Xavier Padilla
I
Toda revolución comienza por una crítica del orden establecido. La crítica es entonces una forma de indisciplina frente a él. La revolución, por lo tanto, es esencialmente indisciplina.
Lo mismo aplica para la auto-crítica, esa forma de indisciplina supra-ética, cuyo objetivo es evitar la reproducción hacia dentro de las miserias morales halladas afuera.
Por ello, resulta un contra sentido ver a revolucionarios descalificar sistemáticamente a la auto-crítica (la crítica hacia dentro), acusando de conspiración, de infiltración o incluso —en el mejor de los casos— de ociosidad a quien la… ¡ose!
Aun peor que verlos hacer esto, es oírlos hacer —mientras martillan los clavos de su condena— un llamado a la disciplina.
Desafortunadamente, no es inusual encontrar esta conducta en revolucionarios llegados al poder. Algunos, una vez en la cima del Olimpo, acariciando sus laureles, parecen olvidar sus orígenes rebeldes, los años en que la disciplina también rimaba como otro nombre de la censura, no habiendo tenido ellos mismos más remedio cierto día que optar por la indisciplina, ese otro nombre posible de la justicia, tan afín a REBELIÓN.
Los cierto es que las revoluciones no son inmunes a la debilidad humana contra la cual se rebelan al principio, los efectos de la lucha contagian y tarde o temprano llega el momento de pasar a ser «receptores», no sólo de la crítica exterior, sino de la interior. Muchas veces ésta nos recuerda a una hija legítima, aún en busca de reconocimiento y de quien nadie quiere hacerse cargo.
Pero ella entra siempre, así sea por una rendija, y el entonces valiente escenario de la revolución se vuelve agitadamente doméstico y angustiado, cobrando la forma de un confuso salón de espejos. Unos se preguntan dónde está el infiltrado, «culpable» del engendro, otros por qué la niña, sin avisar, nace en tan mal momento.
Crispados los instintos en fórmulas ingenuas del deber, las paciencias se ahogan en brazadas extenuantes. El enemigo interno, ese mismo que «tiene que estar en alguna parte», más vale que realmente esté en alguna. Si no, habrá que crearlo.
Pero la niña, aún sin nombre, es la clave.
Llega entonces a empujones, arrestada, la mágica palabra con que el Poder todo lo sana y lo bautiza: «¡ANARQUÍA!»
II
Es que había que desviar el asunto de su cauce y transformarlo en… cualquier cosa. Triunfa nuevamente así la autoridad, a quien una niña llamada «Anarquía» viene siempre al dedillo, a pesar de ser muy distinta de «Caos».
Y dicho desvío nos obliga a un paréntesis:
El principio que rige a las masas en la formulación y realización de ejemplos concretos de solidaridad social; que promueve en el individuo acciones espontáneas cuya audacia resulta en hechos trascendentes; que emerge de las entrañas mismas del interés colectivo, sin demagogia, cual expresión asimétrica de soberanía: es esa niña legítima llamada ANARQUÍA.
Los individuos de un colectivo se unen espontáneamente por afinidad de convicciones en la auto-distribución de tareas inherentes a la realización de un ideal común; es decir, tienen libertad en todo momento para proponer, organizarse y realizar; y ello sin requerir las directivas de un «alto mando».
Pero no niegan, sin embargo, la posibilidad de un mando, sólo que no tan alto, el cual es probablemente una opción para los individuos en sociedad. Dicen los Derechos Humanos Revolucionarios (donde quiera que el futuro progresista de nuestra especie consiga escribirlos algún día) que los individuos, solos o en masa, regularán de cualquier modo a estos «mandos bajitos» mediante la acción y participación «críticas».
Es también el poder libre de las masas manifestado en acciones no subordinadas a un plan, mas no desprovistas de plan.
Pero no hay prodigio cívico gratuito, divino, por gracia: es necesario dejarse encarnar por los principios defendidos. Lo verosímil, lo verdadero, es intrínseco a la lucha. El revolucionario no empuña una espada, es la espada en manos de una idea.
En las virtudes de mañana, el ciudadano será reconocido por conductas aún hoy desconocidas. Le conviene entonces, para fundar su nueva polis, entregarse desde ya al cultivo deliberado de ciertas contra-mañas.
Habría muchísimas…
Una de ellas, casi banal, sería acostumbrarse a observar un frío desapego por las grandes construcciones físicas, esos mastodontes llamados a veces iglesias, otras ministerios; blindarse resueltamente (así nomás, por principio) contra todo tipo de afectos inspirados por el orden jerárquico que invariablemente florece al interior de todas —sin excepción— las construcciones palaciegas (la arrogante y fastuosa elegancia que ellas ostentan no es para nada ingenua, ni accidental, sino una constante histórica en la inducción social de mansedumbre y consentimiento).
III
No hay excusa válida ni posible para el ocultamiento de la información en un proceso revolucionario: aquellos que la tengan en su poder, por virtud de cualquier investidura que les incumba, están moralmente obligados a compartirla. Ni tácticas, ni pretextos de Estado en medio de coyunturas justifican el bloqueo de los derechos ciudadanos sobre el acceso a la información. Las coyunturas por cierto son eternas, no podría haber peor excusa.
En caso de bloquear la información, ¿no se genera de inmediato un renglón para la crítica? No pueden haber quejas, descalificación, retaliación contra una legítima invitada.
Revolución es ante todo CRÍTICA y nunca habrá razones estratégicas suficientemente buenas que le prohiban este carácter, este gen. Lo propio de ella es manifestar su contenido en forma total, es decir, no sólo hacia afuera, sino también en forma refleja. El día que la revolución olvida vigilarse a sí misma, ponerse a prueba, pasa a ser otra cosa.
IV
Ningún centro de poder, por revolucionario que se tenga, puede atribuirse derechos de inmunidad frente a la crítica. Hacer de ella un uso selectivo es impensable, contrario a su naturaleza. La crítica es un derecho atemporal, inalienable de las masas, y no puede estar regulada desde arriba por preceptos —¿pretextos?— disciplinarios.
V
Disciplina revolucionaria es, ante todo, disciplina crítica. O sea, indisciplina supra-ética, no un ciego acatamiento de directrices. Es inadmisible que los líderes revolucionarios exhorten al ejercicio de la crítica y luego ejecuten sistemáticamente a quienes toman consejo.
No se puede recomendar aquello que luego se penaliza. No obstante, tal contrasentido ocurre en muchas instancias de nuestra civilización, y no precisamente en forma accidental. Se trata de una de las más antiguas técnicas utilizadas por las organizaciones de tipo jerárquico para garantizar el control de los sectores inferiores por parte de los superiores.
Uno de los contextos donde la aplicación de este rodado recurso es más corriente es el militar. Allí guarda plena coherencia con la idea de disciplina que se forman los profesionales de la guerra.
VI
Un rey moribundo revelaba al príncipe —su pronto heredero al trono— que uno de los secretos para mantenerse en el Poder estaba en castigar abiertamente y sin excepción cualquier indicio de insubordinación a la corona; que una dosis constante, incluso aleatoria de punición era altamente recomendada y siempre necesaria a la salud y estabilidad de un reino.
VII
La crítica no siempre vence. Simplemente, de tanto aporrear, a veces también sale aporreada, mas con ello se crece.