Una mirada desde la Psicología
Marcelo Colussi
Mi mamá me regaló cuando tenía cinco años; la familia que me crió me pegaba con un alambre.»
Pablo
Doce años después de esa «adopción»:
«Pablo, ¿cuándo fue tu última relación sexual? Ayer; con la mara nos violamos una indita.»
«El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la inversión para el desarrollo de sus niños y niñas.»
UNICEF
I
En nuestro mundo actual, donde se produce aproximadamente un 40% más de los alimentos necesarios para nutrir a toda la Humanidad, cada día 34.000 niños mueren de hambre. Pero muchísimos más, aunque con dificultades, sobreviven; claro que, a veces, a un alto costo: muchos deben trabajar a una corta edad -se calcula en más de 600 millones en todo el globo la cantidad de menores trabajadores, muchos de ellos sin percibir salario-. (Ante cosas así es que cabe cuestionarse cómo es aquello del «trabajo, esencia probatoria del Ser Humano». ¿Será cierto?). Inclúyase ahí la prostitución infantil, que nos obliga a repensar si eso es un trabajo. Pero todavía estamos hablando de niños que viven bajo un techo; más grave es aún la situación para los 150 millones que viven en las calles de las grandes urbes.
«Los niños primero» suele escucharse. Muy literalmente se entendió esto en la prefabricada guerra de Irán e Irak, entre 1980 y 1988, donde los párvulos iban al frente para detectar las minas enemigas, pisándolas. Pero no: los niños primero no en ese sentido sino como esperanza de algo mejor. Porque a todas luces lo actual puede -¡y debe!- ser mejor (un perrito hogareño del Norte come más carne roja que un habitante del Tercer Mundo…..; uno de los negocios en mayor expansión es la pornografía infantil). ¿La Humanidad se volvió loca, o eso somos?
Menores hambrientos, explotados, marginados; niños víctimas cuando deberían ser privilegiados; niños que mendigan, que no juegan, que no sueñan; chicos que estorban, que sobran, niños-soldados, niños que tienen ya -apenas iniciada su vida- trazado un negro destino. Sin dudas debemos mejorar mucho todavía el cuidado de los menores. Aunque legalmente se supone que todo menor está protegido por derechos constitucionales en cualquier parte del mundo, siguiendo convenciones internacionales que así lo estipulan, la cruda realidad enseña que no son pocos los lugares donde un niño trabaja, no termina su educación académica, padece enfermedades previsibles o se cría en contextos de extrema violencia.
¿Qué significa «menores en riesgo»? Es este un concepto amplio, más descriptivo que operativo; suele hablarse también de «circunstancias especialmente difíciles». Caen en esta categoría desde niños que viven en zonas de guerra a los hijos de familias disfuncionales (padres alcohólicos o tóxicodependientes, por ejemplo), desde menores de barrios marginales de las grandes ciudades o que se salieron de sus hogares y viven en las calles a huérfanos por los más diversos motivo. Está claro que cualquiera de estas vicisitudes -todas ellas difíciles de sobrellevar por su naturaleza traumatizante- coloca a un ser en formación ante un alto riesgo de afectar su normal desarrollo. A veces se pueden prevenir, y evitar, las circunstancias desfavorables; otras veces, aunque no evitarlas, disminuir los riesgos de su carácter nocivo. Hay ocasiones en que sólo se podrá trabajar una vez consumando algún daño. Estamos, entonces, ante distintos niveles de un mismo e intrincado problema.
La Psicología Clínica es un instrumento definitivamente válido, pero sólo aplicable cuando ya está en curso un trastorno puntual. Ante muchos de los acuciantes problemas de millones de niños en el mundo son, o deberían ser, otros los medios para actuar. El «riesgo» que generan «circunstancias especialmente difíciles» a tantos infantes hay que abordarlo desde otros campos: lo social, lo político.
¿Por qué mueren de hambre tantos niños? ¿Por qué cantidades tan enormes están condenadas a criarse en los límites de la subsistencia?: poca comida, sin agua potable, escasa o ninguna escuela o atención médica. ¿Por qué un niño puede ser regalado o vendido? ¿Acaso alguien elige trabajar a los 6 años de edad? ¿Alguien elige compartir el escaso pan con una docena de hermanos, o soportar los castigos de un padre alcoholizado? No son los niños quienes deciden la guerra.
La estructura económico-social que presenta el mundo beneficia a unos pocos y condena a los más. Esta tendencia se acentúa (uno de cada dos nacimientos se da en una zona urbano-precaria del Tercer Mundo). La Psicología poco tiene que hacer al respecto. Para la lógica dominante la mejor alternativa a la pobreza es detener la proliferación de más bocas que alimentar (¿léase más pobres?). De ahí la insistencia en campañas de contracepción, no precisamente con un ánimo reivindicativo para la mujer. Si ahora a eso se le llama «planificación familiar»-nombre políticamente más correcto- no deja de tener en sus orígenes la idea de «control de la natalidad», pergeñada por los centros de poder del Norte.
