Ante la decisión de designar como Ministro de Hacienda a un «Chicago boy»
 

Atilio A. Boron

¡Dilma se entregó sin luchar! Con su lamentable decisión de entregar a los banqueros los resortes fundamentales del estado se vino abajo toda la mistificación del “posneoliberalismo” construida a lo largo de estos años por los publicistas del PT. ¿Tenía opciones Dilma? ¡Claro que sí! En momentos como éste es más que nunca necesario no ceder ante el chantaje tecnocrático y antipolítico de los resignados del PT y sus partidos aliados que, parafraseando lo que decía Margaret Thatcher, aseguran que “no había alternativas”, que esto es doloroso pero “era lo único que podíamos hacer”.

Si en vísperas del balotaje propuse, en contra de quienes propiciaban el voto en blanco o nulo, votar por Dilma era por dos razones: primero, porque era imprescindible cerrarle el paso a Aecio, representante de la derecha neoliberal dura, neocolonial hasta la médula y sin el menor compromiso con ninguna causa o estructura popular, cosa que el PT tuvo y decidió arrojar por la borda; segundo, porque me parecía razonable apostar a que, ante el horror del abismo, Dilma y los petistas tendrían todavía una mínima capacidad de reacción y lucidez para, por lo menos, tratar de pasar a los anales de la historia con algo de dignidad. Reconozco haber sobreestimado la capacidad de Dilma y los petistas para conservar ese reflejo elemental sin el cual la vida política se convierte en un interminable calvario. Pero aún así sigo sosteniendo que la apuesta era válida; que el desperdicio de una oportunidad única no significa que ésta no existiera; y que de haber triunfado Aecio estaríamos ante una situación todavía peor que la que hoy debemos enfrentar.

Mi planteamiento se sustentaba, desde el punto de vista tanto epistemológico como práctico, en la tesis que afirma que los procesos históricos no obedecen a un patrón determinista. Si así fuera el sólo desarrollo de las fuerzas productivas conduciría ineluctablemente a la revolución y a la abolición del capitalismo, cosa que todos los marxistas -desde Marx y Engels hasta nuestros días, pasando por supuesto por Lenin, Gramsci y Fidel- se encargaron de refutar por ser una creencia equivocada que alentaba la desmovilización y el quietismo de las clases y capas explotadas y desembocaba, en el mejor de los casos, en el tibio reformismo socialdemócrata. Como lo señaló cientos de veces Lenin, el capitalismo no caerá si no se lo hace caer, y para se requiere de un componente esencial: la voluntad política. Esto es, la firme decisión de combatir en todos los frentes de la lucha de clases, organizar al campo popular, promover la concientización y la batalla de ideas y, por supuesto, adoptar la estrategia general y la táctica puntual más apropiada para intervenir en la coyuntura sorteando los riesgos siempre presentes y simétricos del voluntarismo, que ignora los condicionamientos histórico-estructurales, y el triunfalismo fatalista que confía en que las ciegas fuerzas de la historia nos conducirán a la victoria final. Quienes adhieren al determinismo histórico no son los marxistas sino los economistas y gobernantes burgueses, siempre prestos a disimular sus opciones políticas como resultado de inexorables imperativos técnicos. Si para abatir la inflación se congelan los salarios, y no se controla la formación de los precios, es por un razonamiento despojado de todo vestigio de política e ideología, tan puro en su abstracción como un teorema de la geometría. Si para mejorar las cuentas fiscales se recortan los presupuestos de salud, educación y cultura en lugar de hacer una reforma tributaria para que las empresas y las grandes fortunas paguen lo que les corresponde, se dice que aquella alternativa es la que brota de un análisis puramente técnico de los ingresos y egresos del estado. ¡Otra impostura!

