Isabel Rauber
Los recientes procesos electorales que finalizaron en Bolivia y Brasil sintetizan las diferentes dimensiones, los alcances estratégicos y los ejes políticos de las transformaciones sociales en curso en Latinoamérica; ponen al descubierto sus logros y carencias, sus horizontes y –en virtud de ello‑, sus desafíos.
Está claro que ganar elecciones no es equivalente a “tomar el poder” mediante las urnas. Pero según interpreten esta afirmación, los gobiernos populares progresistas configuran distintas estrategias políticas y definen sus agendas políticas locales y regionales. Hay gobernantes que optan por lograr una administración prolija para mostrar su eficiencia a los poderosos o para conservar su posición, esperando ser aprobados por ellos. Otros, empeñados en realizar cambios sociales raizales, buscan caminos para hacer de sus administraciones herramientas políticas capaces de impulsar procesos socioculturales de cambios revolucionarios.
Esta posibilidad fue clara a partir del triunfo de Hugo Chávez en 1998, cuando replanteó a su gobierno como una herramienta política para construir con el pueblo el sujeto político colectivo capaz de buscar nuevos caminos revolucionarios y construirlos. Desde entonces, y con el impulso que ha significado para los pueblos del continente el triunfo de los movimientos sociales encabezados por Evo Morales en Bolivia, se afianza cada vez más la hipótesis política de que la disputa electoral puede abrir caminos democráticos para la realización de transformaciones revolucionarias.
Para quienes actualmente ganan elecciones desde posiciones populares, de izquierda o progresistas, la disyuntiva es clara: Convierten a sus gobiernos en herramientas políticas para impulsar procesos populares revolucionarios de cambios raizales, o se limitan a hacer un “buen gobierno” conservador, reciclador del sistema.
El camino revolucionario está marcado por la participación protagónica de los pueblos
La respuesta a esa disyuntiva política y los consiguientes posicionamientos políticos que de ella se derivan, devienen el parte aguas político del quehacer de los gobiernos populares latinoamericanos: mantenerse en los cauces fijados por el poder y cambiar “algo” cuidando que “nada” cambie, o colocarse en la senda de las revoluciones democrático‑culturales e impulsarlas. Esta opción revolucionaria está marcada por un factor político clave:la participación protagónica de los pueblos en el proceso de cambios, es decir, para crear, definir y realizar las transformaciones en la concepción y el quehacer del Estado, la democracia, el desarrollo, el buen vivir, la descolonización, la interculturalidad, la despatriarcalización…
Ciertamente, a pesar de las diferentes opciones políticas estratégicas, los gobiernos populares convergen hoy al compartir una postura posneoliberal o antineoliberal, centrada en la recuperación del papel socioeconómico del Estado en pos de obtener recursos para fomentar la inclusión social, recuperar índices positivos en la salud y la educación masiva, erradicar la pobreza extrema, apostar a la integración comercial regional y continental. Estas convergencias no indican, sin embargo, que los diversos gobiernos estén abocados a la realización de cambios estructurales orientados a la superación raizal del capitalismo.
Hacer de los procesos democrático-populares procesos revolucionarios es una posibilidad directamente articulada con el empeño conjugado entre movimientos sociopolíticos, partidos de izquierda y gobierno popular para fortalecer los procesos de construcción del sujeto político colectivo, impulsando su participación en la toma de las decisiones políticas que marcan los rumbos del quehacer estatal y político-social en cada momento, aportando a la construcción de la conducción colectiva del proceso revolucionario en cada país.
Va de suyo que cualquier opción de cambio político-social transcurre hoy dentro del sistema del capital. Sin embargo, unas se abocan a crear las bases sociales, culturales, políticas y económicas para transitar hacia su superación, mientras que otras buscan reacomodarse a lo existente para disputar ‑en el mismo terreno del mercado‑, un lugar de poder desde donde constituirse en el “contrapeso” del Sur a la tendencia neoliberal global asfixiante. La creación del bloque BRICS es un claro ejemplo de ello. Este bloque desafía la hegemonía unipolar del poder del capital imperialista-guerrerista y su voracidad de rapiña, saqueo y destrucción global y –en la coyuntura global actual‑, resulta un freno a la locura de muerte que favorece la vida, al igual que el MERCOSUR, la UNASUR, la CELAC… De conjunto, estos procesos y bloques tienen en el presente un importante valor como salvaguardas de la vida de los pueblos. No constituyen el horizonte de las luchas populares, sino su piso, una base de apoyo inicial.