El riesgo que corren millones de pequeños (hay 3 nacimientos por segundo) es sencillamente nacer pobres, nacer marginados; en definitiva: nacer. La única prevención posible para que ese alumbramiento no agregue una cifra más a las estadísticas de menores en condiciones de alta vulnerabilidad no es evitarlo, sino evitar que siga habiendo pobreza. Tal vez todo el mundo sabe que, retomando nuestro segundo epígrafe, la situación de la Humanidad no mejorará mientras no se potencie al máximo el cuidado y preparación de los niños; creo que cada vez va siendo más palmariamente notorio que la riqueza de las naciones es su gente. Pero, aunque se sepa ¿qué impide que se actúe en consecuencia? ¿Por qué, más allá de pomposas declaraciones, la situación no mejora?
II
Tenemos aquí un primer nivel de acción: trabajar en la estructura económico-social que, por sí, es ya riesgosa para muchos. Trabajo político, sin dudas. Quizá la Psicología, tal vez no la práctica clínica sino su dimensión colectiva, tenga algo que aportar. Al menos si se piensa que hay quienes, desde las actuales condiciones, apelan a ella para perpetuar el estado de cosas. «En la sociedad moderna el rumbo lo marca la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caen fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotan de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y manejar la razón» (Z. Brzezinski, asesor presidencial de Carter y mentor de los Documentos de Santa Fe). Aunque duela, eso también es una forma de Psicología; no precisamente la que buscamos, pero sin dudas esa forma de encarar esta ciencia existe, y por cierto da resultados.
Ahora bien: no sólo constituye un riesgo para millones de chiquitos su status material; también lo es la dimensión cultural, los valores y creencias en que se crían. El machismo, la discriminación étnica, la intolerancia, el verticalismo, la negligencia paterna, la impunidad y la corrupción, la cultura de la violencia en su sentido más amplio son otras tantas formas de sembrar problemas en los futuros adultos, por tanto de cosechar problemas en el tejido social.
Son pocos los lugares donde realmente es tenida en cuenta la palabra de un menor, donde alguien puede ir preso por golpear a un niño. Los derechos infantiles no son, de momento, una realidad inamovible; son aspiraciones. La consigna de: «el que manda, manda, y si se equivoca vuelve a mandar» (de algún militar latinoamericano) ocupa aún un lugar de privilegio en la cosmovisión de mucha gente en muchos sitios. Modificar muchos patrones adoptados como normales y que no son objeto de cuestionamiento (que «los pantalones los llevan los varones», que «los homosexuales son despreciables», que «a los…… hay que matarlos a todos» -y ahí llénese el espacio en blanco con lo que se desee: negros, judíos, musulmanes, comunistas, drogadictos o vagabundos- que «a golpes se hacen los hombres») puede ser un poderoso factor protectivo y promover bienestar. La Salud Mental de una comunidad no es la falta de conflictos a su interior sino su madurez para afrontarlos y tratarlos. Quizá no «resolverlos», como pretende cierta tendencia funcionalista, pero sí procesarlos: poder no matar a nadie por negro, judío, comunista o lo que fuere sino tolerar y respetar las diferencias. Y también tomarse en serio aquello de los derechos de la niñez; o considerar la discriminación femenina no como un problema sólo de las mujeres sino de todos, o tener la valentía como para afrontar tabúes.
Sin dudas es un importante elemento para reducir los riesgos de la marginación (y posterior condena) de cualquier minoría el promover una actitud tolerante (no digamos ya solidaria): reconocer que no hay «escoria» social sino que una sociedad «produce» sus marginales, que todos tenemos que ver con ese asunto. ¿Quién decide lo que sobra? ¿Pero acaso «sobra» alguien?
Como siempre en cualquier orden el eslabón más débil es el primero en cortarse. Cuando hay pocos recursos económicos, cuando se vive al borde de la subsistencia, la vida no vale nada y no existe proyecto de futuro, ese eslabón lo ocupan casi indefectiblemente los niños. En los sectores más sumergidos los primeros en recibir los golpes -en todo sentido- son los menores. Y ser marginado dentro de la marginación no da muy buen pronóstico.
Seguramente el grupo en más alto riesgo psicosocial que pueda encontrarse son los niños que, por distintos motivos, dejaron su hogar de origen y viven en la calle. Ahí el riesgo es casi absoluto: riesgo de morir (en Río de Janeiro, Brasil, los escuadrones de la muerte «limpian» cinco cada día), de tornarse drogadicto, delincuente, prostituirse. Y en general el riesgo de todo esto se materializa.
