercado no existe, la mano invisible –como en casi todos los ámbitos- es más visible que las narices de Pinocho, existe una tiranía industrial que está costando tantos padecimientos y muertes a escala global como la más cruel de las guerras.
Pero la industria del medicamento no sólo encarece las drogas que produce de forma brutal, además se inventa enfermedades y tiene conexiones con otras industrias dedicadas a la muerte como las de armas. Caso paradigmático es el de Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa con Bush II, dios de la guerra, de las armas de destrucción masiva y de los laboratorios Gilead, sí aquellos que avisaron de las terribles consecuencias de la “gripe porcina” y del medicamento que la “curaba”: El tamiflú; también, del sovaldi. En este hombre y en sus empresas médicas y guerreras se ejemplifica como en nadie la unión de la muerte, la destrucción y el dolor como instrumentos de enriquecimiento cueste lo que cueste, por encima de cualquier principio humanitario. Pues bien, en manos de personas como Rumsfeld o como Christine Lagarde –la presidenta del FMI que advirtió de la vejez como un peligro para la humanidad- está la salud y el bienestar de quienes habitamos este planeta: O sobran ellos y lo que representan, o sobramos todos los demás