Modesto Emilio Guerrero
En la última década, América latina registró un ciclo de violencia urbana, o delincuencia, sin parangón con cualquier otra década de los últimos 100 años, con efectos de muerte, daño social, sólo hallables en momentos previos a una revolución o posteriores a una guerra, cuando toda la estructura de convivencia humana se quiebra y la masa de pobres queda al borde de la sobrevivencia.
En el breve lapso de cuatro años, la región contabilizó una tasa anual de homicidios del 23,5% sobre una base de 100.000 habitantes. El total cuantificado de muertes por violencia urbana es de 139.256 personas cada año.
Si midiéramos esta información por el drama humano de las familias que padecieron esas pérdidas terribles, debería constituir una seria cuestión de Estado, como los actuales conflictos sangrientos en Ucrania y Palestina. Sin embargo, al revés del impacto de la guerra, la delincuencia se ha instalado como un dato cotidiano en la sociedad contemporánea: casi no se diferencia de los datos del clima del día, el tránsito, la inflación o el último divorcio de alguna botinera.
Sus causas están mucho más allá de lo que se conoce como “inseguridad” o “delincuencia” y su solución radical supera lo policial, el nivel de miseria o la función represiva del Estado. De hecho, como en los siglos pre republicanos, el Estado ha sido desplazado como actor de la represión. “Cien años después, el Estado ha perdido el monopolio de la violencia y el capitalismo es mucho más complejo. Por eso la pregunta que nos hacemos ahora es la siguiente: ¿existe una relación entre la desmonopolización de la fuerza y las transformaciones del capitalismo?”, reflexiona Esteban Rodríguez Alzueta, investigador de las universidades de La Plata y Quilmes en una de las dos fuentes que usamos para este artículo.
Durante la última década, los servicios de seguridad privada, con más de 3 millones de “agentes”, superaron en nuestro continente a las policías del Estado, un mercado, que junto al de los gimnasios para formar los cuerpos, también se potenció en Irak tras las guerras de 1991 y 2002. Uno de los productos de exportación del Estado militarista de Israel son los cuerpos de seguridad privada. Sólo en la Argentina ha instalado 17 agencias y empresas de ese tipo, en los últimos 17 años, apenas un dispositivo en el nuevo sistema de exclusión social de los countries.
América central tiene el porcentaje más alto de delincuencia (26,5%), América del Sur, el 22%, y la zona insular del Caribe cuenta con la menor tasa de violencia urbana y muertes violentas con sólo el 19,5%.
Si alargamos el plazo a un poco más del doble, 2003 a 2012, esa tasa de muertes violentas se multiplica en todas sus formas, alcanzando un crecimiento del 99% en Centroamérica y del 42% en la sociedad venezolana.
Sobre el tema se ha publicado mucho, pero suelen desviarse por dos pendientes. Una, ve la violencia urbana como un “defecto social” originado sólo en la pobreza/miseria, cuando ésta se convierte en crónica. La otra prefiere echarle la culpa al Estado acusándolo de no ser suficientemente Estado represor.
Aunque ambos hechos existen, la delincuencia se ha vuelto un fenómeno complejo en dos dimensiones desconocidas. La primera es que se hizo global, en una mímesis de la globalización del capital y las finanzas, sus instituciones, medios periodísticos y sistema de valores de convivencia y regulación; la segunda, es que la delincuencia se volvió sistémica, ahora es parte de las entrañas del cuerpo del capitalismo.
Entre el dato y el concepto.
Un libro reciente y un informe estadístico aterrador se dieron la mano para relatar el nuevo dilema de la delincuencia urbana en América latina.
Un equipo de investigadores de la Universidad Di Tella cruzó información de tres fuentes serias que verifican la escala de ese drama: una es la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), que a pesar de basar sus informes en las entidades policiales y en los Ministerios de Justicia de los países, provee una masa de datos suficientemente aproximada a la realidad como para asomarse al problema. La otra fuente es la Organización Panamericana de la Salud (OPS), cuyas oficinas recolectan datos de mortalidad en cada país, discriminados como “muertes violentas” y “no violentas”, situándolas en sus causas, edad y el sexo de las víctimas.
La tercera fuente usada por los investigadores es la encuesta Barómetro de las Américas, coordinada por la Universidad de Vanderbilt en 24 países de la región latinoamericana, con preguntas indicativas sobre victimización, los estados de opinión sobre la seguridad, el sistema de justicia y la apreciación que se tiene sobre los cuerpos policiales.