III
¿Puede la Psicología hacer algo al respecto? Como práctica profesional está lejos de actuar sobre los cimientos sociales que producen desigualdad y exclusión. Pero puede ser un importante instrumento para la prevención de prejuicios estigmatizantes, de más violencia. Por otro lado, cuando las condiciones de vida sirven para producir daño en la subjetividad de alguien, cuando asistimos a conductas erráticas o en cortocircuito con lo esperado, a partir de lo que se genera malestar, es momento de intervenir clínicamente.
Un menor criado en contextos desfavorables y donde el peligro de que suceda algo no deseado, traumatizante, desgraciado, ya dio lugar a un problema de disfuncionalidad (porque delinque, o se droga, o es madre soltera, o se callejizó, o porque presenta síntomas psicológicos diversos: desadaptación, mal rendimiento académico, inhibiciones varias) necesita un abordaje clínico. ¿Es un enfermo acaso?, ¿se reconoce él como tal? Lo significativo es que, en general, estos niños no demandan explícitamente tratamiento psicológico, ni sus familias. Tal vez ahí está el meollo: nadie demanda por ellos. ¿Cómo pensar en un sano desarrollo si no hay Otro que vele por el pequeño ser en formación? Puede haber ser humano normal en tanto hay otro (función simbólica de la familia, transmisión de la Cultura, de la Ley). Como dijo Bertolt Brecht: «sólo no eres nadie, es preciso que otro te nombre».
Todo ser en formación que atraviesa experiencias traumáticas (sea conflicto armado, pobreza extrema, violencia familiar, abuso sexual) presenta secuelas psicológicas asociadas. Las posibilidades de recuperación están en estrecha relación con la estructura profunda y la historia previa. La guerra, una catástrofe natural o un accidente importante dejan marcas, a veces indelebles. Pero hay -la experiencia clínica lo confirma- muchas y buenas posibilidades de superación. Esas agresiones vienen, por así decirlo, totalmente de por fuera de la historia del sujeto. Impactan, con mayor o menor fuerza, sobre una estructura psicológica ya de alguna manera preformada. Eso es lo que hace que puedan ser medianamente absorbidas. Distinto es el caso de agresiones a al integridad subjetiva de un pequeño ser dadas no por aquel tipo de cataclismos externos sino por condiciones estructurales.
Un Ser Humano, para conformarse como tal, necesita de un complejo y arduo proceso de humanización. Un nacimiento, en su dimensión puramente biológica, no asegura por sí mismo el futuro de la criatura llegada al mundo en orden a una posición social, una identidad sexual, una aceptación de su entorno. Todo esto implica un recorrido; al final del mismo puede encontrarse, quizá, la normalidad (que es siempre relativa, coyuntural, histórica). Devenir un ser adaptado, uno más de la serie, es algo que se mediatiza a través de la incorporación de la Ley. La Ley como principio ordenador que pone límites y permite la vida social. Eso se juega siempre en una dinámica intersubjetiva que, hoy por hoy y en nuestra Cultura -ni la única ni la mejor- asume la forma de la actual familia exo y monogámica, pater familias a la cabeza. ¿Qué pasa cuando ello falla? Ahí la agresión a la subjetividad tiene un carácter estructurante. Si falla el modo de ingreso a la dimensión de la Ley, si eso no se efectúa como proceso «natural» en el seno de una pareja parental, si la realidad de un pequeño es solamente violencia física, carencia afectiva y ausencia de transmisión de normas (todo lo cual sucede cada vez más frecuentemente en muchos sectores sociales: los más postergados, los excluidos) las consecuencias psicológicas pueden ser fatales: nos encontramos con menores desintegrados de la red social, con todo lo que ello conlleva.
Las políticas neoliberales en curso producen cada vez más exclusión. En todas las grandes ciudades crecen vertiginosamente sus cinturones periféricos (los sin-tierra del área rural deslumbrados por la megápolis). Crece también en forma alarmante la delincuencia juvenil, los niños de la calle (en general son las zona urbano-precarias las productoras de estos fenómenos). La marginación, cruda realidad de nuestros días, aumenta. Los que no están integrados a la normalidad, a la lógica dominante, los que «sobran» son cada vez más. ¿Puede alguien sobrar? Técnicos en economía llegan a hablar de «poblaciones excedentes». Estar de más es estar por fuera de la Ley, de la norma social. Los barrios marginales están al margen de la Ley (se habla de «asentamientos irregulares»). El riesgo que corren los que allí se crían es quedar al margen de la Ley, en todo sentido; la psicología de un «sobrante» se moldea en relación a ello. Pero, realmente ¿puede alguien «sobrar», o es eso una patética y perversa construcción social hecha desde asimetrías injustas? ¿En nombre de qué ejercicio de poder alguien puede arrogarse el derecho de decidir quién sobra?
