Antonio Morales Méndez
Rebelión

 

Las últimas elecciones en Grecia se celebraron en medio de un atosigamiento feroz desde dentro y desde fuera del país. Las promesas de Syriza de defender la renegociación de la deuda y el alargamiento de los plazos para pagarla y el compromiso de luchar por una refundación democrática de la UE pusieron en marcha un vendaval de amenazas y miedos. Los griegos escuchaban cada día advertencias de que un voto veleidoso tendría como consecuencia su expulsión de Europa y la quiebra de los bancos, las familias y las empresas. Sería el infierno. La Troika se esmeraba un día sí y otro también en lanzar dardos envenenados y sesgados contra la posibilidad de un voto de izquierdas. Y para escenificar la realidad futura, las bolsas amagaban con caerse y las grandes fortunas sacaban el dinero a espuertas… Por contra, desde distintos rincones del Viejo Continente se pusieron en marcha campañas de solidaridad y apoyo ante estos embates profundamente antidemocráticos. Manifiestos, manifestaciones y organizaciones y personalidades de distintos ámbitos que se acercaban al país para mostrar su apoyo, dejaban patente que la defensa de los intereses de los bancos y las multinacionales, auspiciada por la CE, el FMI y el BCE, no podían estar nunca por encima de la democracia y las libertades de los pueblos. El grito que se escuchaba por todas partes diciéndoles que no tuvieran miedo y que no estaban solos, unido a la rabia y a la desesperación de la ciudadanía helena, impidieron que la aprensión condicionara el resultado de las elecciones.

Ganó Syriza y desde el primer momento empezó a cumplir sus promesas electorales: puso en marcha los mecanismos necesarios para subir el salario mínimo, restablecer la negociación y los convenios sindicales, eliminar el copago sanitario, frenar las privatizaciones de puertos, aeropuertos y las eléctricas, suprimir la pobreza energética, aumentar los impuestos a los ricos, incrementar la inversión social y el gasto en infraestructuras públicas… Y tuvo, además, la osadía de negarse a negociar con la Troika. Y de cuestionarla… Y entonces se recrudecieron los ataques. David Cameron advirtió que la victoria de la izquierda sería un peligro para la economía europea, el presidente del Eurogrupo afirmó que Grecia “se descarrilará muy pronto”, el ministro de Hacienda y el portavoz socialdemócrata alemán culpabilizaron a Tsipras de la inminente salida de Grecia del euro, España, Portugal e Irlanda, presas de una especie de síndrome de Estocolmo, salieron a la palestra para exigir que los griegos cumplieran sus compromisos; el PP y el PSOE advirtieron que las cesiones a Syriza dispararían el voto de Podemos, Standard& Poor’s amenazó con rebajar la nota crediticia, los bancos griegos llegaron a perder hasta el 50% de su valor, la Bolsa se desplomó, la prima de riesgo se disparó por encima de los mil puntos básicos, el dinero volvió a salir en bandadas, el BCE ofreció dinero a todos menos a Grecia… Y todo esto en apenas un par de días.

Y no podía, claro, faltar la canciller alemana, cada día más neoliberal y ultranacionalista, proclamando que los “griegos tienen derecho a votar a quien quieran y nosotros a no financiar su deuda”, olvidándose de que el milagro de la economía alemana tiene bastante que ver con incumplimientos del pago de sus deudas contraídas con numerosos países por indemnizaciones que debió sufragar tras sus intentos imperialistas de la I y II Guerra Mundial. En 1932 se le condonó el 98% de la deuda asumida en el Tratado de Versalles de 1919 y en 1953, 25 países, entre los que se encontraban Grecia y España, le eximieron del pago del 62% de la deuda comprometida tras la Gran Guerra. Más tarde Helmut Kohl dejaría de pagar el resto tras la caída del muro de Berlín. Y ahora decide sin tapujos sobre Europa y su futuro sin el menor cuestionamiento.

Lejos de intentar enmendar los enormes errores de las políticas de ultra austeridad que aumentaron el paro, la pobreza, la desigualdad y la deuda de Grecia, la Troika y lo que representa insiste en despreciar las demandas de un Gobierno legítimo que ha osado aumentar el gasto social y parar la venta del país frenando las privatizaciones. ¡Están incumpliendo las órdenes dadas! Y amenazan con destruir un país con una guerra fría. Y nos lanzan el mensaje firme de que dan lo mismo las elecciones y los gobiernos democráticos. ¡Que los ciudadanos vean lo que sucede cuando ganan las elecciones los que no deben! Deciden los mercados. Y no hay más.