Desde un abordaje conceptual crítico, 19 estudiosos latinoamericanos y estadounidenses analizaron el mismo fenómeno desde diversas disciplinas, algunas de ellas basadas en el conocimiento que provee la militancia en barrios o cárceles, en un libro producido en Buenos Aires a finales de junio de este año. Con el título Tiempos violentos: barbarie y decadencia civilizatoria (Herramienta Ediciones), acopló un cuerpo de exploraciones de este drama contemporáneo, cuyo postulado teórico está contenido en la frase que acompaña al título: “Barbarie y decadencia civilizatoria”.
Ambos trabajos se complementan a pesar de sus enfoques ideológicos e intereses sociales opuestos. El primero le sirve de confirmación empírica al segundo. Pero se distancian en un ángulo central: la estadística no explica nada ni tiene utilidad para conocer las causas del fenómeno y menos para pensar en la solución.
Dos casos lo demuestran, usando para ello las mismas fuentes. Uno es Venezuela. El período 2003 a 2012, cuando más creció la delincuencia en este país (42%), es exactamente el mismo en que más aumentó el nivel de vida, medido por consumo de bienes y servicios, y un nuevo estado de confort de la población pobre y la clase media. Lo mismo vale para Brasil.
En el caso colombiano, los datos recopilados por la Universidad de Vanderbilt dicen que la delincuencia urbana cayó en 35% durante ese mismo período, pero no aporta una explicación para tan sospechoso resultado. No hay misterio alguno. En esos nueve años el Estado colombiano implantó un control policial, militar y paramilitar sólo comparable con el de una dictadura. Uribe y Santos usaron la guerra a muerte contra las FARC y el ELN para imponer un terror de Estado que espantó hasta la delincuencia.
Ante nuestros ojos hubo un genocidio políticamente programado y la mayoría de los gobiernos callaron. De las 284.000 víctimas de Estado, el gobierno de Santos se atrevió a reconocer 220.000 en el Informe “¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad” (2013). Con métodos similares, las dictaduras del Cono Sur y Centroamérica redujeron la delincuencia en décadas pasadas. No por casualidad, algunos sectores de las clases medias de la Argentina y Uruguay añoran aquellos regímenes militares cada vez que brota un pico de delitos.
La muerte como noticia.
Sociedades como la mexicana, la colombiana y pueblos enteros del istmo centroamericano se han convertido en campos de la muerte. Sólo en México se han registrado más de 200 mil víctimas de la violencia no política, en un corredor que arranca en Honduras y continúa al otro lado de la frontera de Estados Unidos. Obama está invirtiendo ese corredor con la expulsión de decenas de miles de niños y adolescentes centroamericanos.
Las profundas raíces de este tipo de violencia social, no asociada a revoluciones, golpes militares y guerra, formó subculturas y sedimentos conducta sociales en varios países, tan intensos y estables, que alimentan una cinematografía, un periodismo y un cancionero popular basados en la delincuencia. Expresiones como el bolero, la salsa y el tango fueron superados como relatos de culturas urbanas emergentes, de la misma manera que acontecimientos políticos y la ilusión amorosa ya no son las principales fuentes inspiradoras del cine, la televisión, el periodismo y el cancionero urbano. Series televisadas norteamericanas como ID, Escena del crimen, FX, o argentinas, como Calles violentas y muchas otras en otros paísis, retratan una marcada tendencia a la barbarie civilizatoria del capitalismo del siglo XXI. Esa es una novedad cultural, reflejo de una decadencia civilizatoria en los marcos del sistema del capital.
Según la revista especializada Ultracine, de cada 10 films realizados en estudios de EE.UU., cuatro tienen como tema base la violencia urbana no política. Junto con los policiales y los libretos sobre casos de asesinatos. Ese femómeno se verifica desde la década de los años ’50 en adelante. En Venezuela, Brasil, Perú y México, las producciones fílmicas locales más taquilleras, en muchos casos de buena calidad artística, tienen a la delincuencia como su argumento. Algunas muestras dan cuenta de este asunto: en México el film Dias de Gracias, en Colombia La Virgen de los sicarios, en Brasil Tropa de élite, en Venezuela Pelo Malo y en Argentina De mayor quiero ser soldado.
Éxitos masivos de teleaudiencia a escala regional como El patrón del mal, con 111 capítulos de un asesino masivo convertido en antihéroe popular y protagonista social, y El señor de los cielos, entre otras tiras del continente, son signos reveladores de esta fisura histórica.