El ALBA, en cambio, se perfila como una apuesta estratégica de los pueblos orientada a la creación y construcción de un mundo nuevo basado en el buen vivir y convivir.
En los procesos de participación política los sujetos van tomando conciencia de la necesidad de continuar sembrando las bases culturales, sociales y económicas en las que madure y se abra paso su propuesta revolucionaria encaminada a la superación definitiva de la civilización creada y controlada por el capital. Para ello se preparan y organizan, buscando permanentemente impulsar los procesos de cambio más allá de los límites que fijen los gobiernos de turno.
Transformar el Estado
En su primera etapa, los gobiernos populares latinoamericanos retomaron los postulados básicos de Keynes para la elaboración de su propuesta socio-económica. Esta mirada compartida resultó, en cierta medida, la base de un formato institucional para la constitución de los bloques regionales de integración. De ahí que en la mayoría de estos procesos, la apuesta productiva predominante esté marcada por lo que podría definirse como un neodesarrollismo de “izquierda”.
Esto en sí mismo no es positivo ni negativo. No cabe pretender que todo esté previamente definido y clarificado, menos aun cuando a los gobernantes actuales les ha tocado hacerse cargo de sus países en situaciones de crisis y fracturas sociales profundas, causadas por el saqueo y la corruptela neoliberal. Pero es importante tenerlo presente como referencia porque, ¿hacia dónde se encaminan estos gobiernos luego del empeño de los primeros años buscando poner “en orden” una propuesta integral de gobierno?
Recuperar el papel social del Estado es central, pero ello es apenas un primer paso en el inmenso océano de las transformaciones sociales. La mayor y más dura prueba de ello ha sido el socialismo del siglo XX. Mayor estatización que aquella es difícil de imaginar, sin embargo, no logró resolver temas medulares como: participación y empoderamiento popular, desalienación, liberación, plenitud humana… Tal vez fue precisamente por centrar los ejes del cambio social en el quehacer del Estado y sus funcionarios, por concebir al Estado como un actor social y no como una herramienta política institucional, que el proyecto socialista derrapó de sus objetivos estratégicos iniciales y un grupo de burócratas terminó suplantando el protagonismo popular, anulando al sujeto revolucionario.
El Estado es apenas una herramienta, medular, pero herramienta. Puede emplearse con la esperanza de recuperar un “capitalismo de bienestar”, sin poner en cuestión el contenido y el papel de clase del Estado, ni las bases jurídicas que configuran su institucionalidad. O puede convertirse –articulado con la participación popular‑, en un instrumento político para impulsar cambios revolucionarios, apostando a transformar las bases, el carácter, los contenidos y el papel social de dicha institución.
Luego de dos o tres períodos de gobierno, el riesgo de caer en la tentación de conservar lo que se ha logrado es grande, más aun teniendo en cuenta los enormes desafíos que implica atreverse a “ir por más”, profundizar los cambios, cuestionar los resortes claves del poder local-global del capital. Conservar es fundamental, pero no se logrará deteniendo el proceso de cambios. Detenerse es retroceder y empezar el raudo camino hacia el declive….
Conservar lo logrado requiere profundizarlo, radicalizarlo, ampliar el protagonismo de los pueblos en la toma de decisiones, transformar la institucionalidad del capital reemplazándola por otra que responda a los intereses populares… No hay otra posibilidad en Latinoamérica, territorio azotado secularmente por la dependencia, la colonización, la corrupción y el sometimiento de las élites locales a los designios del poder imperialista.
Recuperar el Estado para el quehacer social es un paso inicial, pero solo podrá tomar un rumbo revolucionario si se abre a la participación de los movimientos populares en la toma de decisiones, en la realización y la fiscalización de las políticas públicas y de todo el proceso de gestión de lo público, abriéndolo a la pluralidad que imponga su diversidad.
Históricamente contrapuestos Estado y sociedad y, particularmente, Estado y movimientos sociales populares, hay grandes cambios que realizar para abrir el Estado, las políticas públicas y la gestión de lo público a la participación de los movimientos populares, indígenas, sindicales, campesinos… para que puedan asumirse colectivamente como protagonistas con derecho ‑y obligación‑ de participar en la toma de decisiones. Y ello no se producirá de golpe; requiere tanto de procesos jurídicos que lo habiliten, como de procesos político-educativos de los funcionarios públicos y de los movimientos sociales y la ciudadanía popular en general. En este proceso los sujetos van reconceptualizando las políticas públicas y la gestión de lo público en función de sus realidades, identidades y modos de vida, sus cosmovisiones, sabidurías y conocimientos, y –articulado a ello‑, van definiendo el quehacer y alcance de “lo estatal”.
