El día 12 de noviembre el Poder Ejecutivo de la República Argentina promulgó la ley que instituye al 16 de septiembre como Día Nacional de la Juventud, recordando así a los estudiantes secundarios secuestrados y asesinados en esa fecha de 1976, durante la dictadura cívico-militar.
El 16 de septiembre de 1976 una docena de estudiantes secundarios de la ciudad de La Plata fueron “desaparecidos” por el Estado terrorista en el marco de su militancia política.
La historia suele gustar de improbables paradojas: el 16 de septiembre es (nada más y nada menos) que el día nacional de México. El día en que se conmemora el Grito de Dolores. El día en que el cura Miguel Hidalgo comienza la lucha por la independencia mexicana.
La Argentina moderna tiene una particular y estrecha relación de afecto y agradecimiento por México. No sólo nos une nuestros comunes lazos latinoamericanos, sino que fue generosa tierra de asilo para miles de argentinos en uno de los momentos más trágicos de nuestra historia.
El México de los Lázaro Cárdenas y los Emiliano Zapata recibió en un abrazo fraterno a muchos de los perseguidos por la dictadura genocida argentina.
Es en ese marco que nos resulta imposible no vincular nuestra Noche de los Lápices con esa nueva Noche Triste de Ayotzinapa.
En un mundo donde la extrema violencia, tanto individual como estructural, parece haberse naturalizado al punto de que el papa Francisco se refiriera a la actual coyuntura como una verdadera guerra mundial por goteo, la detención/desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa supera lo imaginable y nos conmueve de dolor y de impotencia.
Esa visceral vinculación entre jóvenes secuestrados por su militancia, el nexo común del 16 de septiembre y hasta consignas como “con vida los llevaron, con vida los queremos” que utilizan sus familiares nos unifican en una firme voluntad de enfrentar al horror.
La alternativa para esta hora de los pueblos es solamente una: o la construcción de derechos o el mundo de la barbarie. Debemos comprender que pensar un mundo estructurado en torno de las definiciones de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo no es sólo apostar a una tríada valorativa políticamente correcta propuesta por las Naciones Unidas, sino que es una decisión imperativa de construcción mundial de futuro.
Sin embargo, el horror nos exige, para poder enfrentarlo, el uso de la razón. Es necesario comprender en profundidad las macro y micropolíticas que permiten la producción de las múltiples “Ayotzinapas”.
Por un lado, el mundo se encuentra inmerso en una coyuntura de reorganización hegemónica, producto de una fase de acumulación y concentración económica basada en el modelo neoliberal, que necesita de mercados globalizados y estados nación debilitados. Esos intereses buscan el disciplinamiento general mediante la construcción de amenazas mundiales. En este caso, la construcción de un “otro diferente”, que justifique las violencias estatales y paraestatales en la común definición de “guerra contra el crimen”.
Paralelamente, este concepto general se aplica necesariamente (en algunos casos con violencia absoluta) contra actores locales que cuestionan / enfrentan a estas nuevas lógicas hegemónicas.
Es con este doble razonamiento que debemos comprender lo ocurrido en el municipio de Iguala, que a nuestro entender va más allá del inconcebible desborde de una autoridad municipal megalómana o del “daño colateral” en una encarnizada batalla de sicarios del narco. Más allá de que ambos actores existan y sean reales, su mera presencia no da cuenta en profundidad de lo sucedido. Para ello, es necesario comprender políticamente al Proyecto Normalista de Ayotzinapa.
La Escuela Normal Rural de Ayotzinapa (su nombre oficial es Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos) fue creada en 1926 por Lázaro Cárdenas como parte de una de las políticas públicas centrales de la Revolución Mexicana: la creación de escuelas normales que formaran profesores rurales para la educación de las masas campesinas. Históricamente, estos proyectos han sido hostigados tanto desde la represión como desde el desfinanciamiento. La respuesta de los normalistas ha sido el desarrollo de un modelo de educación popular, autogestionado, horizontal y autosustentable. Ello los llevó no sólo a una activa práctica política con los sectores más desprotegidos, sino que los obligó también a creativos métodos de obtención de recursos, tales como la siembra, cosecha y cría de animales para su autofinanciación.
Vaya como ejemplo que el 12 de diciembre de 2011, cuando los normalistas se movilizaban por sus protestas cortando la famosa Autopista del Sol, fueron reprimidos por la policía con un saldo de tres estudiantes muertos y numerosos heridos.
Esta es la práctica social que realizan los estudiantes normalistas. Esta es la práctica represiva que utilizan contra ellos los constructores de la barbarie neohegemónica. Este es el marco político que debemos comprender quienes consideremos nuestro deber enfrentar estos problemas en nuestros propios escenarios.
Las culturas mexicas consideraban la sangre el alimento de los dioses. Las deidades, cansadas por la construcción de mundo, permitían la aparición de la noche y necesitaban recuperar fuerzas para producir un nuevo día. Ayotzinapa es el momento más oscuro de la oscuridad. Que sus vidas y su ejemplo nos sirvan de guía para encontrar una nueva salida del sol.
Martín Fresneda. Secretario de Derechos Humanos de la Nación.