Las generaciones moldeadas por la televisión abierta o por el cable se acostumbraron al espanto humano de noticieros basados en el saldo de muerte y heridos arrojados por el raid delictivo del día. Como si la comlleja sociedad humana, sea local, o a esacala internaciolnal, no produjera otros sucesos que merezcan ser noticia o información perentoria.
De hecho, durante las últimas décadas, las guerras, las revoluciones y otros acontecimientos políticos fueron desplazados de la imagen y el relato del cine, la radio y de la televisión. Si no ha logrado instalarse en la literatura, salvo en algunas novelas, es por la baja densidad reproductiva que tiene el mundo editorial como segmento del capital.
Para el investigador militante Esteban Rodríguez Alzueta, uno de los autores del libro Tiempos violentos, estos desplazamientos en la esfera del consumo cultural y el entretenimiento derivan de otros desplazamientos en el sistema metabólico del capitalismo internacional de los últimos tiempos. Uno de ellos es el que impuso el mundo financiero: “El capitalismo ya no se valoriza centralmente en la apropiación de la fuerza de trabajo material en el interior de las fábricas, sino en la velocidad de rotación del dinero, en las apuestas oportunas sobre los activos empresariales en los mercados bursátiles y en el trabajo inmaterial o intelectual en el interior de la sociedad (pág. 27)”.
Explica este autor que “más aún, se valoriza optimizando sus costos laborales a través de la expansión de los mercados informales que pendulan entre la legalidad y la ilegalidad, y en el desarrollo de los mercados ilegales”.
Pero advierte que eso no significa que estemos ante dos “mundos paralelos”. No. En realidad, la novedad es su relación orgánica, necesaria al funcionamiento de la circulación de los capitales y su reproducción: “Los mercados formales necesitan tanto de los mercados informales como de los mercados ilegales. Es decir, no basta la ley. Se necesita el crimen”.
Los fondos buitre, del mismo modo que el sistema internacional de deudas y los juicios en el Ciadi, simbolizan ese mundo delincuencial grotesco que rige como norma en el sistema mundial de Estados.
El funcionamiento del sistema del capital, y su situación civilizatoria actual, es cada vez más delictual, rompiendo sus propias normas tradicionales de reproducción económica, institucional, social y cultural. La penetración de este mecanismo y señales de conducta en las capas económicas y etarias frágiles, especialmente en las adolescentes y juveniles, rompe el proceso de identidad estable en la psiquis, en la conducta grupal en la familia, la escuela y el barrio, al mismo tiempo que les ofrece un “mercado laboral” de rápido acceso y ascenso (la droga, narcotráfico y el robo) asociado a la capacidad de ocio, el placer del entretenimiento y el uso del tiempo libre.
Edgardo Logiudice, coautor de la misma obra, se adentra en las fibras intangibles de este drama social en el capítulo “Violencia. Alienación y desposesión”. Algunas reflexiones y conjeturas: “Son las formas de apropiación del tiempo libre en ilusoria comunión”, que en buena medida se vehiculizan mediante la publicidad que totaliza las 24 horas de vida de una ciudad. “Los videojuegos educan. Generan creencias irreflexivas, no sólo consumistas. También violentas.”
Así nació, recuerda el autor, la generación llamada touch, de 6 a 14 años, que se traga la publicidad de los bancos y empresas multinacionales de marcas y adminículos electrónicos. Cita el caso del gigante financiero HSBC, penado en la Justicia norteamericana con 1920 millones de dólares, por haber inducido y facilitado la transferencia de narcotraficantes de México mediante sus pautas publicitarias en el sitio educativo Aula 365 (Tiempos violentos, pág. 172).
Barbarie civilizatoria.
Esta trama de operaciones de reproducción del capital contemporáneo explica varios fenómenos de la delincuencia urbana, como el crecimiento del femicidio y las violaciones, que según el Barómetro de las Américas, se duplicaron en los últimos diez años. De acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas para el Desarrollo, Undoc, citada en el informe estadístico usado para este trabajo, la tasa de violaciones escaló al 16,4% sobre cada 100 mil habitantes, lo que representa unas 87.589 mujeres abusadas, violadas con tendencia creciente al asesinato. La misma fuente alerta sobre lo que sabe cualquier vecino: “Es de señalar que habría tasas notablemente más altas de violación…” (U. Di Tella, 2014, pág. 9). Sólo algunas guerras, como la de Serbia contra Sarajevo, muestran resultados similares.