Un niño crecido en esas circunstancias, donde lo posible es, con suerte, la pura subsistencia, donde la violencia de los hechos tiene el fragor de una guerra pero con la diferencia de ser no un acontecimiento extraordinario sino lo cotidiano, ha de manifestar dolorosamente todo lo recibido. Si su condición humana es transgredida día tras día, luego será transgresor.
Nuestra experiencia nos confronta con menores que, crecidos la margen de todo (buena alimentación, familia integrada y funcional, respeto, escolarización, atención médica, afecto) tienen severas dificultades para salirse de su situación de marginales. Son niños expulsados; expulsados de todo: de sus hogares, de la dinámica intersubjetiva de sus familias, de las normas sociales. ¿Niños que «sobran» en sus casas? ¿Niños que «sobran» en poblaciones que «sobran»? Si alguien se siente «de sobra» («mi mamá me regaló cuando tenía cinco años»), ¿cómo y por qué habría de apegarse a la Ley? La creciente violencia delincuencial de las sociedades latinoamericanas no es sino una expresión de sociedades tremendamente violentas, que violentan a cada instante a las grandes mayorías, hambreándolas, segregándolas, reprimiéndolas cuando intentan levantar la voz.
Con una intervención clínica pueden comenzar, a veces, no todos, a construir una historia nueva. ¿Qué cosa autoriza entonces un acercamiento terapéutico si no hay un pedido expreso al respecto? Tengamos en cuenta, además, que no nos referimos a una aproximación psiquiátrico-forense para «certificar» la «locura» o «desadaptación» de alguien legalizando, desde una pretendida asepsia técnica, su reclusión en un manicomio o en un reformatorio. ¿Por qué, pues, psicología clínica para estos niños víctimas de historias tan abrumadoras, de abuso, violencia, miseria, humillación? Simplemente porque lo necesitan, aunque no puedan decirlo. Nadie dudaría que un desnutrido o un lisiado necesiten una intervención médica. De lo que se trata es de brindar las condiciones necesarias para que esas historias puedan ser puestas en palabras. He ahí el arte de la Psicología Clínica: propiciar la expresión, invitar -y conseguir- que alguien pueda preguntarse acerca de sí, pueda hacerse cargo de su propia historia.
IV
Las instituciones que trabajan con menores en situación de alto riesgo, sean estatales o fundaciones no gubernamentales (obviamente no las hay privadas porque este no es un rubro rentable), con diversas propuestas en su accionar: punitivas (los centros de reorientación públicos) o humanitario-caritativas (en general todas las organizaciones no gubernamentales) no destinan mayores esfuerzos a la intervención clínica. Desde ya -y sería tonto creer lo contrario- los abordajes psicoterapéuticos no son per se la solución para este grupo de población. Pero seguramente (¿por prejuicio, por desconocimiento?) no se los explota todo lo que se podría. Apelar a la buena conciencia, al sermón, al amor incondicional, al saber oficial que indica el camino correcto, pareciera no resolver mayormente los problemas acumulados. Tal vez, y creemos que vale la pena el intento, combinando todo esto con un mayor énfasis en la Psicología Clínica se podría permitir que, quizá, un niño o joven víctima de cualquiera de estas desgarradoras historias (valga como acabada síntesis el primer epígrafe) pueda encontrar nuevos rumbos a sus pesares. Hablar de los propios problemas -y eso se hace en un ámbito de privacidad, donde pueden aparecer las preguntas psicológicas acerca de uno mismo- nunca es malo.
Trabajemos para que no haya injusticia, pobres en el límite de la subsistencia, guerras, tráfico de drogas, niños abandonados; pero si, pese a nuestro empeño, sigue habiendo de todo esto, la Psicología como práctica social (dejemos ahora la discusión en torno a su estatuto epistemológico) puede hacer mucho para remediar sus efectos perniciosos. ¿Por qué pedirle más a un ejercicio profesional? Creo que no son necesarios psicólogos para enseñar que el futuro son los niños.
Por otro lado, y esto es definitorio, debe quedar muy claro que contribuir a arreglar subjetividades es una cosa, importantísima sin dudas, pero que no pasa de eso: una ayuda individual, micro. Los problemas macro no se pueden resolver desde abordajes personales, subjetivos: son temas colectivos, que tocan a toda una sociedad. Los menores abandonados, en riesgo, hambreados, faltos de educación, golpeados, transformados en soldados o en objeto sexual, son problemas políticos, públicos, sociales. Por tanto, las soluciones a todo ello también deben ser políticas. Pero no en tanto acciones técnicas de «profesionales» de la política, sino como preocupaciones de todos nosotros por igual como miembros de una comunidad que nos pertenece por igual a todos.
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