Apoyar estos procesos está entre las tareas político-revolucionarias de quienes se posicionan como conducción política: no sustituir al pueblo organizado, sino convocarlo, escucharlo, construir de conjunto, estimular y contribuir a organizar su protagonismo. Sumar y no restar. Dirigir no es mandar, sino orientar, coordinar y guiar el proceso, en primer lugar, aportando con el ejemplo concreto de nuevas prácticas en los lugares de trabajo y territorios del hábitat cotidianos.
Obviamente, como lo ejemplifican las experiencias concretas de los procesos políticos latinoamericanos actuales, esto configura un escenario sociopolítico y cultural contradictorio, sinuoso y complejo que se torna frecuentemente incomprensible para los propios protagonistas y, tal vez por ello, “peligroso” para quienes imaginan que los procesos de transformación social ocurren o deberían ocurrir según establece el “manual de procedimientos”, por decreto o mágicamente, o protagonizados por ángeles que supuestamente atravesarían los cismas históricos como quien se desplaza suavemente por un lecho de “pureza inmaculada”.
¿Se cometen errores? Seguramente, aunque se minimicen, siempre habrá errores, pero no serán responsabilidad de un grupo de funcionarios, sino por decisión colectiva de las mayorías participantes, precisamente una de las garantías fundamentales para minimizarlos. En tal caso, la reflexión colectiva y el saldo, no conducirán a una derrota frustrante, será sobre todo aprendizaje y crecimiento colectivos para nuevos emprendimientos revolucionarios.
La transición revolucionaria implica la descolonización y viceversa…
La transformación del Estado y su apertura a la participación de los pueblos, el reconocimiento de la diversidad de sus identidades sociales, culturales, de sus cosmovisiones, saberes, sabidurías y modos de vida diversos… es parte de un inter-articulado proceso revolucionario democrático intercultural que configura procesos de descolonización, en los que se proyectan y profundizan los horizontes estratégicos de los gobiernos populares revolucionarios. Esto se relaciona directamente con la definición de los perfiles sociopolíticos de lo que hoy podría entenderse como procesos de transición hacia una nueva civilización, superadora del capitalismo. Y tiene como elemento constitutivo central a la participación popular; en ella radica la posibilidad revolucionaria de los gobiernos populares de la región.
En tiempos de disputa de poder como ocurre hoy en Bolivia, Ecuador, Venezuela… florecen las luchas de pueblos y comunidades indígenas, de campesinos/as y diversos sectores sociales por participar plenamente de la democracia, ampliándola, es decir, luchando por extender la igualdad y la libertad a sus relaciones sociales, económicas, culturales y políticas. Esto es parte de las luchas políticas y culturales de los pueblos encaminadas a la transformación raizal de la democracia, rompiendo el paradigma neoliberal que considera a la democracia (y el Estado) como un terreno carente de conflictos, un ámbito neutral de competencia de intereses.
Poniendo fin a las relaciones de poder instauradas por la democracia excluyente y elitista del capital, los pueblos construyen desde abajo otra democracia, un nuevo poder (popular), un nuevo Estado para el Buen Vivir y Convivir, otra hegemonía: la de los pueblos.
La construcción de hegemonía popular requiere de un tipo de organización y conducción políticas que articule protagonismo y conciencia colectivos como sustrato del poder popular, basado en la solidaridad y el encuentro, en el reconocimiento y la aceptación de las diferencias sin pretender su eliminación, entendiéndolas como riquezas y no como “defecto”. Esta lógica no puede basarse en la antagonización ‑y exclusión‑ de lo diferente, sino en la complementariedad, en la búsqueda de espacios donde la diversidad sea cada vez más naturalmente incorporada ‑aunque con conflictos y debates‑, propiciando el trabajo interarticulado, intercultural, de lo diverso.
Se trata de revitalizar una concepción de la política que, anclada en los sujetos del cambio, ponga la batalla por la hegemonía en el corazón de la disputa colectiva por el poder popular a crear y construir. Esto supone recuperar la política y lo político como eje central del quehacer de los gobiernos revolucionarios anudado con lo social, lo cultural y económico e implica dar un vuelco a la representación política tradicional enquistada en los partidos, incluyendo a los de la izquierda.