Fue producto del rechazo a cualquier concepción fatalista o determinista que llegué a la conclusión, que ratifico el día de hoy, de que pese al fortalecimiento de la derecha Dilma y el PT aún tenían una oportunidad; que les quedaba una bala en la recámara y que si tenían la lucidez y la voluntad de avanzar por izquierda todavía podrían salvar algo del proceso iniciado con la fundación del PT (y que tantas esperanzas había suscitado) y evitar un retroceso brutal que significara, para el movimiento popular brasileño, tener que subir una difícil cuesta para relanzar su proyecto emancipatorio. Por eso me permito reproducir lo que escribí después de la pírrica victoria de Dilma (y ahora sí se entiende porque fue pírrica, porque el triunfo hizo más daño al vencedor que al vencido, a Dilma y al PT que a Aecio). Decía en esa nota lo siguiente:

“Para no sucumbir ante estos grandes factores de poder se requiere, en primer lugar, la urgente reconstrucción del movimiento popular desmovilizado, desorganizado y desmoralizado por el PT, algo que no podrá hacerlo sin una reorientación del rumbo gubernamental que redefina el modelo económico, recorte los irritantes privilegios del capital y haga que las clases y capas populares sientan que el gobierno quiere ir más allá de un programa asistencialista y se propone modificar de raíz la injusta estructura económica y social del Brasil. En segundo término, luchar para llevar a cabo una auténtica reforma política que empodere de verdad a las masas populares y abra el camino largamente demorado de una profunda democratización. … Pero para que el pueblo asuma su protagonismo y florezcan los movimientos sociales y las fuerzas políticas que motoricen el cambio –que ciertamente no vendrá ‘desde arriba’- se requerirá tomar decisiones que efectivamente los empoderen. Ergo, una reforma política es una necesidad vital para la gobernabilidad del nuevo período, introduciendo institutos tales como la iniciativa popular y el referendo revocatorio que permitirán, si es que el pueblo se organiza y concientiza, poner coto a la dictadura de caciques y coroneles que hacen del Congreso un baluarte de la reacción. ¿Será este el curso de acción en que se embarcará Dilma? Parece poco probable, salvo que la irrupción de una renovada dinámica de masas precipitada por el agravamiento de la crisis general del capitalismo y como respuesta ante la recargada ofensiva de la derecha (discreta pero resueltamente apoyada por Washington) altere profundamente la propensión del estado brasileño a gestionar los asuntos públicos de espalda a su pueblo. … Nada podría ser más necesario para garantizar la gobernabilidad de este nuevo turno del PT que el vigoroso surgimiento de lo que Álvaro García Linera denominara como ‘la potencia plebeya’, aletargada por décadas sin que el petismo se atreviera a despertarla. Sin ese macizo protagonismo de las masas en el estado éste quedará prisionero de los poderes fácticos tradicionales que han venido rigiendo los destinos de Brasil desde tiempos inmemoriales.”

Al anunciar la designación de Joaquim Levy como Ministro de Hacienda, un ‘Chicago boy’ y hombre de la banca brasileña e internacional, Dilma y el PT capitulan cobardemente de su responsabilidad histórica. En los Cuadernos de la Cárcel hay una nota titulada “La fábula del castor” en la cual Gramsci dice lo siguiente a propósito de la incapacidad de las fuerzas de izquierda para resistir eficazmente al ascenso del fascismo: “El castor, perseguido por los cazadores que quieren arrancarle los testículos de los cuales se extraen sustancias medicinales, para salvar su vida se arranca por sí mismo los testículos. ¿Por qué no ha habido defensa? ¿Poco sentido de la dignidad humana y de la dignidad política de los partidos? Pero estos elementos no son dones naturales … son ‘hechos históricos’ que se explican con la historia pasada y con las condiciones sociales presentes.” Al invitar a Levy y sus tenebrosos doctores de la ‘terapia del shock’ -Naomi Klein dixit– a tomar por asalto al estado (y especular con la posibilidad de que se le ofrezca a la senadora Katia Abreu, acérrima enemiga del Movimiento Sin Tierra y líder de la Confederación Nacional de la Agricultura, el lobby del agronegocios, el Ministerio de Agricultura) el gobierno petista obró como el castor de la fábula: se castró a sí mismo y traicionó el mandato popular, que había repudiado la propuesta de Aecio, al servirle el poder en bandeja a sus declarados enemigos perpetrando una gigantesca estafa postelectoral sin precedentes en la historia del Brasil. Esto explica el júbilo de los grandes capitalistas y sus representantes políticos y mediáticos, que celebraron este gesto de ‘sensatez’ de Dilma como una extraordinaria victoria. En efecto, perdieron en las elecciones porque el voto popular no los favoreció, pero la burguesía no sólo mide sus fuerzas y disputa el poder en el terreno electoral. Sería un alarde de cretinismo electoralista pensar de esa manera. Para corregir las erróneas decisiones del electorado están los ‘golpes de mercado’ y su fiel escudero: el ‘terrorismo mediático’ ejercido impunemente en Brasil en la reciente coyuntura electoral. Triunfadora en las urnas y derrotada y humillada fuera de ellas, Dilma asume como propio el paquete económico de sus enemigos, que ha hundido a Europa en su peor crisis desde la Gran Depresión y que tantos estragos ocasionó en América Latina. ¿Había alternativas? Claro: en línea con lo que observaba Gramsci, ¿por qué Dilma (y Lula) no denunciaron la maniobra de la burguesía y le dijeron al pueblo que se estaba a punto de cometer un verdadero desfalco de la voluntad popular?, ¿por qué no se convocó a los sectores populares a ocupar fábricas, parar los transportes, bloquear bancos, comercios, oficinas públicas y los medios de comunicación para detener el “golpe blando” en ciernes? En una palabra, ¿por qué tanta pasividad, tanta resignación? ¿Cómo explicar una derrota ideológica y política de esta magnitud?

