Carolina Vásquez Araya. Guatemala.
El lenguaje, ese maravilloso re- curso de comunicación que nos permite expresar nuestros pensamientos, abrir nuestro universo personal para develar sus secretos y crear combinaciones exquisitas a través de la poesía y la literatura, capaces de evocar imágenes y sentimientos nunca imaginados, también es un arma letal cuando se utiliza para tergiversar, manipular y engañar, mezclando conceptos y alterando significados.
El antiguo arte de la palabra ha cruzado las épocas y dejado su huella sobre cualquier superficie capaz de satisfacer la necesidad humana de permanencia. Los sofisticados glifos mayas en piedra caliza o los dibujos de animales sobre los muros de Lascaux son solo algunas de sus formas. Las palabras y conceptos del pensamiento humano han sido el hilo de una historia que nos une indisolublemente al pasado y nos define como parte de un sistema proyectado al futuro.
Quizá por eso tengo un profundo respeto por la palabra y probablemente también por eso me molesta sobremanera el abuso del lenguaje, su deformación y su uso para hacer del engaño una estrategia de dominación. El poder de la palabra es inmenso y mueve a las sociedades, consagrando ideologías o satanizando conceptos con propósitos ajenos al bien común. Goebbels, el poderoso ministro del régimen nazi, lo sabía utilizar con esa destreza fantástica de quien conoce a fondo los secretos y debilidades de la mente humana, y fue capaz de predecir sus efectos y modular su impacto en millones de personas.
En América Latina y muy especialmente en países cuya historia ha estado marcada por las tiránicas dictaduras impuestas como estrategia geopolítica de Estados Unidos durante la Guerra Fría —que son la mayoría—, ciertos conceptos políticos fueron impresos con un sello demoníaco.
En ese saco cayeron las palabras comunista, socialista y últimamente se les ha añadido el populismo como una de esas amenazas terribles capaces de provocar pánico ante su sola mención.
Curioso caso de tergiversación de un término cuyo significado —como algo relativo al pueblo— es esencialmente apolítico y sin connotación negativa alguna. En los meses recientes y muy a propósito de los regímenes de tendencia socialista en Chile, Argentina, Ecuador, Bolivia y Venezuela, la palabra populismo ha adquirido una renovada notoriedad. Se utiliza para descalificar, se le identifica con la demagogia y el engaño, se la usa como sinónimo de fraude.
Sin entrar a juzgar a esos regímenes, creo justo reivindicar el populismo por ser uno de los pocos conceptos capaces de abrazar a esa parte invisible de la población, la que no tiene vela en este entierro ni poder de convocatoria, esa enorme cifra estadística situada al sur de la pobreza, con tendencia a la miseria.
Es bueno ser populista, hablar con esas masas anónimas, comprender sus necesidades y creer posible un mundo mejor en donde se alimenten con regularidad, vayan a la escuela y se integren al mundo que hoy les ha cerrado todos los accesos. Al final de cuentas, ser populista es creer en las personas por encima de aquellas diferencias impuestas por una infinitésima porción de la Humanidad que la discrimina, pero no la representa.
Fuente: http://www.