No se trata entonces solo de convocar para escuchar, sino también de generar ámbitos donde los diversos actores puedan crear, proponer, decidir y ser parte del proceso de realización, reapropiándose de sus experiencias en un proceso que contribuirá al empoderamiento colectivo. Es aquí donde la eficacia, la participación y la democracia, se entroncan con la descolonización y la interculturalidad enuna interrelación compleja, sin indicios de simplificación y perfilan los actuales procesos de transición hacia el nuevo mundo que tienen lugar en tierras indo-afro-latinoamericanas. En ellos destaca el protagonismo de sectores históricamente discriminados y marginados, hoy (auto)reivindicados como ciudadanos de pleno derecho.
–Se ponen en cuestión saberes y poderes
Interculturalidad y descolonización llaman a dejar atrás el eurocentrismo negador de los pueblos indígenas, afrodescendientes, mestizos, a dejar atrás todo tipo de discriminación, a pensarse todos y todascomo sujetos-ciudadanos con plenos derechos y capacidades. Llaman también a abrir espacios políticos a las mujeres con sus pensamientos despatriarcalizadores, y a promover la participación plena de todos/as los marginados/as o excluidos/as acorde con sus capacidades, sus identidades culturales, sexuales, etc. En resumen, se trata de abrir el ámbito de “lo político” al terreno intercultural parareconfigurarlo desde este lugar, reclamando una mirada colectiva que dé cuenta de los disímiles intereses de los diversos actores y sectores que conforman el llamado “campo popular”.
Esto supone hacerse cargo también de las diferencias y pugnas de poder que tienen y tendrán lugar entre los diversos sectores del campo popular, en proceso de ruptura y superación de la hegemonía de la colonización. Teniendo en cuenta que la conquista y colonización de América ‑genocidio mediante‑, implantó el capitalismo en estas tierras, los actuales procesos de descolonización comprenden todo el período histórico, desde tiempos de la llegada del capitalismo a nuestras tierras de la mano de la conquista y colonización hasta la liberación del yugo del capital en lo económico-social y cultural, en el modo de vida, de percepción, de conocimiento, de interrelacionamiento humano y con la naturaleza.
Por ello, interculturalidad y descolonización constituyen pilares claves promotores de la nueva civilización, anclados en la equidad, la solidaridad y la búsqueda de armonía en la convivencia humana y con la naturaleza y, todo ello, sustentado en un nuevo modo de producción y reproducción social, cuyo ciclo garantice la reproducción de la vida humana y de la naturaleza.
Aprender de las prácticas emancipatorias de los pueblos
La construcción de un nuevo mundo implica crear colectivamente una nueva racionalidad del metabolismo social. En tanto se trata de transitar procesos inéditos, la participación de los actores sociales resulta una de las claves sociopolíticas y culturales fundamentales de los actuales procesos revolucionarios.
En este empeño, la creación cotidiana de los pueblos es clave. Por ello, entre las labores revolucionarias de intelectuales “orgánicos” comprometidos, está la recuperación crítica de las experiencias concretas de los movimientos indígenas, de trabajadores, de mujeres, de pobladores, de los sin tierra, etc., para reflexionar –en conjunto‑, acerca de las enseñanzas de lo que colectivamente van creando y construyendo.
La investigación-acción participativa, articulada con procesos de educación popular, desempeñan en ello un papel fundamental, particularmente, en lo que hace a la recuperación y sistematización de las experiencias locales de los pueblos, donde germina lo nuevo, aunque fragmentado, o balbuciente.
–Una nueva mentalidad, un cambio cultural, epistemológico y político, se impone
Esto habla de la importancia actual que reviste para las ciencias sociales romper con la tradicional mirada “cientista” acerca de los estudios sociales, sus dinámicas y problemáticas. Se trata, en síntesis, de asumir el camino de la ruptura epistemológica con el viejo “saber hacer” y “saber pensar”, para reconstruir una nueva epistemología, desde los pueblos, con los pueblos, construyendo integral e interculturalmente nuevos saberes (colectivos) con los sujetos.
Hacerse cargo de la batalla ideológica cultural
–Que no te “cuenten” los adversarios cómo creas y construyes lo nuevo
Si los procesos de revolución sociopolítica, democrática y cultural no son recuperados por los pueblos ‑sus creadores y protagonistas‑, el recuento y la síntesis la hará el adversario político, con la intencional cuota de tergiversación ideológica de la realidad a la que está acostumbrado para mantener su hegemonía y dominación. A través de libros de textos, de los medios de comunicación masiva y de las redes sociales, nos re-contarán nuestra historia como si fuera ajena, llena de errores y desvaríos, pues harán el recuento a partir de sus parámetros culturales y sus intereses económicos y políticos. Este es, de última, el derrotero “subfluvial” del debate civilizatorio en curso. Llama a asumir con centralidad el proceso de descolonización o –caso contrario-, someterse a la continuidad de la colonización de las mentes y la espiritualidad, para someter a los cuerpos.