Lo que se viene ahora es la vieja receta para seducir a los mercados: ajuste fiscal ortodoxo; estímulos para acrecentar la rentabilidad empresarial, sobre todo del sector financiero; recorte de la inversión social (peyorativamente considerada como un ‘gasto’), todo para restaurar la confianza de los mercados lo que equivale a una imposible tarea de Sísifo porque estos jamás confían en otra cosa que no sea el crecimiento de sus ganancias. Pruebas al canto: jamás en la historia brasileña los bancos ganaron tanto dinero como durante la gestión de los gobiernos del PT. ¿Se apaciguaron por ello? Todo lo contrario. Se cebaron aún más, quieren más, quieren gobernar directamente sin el estorbo de una mediación política. Su adicción a la ganancia es incontrolable, y se comportan como adictos. La medicina que sin contrapeso alguno en el sistema político aplicaran estos hechiceros de las finanzas es un cocktail explosivo que no servirá para promover el crecimiento económico de Brasil pero que, sin dudas, potenciará el conflicto social hasta niveles pocas veces visto en ese país. La feroz respuesta represiva que tuvo lugar cuando las grandes movilizaciones desencadenadas por el aumento de la tarifa del transporte público en junio del 2013 puede ser un juego de niños por comparación a lo que podría suceder en el futuro inmediato una vez que Levy y los banqueros comiencen a aplicar sus políticas.

 

 

Si miramos el gráfico precedente veremos que al sector financiero no le basta con apropiarse nada menos que del 42.04 % del presupuesto federal de Brasil del año 2014 en concepto de intereses y amortizaciones de la deuda pública, contra el 4.11 % en salud, 3.49 % en educación y poco más del 1 % en Bolsa Familia. Para mejorar aún más su rentabilidad Levy trabajará con tesón para perpetuar la dependencia del estado de los préstamos de los banqueros, subir aún más las exorbitantes tasas de interés percibidas por éstos y aumentar su participación leonina en el presupuesto, todo esto dejando intacta la regresiva estructura tributaria y los privilegios y prerrogativas que el capital ha gozado en los últimos tiempos. Pero sería un error suponer que las andanzas de Levy y los suyos tienen como único objetivo acrecentar la riqueza de los capitalistas. El objetivo que se han impuesto las clases dominantes en Brasil -y que no encontró resistencia en el gobierno del PT- es fortalecer la posición del gran capital no sólo en el seno de los mercados sino también en la sociedad y la política, consolidando una correlación de fuerzas en la cual los movimientos populares queden definitivamente supeditados al dominio de aquel. Se trata, en suma, de un proyecto refundacional del capitalismo brasileño montado sobre el fracaso del reformismo light del PT y en donde, como en el Chile refundado por la dictadura pinochetista, la alianza burguesa ejercerá el dominio político directo, sin la molesta intermediación de la vocinglera partidocracia que sólo produce ruidos que perturban la paz y la serenidad que necesitan los mercados. Con esta medida adoptada por el gobierno del PT, Brasil culmina un penoso tránsito desde una democracia de baja intensidad hacia una desvergonzada plutocracia que nada bueno podrá ofrecerle a su pueblo y, por extensión, a América Latina, acongojada y entristecida al ver a su ‘hermano mayor’ rendirse ante los capitalistas sin ofrecer la menor resistencia. Confiamos en que las fuerzas populares brasileñas más temprano que tarde iniciarán un proceso de recomposición para aventar la barbarie que se cierne sobre ellas.