De las acusaciones que los cómplices de los corruptos y los condescendientes con ellos hacen a los que se proponen dar cumplida solución a este país y de paso a la vida de ya millones de personas, no vale la pena malgastar un solo argumento. Pero sí en cambio vale la pena salir al paso del recelo de los desconfiados bien pensantes que ven utopía en la determinación de los movimientos sociales de acabar con el drama que vive este país, de librarnos de agiotaje, de los nefastos oligopolios de la energía, de privilegios nefandos de las élites, y de toda esa podredumbre política que se ha introducido en la gobernación para enriquecerse escandalosamente en perjuicio de millones de habitantes y del país entero.

Aunque es inútil porque sus ideas están tan alejadas de cualquier ideal que trascienda el egoísmo supremo personal, el de grupo y el de clan, no está de más recordar que todos los logros y conquistas de la sociedad moderna son consecuencia de transformaciones más o menos azarosas de utopías en rabiosa realidad. Cuando los países coloniales, (prácticamente casi hasta finales del siglo XIX) todavía consideraban la esclavitud como un estado propio de la desigualdad que reina en la vida de la Naturaleza, también veían en los intentos de abolirla una utopía. Ahora no hay quien no la considere una abominación de la especie humana. Durante casi dos mil años, no creer en un Dios antropomórfico fue no sólo imposible o una quimera, sino también causa de persecución o de la hoguera o un delito, y hasta principios del siglo XX no había libros en biblioteca alguna, ni filósofo, ni pensador, ni político, ni rey o caudillo que no le tuviesen presente en su pensamiento público o en su bandera. Hoy es prácticamente lo contrario: negarle, cuestionar su existencia o tenerlo por metáfora forma parte del pensamiento común dominante, al menos el de quienes no ostentan (o detentan) el poder o lo merodean. Y qué decir del estatuto y derechos del ciudadano, del trabajador, del sufragio de la mujer, de la idea de que de la máxima igualdad social, pese a la resistencia de los patricios y grandes propietarios, sólo se derivan bienes para todos…

Todos sabemos qué significa la palabra utopía: en general un lugar que no existe, una idea irrealizable, un programa político inviable. En este último sentido su opuesto es pragmatismo, un concepto nacido a en Estados Unidos a finales del siglo XIX cuyo significado es: «sólo es verdadero lo que funciona». Pero resulta que «lo que funciona» son, por un lado, la fuerza que domina la vida en la Naturaleza y, por otro, la fuerza opresiva de los que tienen los instrumentos de dominación social para vencer sin convencer. «Lo que funciona» es lo que quieren ellos, lo que su propaganda induce a que piense el pueblo. Pero también lo que exaltan los conspiradores contra la ciudadanía, en contraposición a lo que denigran de ella y llaman demagogia. «Lo que funciona» en el sistema neoliberal de los gobiernos de los países del sistema del que son cómplices los socialdemócratas, es privatizar lo público, apropiarse de lo público y en definitiva depredar.

La cosa es que, como en tantas cosas de la vida ordinaria, la «verdad», «lo correcto», «lo que funciona» está en el término medio. Y en el ámbito social, las tres cosas están en las transformaciones que la sociedad demanda clamorosamente al poder político dominado por el implacable poder económico.

La sociedad española, en diversos sectores, vive dramáticamente. Y vive así tenga o no tenga empleo, pues la incertidumbre preside y guía su vida. Tanto si no lo tiene, porque carece de recursos, como si lo tiene, porque su salario es miserable y duerme con temor a perderlo, le es imposible decidirse a traer hijos al mundo y a organizar una familia…

Bien. Prescindamos de la revolución y evitemos la violencia que acompaña a las revoluciones tradicionales para conseguir los cambios. De ello van a encargarse las movilizaciones sociales que están en el umbral de conseguir las llaves para lograr cambios que nos acerquen al máximo posible a la utopía y nos situarán en «lo que funciona»; pero no «lo que funciona» según la óptica del poder instituido, sino desde la concepción global del poder a constituir.

En todo caso, la sociedad occidental, cimentada sobre la manipulación psicológica de las masas, sobre las engañifas mercantiles y sobre los abusos basados en el conductismo y en el mentalismo (de los que son autores intelectuales estadounidenses) para dirigirnos al consumismo salvaje y de paso a la destrucción de la Naturaleza, es una sociedad infantil e infantilizada que debe repensarse cuanto antes a sí misma y elevar su conciencia a otros niveles. Elevar la conciencia, y propiciar el salto a otras formas y filosofía de vida que no consistan en «consumir» hasta niveles de paroxismo para que «todo funcione». Estamos en momentos en que es posible que los pilares de la sociedad sean las artes y la artesanía, la conversación, el ejercicio, el deporte, la ciencia, la ociosidad creativa… El genio británico Bertrand Russell ya lo propone en su ensayo «Elogio de la ociosidad». En definitiva, vivir esa Edad de Oro cervantina que pasaba por una quimera y que hoy, por una inteligencia colectiva potenciada por las nuevas tecnologías que propician la sinergia exponencial en la humanidad pacífica, puede y debe convertirse en glamurosa realidad.

En España es preciso confiar en fuerzas que se encarguen de esa grande y noble misión. Pues aunque sus logros se quedasen en la mitad de lo que se proponen, siempre será mucho más que lo que nos espera de ladrones y mediocres que nos gobiernan y de los nuevos oportunistas de los dos partidos principales que, después de habernos arruinado todavía siguen empeñados en gobernar…