La educación política, la batalla cultural en los medios de comunicación masiva, en las escuelas, en las comunidades, en las organizaciones sociales y políticas, son parte de la permanente toma de conciencia del proceso de creación colectiva del nuevo mundo. Y resultan entre las claves de la construcción del poder popular desde abajo.
Construir la fuerza sociopolítica de liberación
El desafío civilizatorio supone un debate y una pulseada permanentes con el poder. Y ello no es una “tarea” de vanguardias, no es una cuestión de partidos políticos… Se trata del quehacer permanente del sujeto político colectivo del cambio: partidos políticos de izquierda, movimientos sociales populares, pueblos todos, reunidos, articulados intercultural y horizontalmente en una fuerza sociopolítica de liberación capaz de traccionar los procesos de cambio hacia mayores transformaciones, confluyendo en un gran proceso de cambios raizales donde irán superando desde la raíz –y desde su interior‑, el sistema del capital, su modo de producción y reproducción sobre el que se erige todo el sistema de relaciones sociales, culturales, económicas y políticas y jurídicas y las instituciones que lo representan, sostienen y perpetúan.
Este desafío resulta central en procesos como el que tiene lugar en Brasil, donde el impulso revolucionario supone un viraje hacia el protagonismo político social popular. Está presente también, aunque con otras intensidades, en procesos como los de Bolivia y Venezuela cuyos gobernantes están empeñados en profundizar el camino revolucionario iniciado, ampliando la participación popular, los procesos de descolonización, los diálogos interculturales y las búsquedas de un nuevo modo de producción de que abra las puertas de la humanidad a un nuevo tipo de desarrollo basado en el buen vivir y convivir entre nosotros y con la naturaleza.
En Brasil, el gobierno de Dilma se vio prácticamente arrinconado por un posible retorno a la era de la plena hegemonía neoliberal, y ello no ha sido solo por los embates mediáticos (externos) de sus adversarios, sino el resultado de concepciones políticas propias, que llevaron al PT a gobernar a través de acuerdos parlamentarios en bloques, a no escuchar a los movimientos sociales y sus históricos reclamos, como, por ejemplo, la reforma agraria, a desoír el reclamo de los jóvenes y sus movimientos en las grandes ciudades, cuyas protestas se pretendió estigmatizar y reducir tras el calificativo de “clases medias” disconformes y opuestas a un pueblo supuestamente contento y conforme con la Bolsa Familia…
Hace tiempo ya, el PT pudo haber abanderado la construcción de un foro de encuentro y articulación entre partidos de izquierda y movimientos sociales ‑en Brasil y en el continente‑, abriendo cauces a una nueva política.
Silenciado el Foro Social Mundial por los apetitos hegemonistas internos, y con un Foro de Sao Paulo tercamente encriptado en su arcaico sectarismo político, la fuerza política de los de abajo se expresa donde se abren cauces para ello. Así, movimientos sociales históricos de Nuestra América con la presencia de Evo Morales, no dudaron en estar presentes en Roma, en la convocatoria del Papa Francisco a los movimientos sociales, para discutir ejes centrales de acciones globales encaminadas a la defensa de la vida.
–Hoy como ayer, ser de izquierda no es sinónimo de ser revolucionario
Se puede ser “la izquierda” del sistema capitalista y gobernar para reflotarlo. Pero como lo ejemplifican Bolivia y Venezuela, se puede optar por otro carril, y en vez de intentar hacer “buena letra” con los poderosos de siempre, impulsar articulada y mancomunadamente con los movimiento sociales y los pueblos todos, procesos revolucionarios de cambios sociales, abonando el camino de las revoluciones democráticas culturales que se profundizan con la participación cada vez más protagónica de los pueblos que ‑en tales procesos‑, tendrán la oportunidad para autoconstituirse en sujeto político del proceso revolucionario, creando y construyendo día a día avances de la civilización superadora del capitalismo, constituyéndose en fuerza político-social capaz de traccionar y conducir los procesos de cambio en revolución permanente.
Apostar a ello está entre las potencialidades políticas revolucionarias que laten en los procesos abiertos con los gobiernos populares latinoamericanos desde los movimientos indígenas, los movimientos de trabajadores de la ciudad y el campo, desde los movimientos de mujeres, de los pobres y excluidos por el poder del capital. Ampliar espacios para profundizar su participación es impostergable; el tiempo de hacer “como qué…” se ha agotado.
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Tomado de Nodal.am