En noviembre de 2011, El País publicaba un editorial, que después se ha pasado por el forro, en el que afirmaba que “en Europa deberíamos tener especial cuidado en evitar una dinámica de supuestas soluciones elitistas, que, junto al intervencionismo exterior en la definición de las políticas económicas de emergencia, podría terminar acarreando peores consecuencias que las que esa apelación a los técnicos trata de corregir. No solo la dignidad nacional está en juego, sino la legitimidad y, desde luego, la pedagogía democrática”. Tres años después, el vaticinio se ha consumado. Desgraciadamente son los grandes fondos de inversión los que están dictando las políticas de los gobiernos. No existen garantías para la lucha contra la pobreza y la desigualdad –ni siquiera para atajar los daños al planeta- pero sí para evitar la quiebra de los bancos y del sistema financiero. La economía criminal que ha sometido a los estados y subvertido a los sistemas democráticos campa a sus anchas sin apenas oposición y la unión política y democrática europea apenas se sustenta ya como un gran mercado de la especulación. Y son muy pocos los que se plantean como Michael Sandell que el triunfo de los mercados ha estrechado la idea de lo que es la libertad y de que la evidente frustración en todas las democracias con los partidos y lo que ofrecen tiene que ver con la ausencia de un debate profundo sobre el papel del mercado, dónde es útil y qué área no le pertenece.

La impunidad de los poderes financieros ante los desastres que produce en las sociedades democráticas, en la ciudadanía más frágil –clases medias y trabajadoras- y en el medio natural, está poniendo en riesgo la democracia. La desigualdad, la precariedad social y el miedo están resquebrajando los cimientos del estado de Derecho. La ciudadanía está cada día más convencida de que los gobiernos electos terminan traicionando sus promesas de redistribución de la riqueza para ponerse al servicio de las élites económicas. Como apunta su discípula Cristina Lafont a Lluis Amiguet en La Vanguardia, en los años setenta Habermas ya vaticinó que las instituciones financieras acabarían por imponer a los ciudadanos a sus propios tecnócratas como gobernantes, sin molestarse en financiar partidos ni campañas electorales: a dedo. No es entonces casualidad que Draghi, De Guindos, Monti y tantos otros hayan sido antes empleados de Lehman Brothers o Goldman Sachs.

El 19 de mayo de 2008 los líderes europeos Jacques Delors, Jacques Santer, Helmut Schmidt, Michel Rocard, Massimo D’Alema y otros socialdemócratas del Continente dirigían una carta al presidente de la Comisión Europea que empezaba con un grito desesperado: “Los mercados financieros no nos pueden gobernar”. No ha servido de mucho. Incluso los socialdemócratas europeos han terminando claudicando. Como apunta Jean Ziegler (Los nuevos amos del mundo. Destino) el mercado está desalojando a la política de las instituciones y “la privatización del mundo debilita la capacidad normativa de los estados. Pone bajo tutela a los parlamentos y a los gobiernos. Vacía de contenido a la mayoría de las elecciones y a casi todas las votaciones populares”.

Por eso van a por Grecia. No pueden permitir que nadie se salga del redil. Y entonces aparece el BCE cortando la financiación y el acceso a la liquidez de Grecia y de los bancos griegos, para forzar un nuevo rescate. Para mostrar su poder. Mario Draghi, con alevosía, pone al país al borde de la quiebra. Y ya muy pocos se acuerdan que este señor fue vicepresidente y socio de Goldman Sachs International, el banco de inversiones norteamericano que ayudó a los gobiernos conservadores griegos a ocultar y falsear sus deudas a través de los swaps, instrumentos financieros tramposos que llevaron al país a la ruina.

La democracia tuvo su origen en la Grecia antigua, sería una paradoja ilusionante que los griegos actuales con su resistencia a la Troika y a los mercados volvieran a ponerla en valor. Pero lo tiene -lo tenemos- muy difícil. 

 

Antonio Morales Méndez es Alcalde de Agüimes