Los autores del texto definen a esta tendencia social como “barbarie y decadencia civilizatoria”, siguiendo los postulados de Itzvan Mészáros, David Harvey y otros teóricos marxistas.
El mismo fenómeno da cuenta del uso exponencial de armas de fuego en el delito, convertido en la causa de la principal angustia social en la región latinoamericana. El 36% de la variación de los homicidios nuevos está asociado al uso de armas de fuego en los robos, hurtos y secuestros, según la encuesta Barómetro de las Américas, que lleva adelante cada año la Universidad de Vanderbilt.
Mientras el 14% del total de la población latinoamericana fue víctima de algún robo, representando el delito más usado, el 4,9% del mismo total fue asaltada y robada con armas de fuego. Venezuela y Uruguay encabezan la lista de robos. El primer país con el 17,1%, el segundo con un 18,9%, pero en el uso de armas Venezuela supera en más de tres veces a Uruguay: 9,7% sobre 2,3% de casos en los que se usaron armas para robar a las personas. La raíz profunda del negocio de las armas en el mercado de la violencia urbana atenuó hasta la opacidad, en 2012, la campaña nacional del gobierno bolivariano para cambiar armas de fuego por algún premio material.
Sobre este aspecto crucial de la nueva violencia urbana, los estudiosos Peter McLaren, Lilia D. Monzo y Arturo Rodríguez sostienen en Tiempos violentos que es falso “el concepto de que las armas preservan la democracia”.
Las continuas matanzas sobre las que se fundan las repúblicas burguesas de la civilización del capital lo demuestran. “El control de fronteras es un buen ejemplo: se introducen ilegalmente las armas desde EE.UU. hasta México, en lo que se conoce como ‘río de acero’, las cuales abastecen el proyecto homicida del narcotráfico que aterroriza al pueblo y destruye comunidades… Los ciudadanos norteamericanos, cuyas propias comunidades de color se parecen a veces a estas zonas de conflicto, son empujados a creer que nuestro rol ‘benevolente’ es hacer la guerra contra las drogas y construir sistemas de protección contra invasores considerados inhumanos, sosteniendo e intensificando el intenso racismo que se desarrolló al servicio de la acumulación del capital desde los tiempos coloniales”.
Con una lógica económica tan perversa como la razón de ser del capital, o sea, su tasa de ganancia, el negocio mundial de producción y circulación de armas nutre de muertes y heridos las guerras y la delincuencia urbana, creando al mismo tiempo un mercado expansivo que demanda más armas. “Los medios masivos crean espectáculos horrorosos a partir de actos aislados como los atentados del 9/11 y la masacre de Sandy Hook, alimentándolos continuamente con eventos de e imágenes de dolor y sufrimiento usados para mantenernos atemorizados y vendernos más armas, aunque el peaje que se cobra la muerte año tras año por la violencia con armas supera ampliamente la cantidad de muertes que resultaron del 9/11” (Tiempos violentos, pág. 221).
El delito como recurso político.
En algunos países, la delincuencia se ha vuelto un recurso privilegiado de la política. Donde hay gobiernos de izquierda o de los llamados progresistas, la oposición más derechista se calla la boca cuando la tasa de delincuencia es baja, como ocurre con Bolivia y Ecuador. Cuba, con la más baja tasa de crímenes en la región, sólo seguida por Chile, no ha recibido ninguna felicitación por ese récord. También hacen lo contrario: convierten en escándalo diario de sus noticieros cuando la tasa de homicidios tiende a crecer, como en los casos de Argentina y Uruguay, o es alta, como en Brasil y Venezuela.
En estos últimos casos usa su prensa para crear estados de sensación de miedo y paranoia que superan la realidad. La televisión comercial de Argentina se destaca por el uso del delito como arma de oposición política y de creación de niveles de teleaudiencia que garanticen una alta facturación. En ese punto compite con el sistema televisivo de México. Una encuesta podría testimoniar este grado de degeneración en un sistema de comunicación audiovisual multimillonario, que aprovecha la ausencia de alguna legislación regulatoria que proteja franjas etarias infantiles, adolescentes y juveniles, como recomiendan especialistas en pedagogía y psicología y la propia Unesco.
También es cierto que a los gobiernos les cuesta reconocer este drama, o peor, lo ocultan irresponsablemente, suponiendo que la sociedad puede convivir con la muerte, con la misma capacidad que soporta la inflación o el caos del tránsito en las ciudades. La muerte es un límite, la delincuencia es uno de sus principales vectores en el continente, a falta de guerras o hecatombes naturales.