Los publicistas de la corporación suiza Syngenta estaban inspirados en 2003 cuando bautizaron al Cono Sur americano (Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay) como la “República Unida de la Soja”. En esta “república” hay más de 46 millones de hectáreas de monocultivos de soja transgénica, fumigadas con 600 millones de litros de glifosato y responsables en gran medida de una deforestación anual de 500.000 hectáreas en la última década, según estimaciones de la organización no gubernamental GRAIN.
La expansión de la biotecnología agrícola privada en América del Sur se da de la mano de gobiernos catalogados como progresistas, y aviva un debate entre quienes la ven como un avance científico y económico y quienes resaltan sus daños sociales, ambientales y políticos.
El gran despliegue de las empresas mundiales del sector comenzó en 2003 y se reafirmó en 2012, cuando gran parte de los países del Cono Sur tenían gobiernos formalmente críticos del neoliberalismo y promotores de la injerencia del Estado en aspectos sociales, educativos, sanitarios y económicos.
Pero en las dos potencias agrícolas de la zona, Argentina y Brasil, hay una implantación masiva de cultivos transgénicos, con un alto uso de pesticidas.
Esto se relaciona “con la creencia ciega de sectores progresistas en los avances de la ciencia y la tecnología como proveedores de bienestar y progreso”, dijo a Tierramérica el portavoz de GRAIN Latinoamérica, Carlos Vicente.
“No se cuestiona el poder corporativo que las impulsa, ni se analizan sus impactos socioambientales”, añadió.
Se suma un factor “pragmático”, es decir “la alianza con el agronegocio para mantener la gobernabilidad”, especialmente en Argentina, donde los impuestos a las suculentas “exportaciones de soja son una importante fuente de ingreso para el Estado”, opinó Vicente.
Soja concentrada
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Paradójicamente, esos ingresos solventan en parte “planes sociales con los que se asiste a los expulsados del modelo” del agronegocio, agregó el portavoz de GRAIN, una organización internacional que promueve la seguridad alimentaria mediante la biodiversidad y el control comunitario.
En Argentina, la corporación estadounidense Monsanto controla 86 por ciento del mercado de semillas transgénicas y es la que más ruido genera. Pero otras avanzan con sigilo, como Syngenta, aseguró a Tierramérica el presidente de la Fundación para la Defensa del Ambiente, Raúl Montenegro.
En su opinión, la lucha contra la instalación de una planta para semillas de maíz de Monsanto en Malvinas Argentinas, en la central provincia de Córdoba, llevó a otras transnacionales a mantener un perfil bajo y “omitir lugar de sus futuras localizaciones”.
Vicente incluye en la lista a otras empresas que crean agrupaciones de siembra y controlan millones de hectáreas, como las alemanas Bayer y BASF, la estadounidense Cargill, la suiza Nestlé y Bunge, de raíces argentinas.
Syngenta no atendió la solicitud de entrevista de Tierramérica. Pero sus comunicados son claros.
En la declaración “América Latina punta de lanza del crecimiento de Syngenta”, sobre sus resultados financieros en 2013, la compañía destacó que su facturación de 14.688 millones de dólares fue impulsada por un crecimiento de siete por ciento en esta región y de seis por ciento en Europa, África y Medio Oriente y otro tanto en Asia Pacífico.
En tanto las ventas en América del Norte cayeron dos por ciento.
El buen desempeño en América Latina lo impulsó Brasil, donde “el portafolio de semillas de soja en expansión registró avances significativos con el lanzamiento de nuevas variedades”, destacó Mike Mack, su director ejecutivo mundial.
Los grandes sembradores nacionales de soja, como Gustavo Grobocopatel, del Grupo Los Grobo, defienden esta forma de agronegocio con corporaciones extranjeras de las que se sienten aliados, aseguraron fuentes consultadas por Tierramérica.
La buena marcha de estas empresas es a costa del incremento de problemas sanitarios y ambientales causados por los pesticidas, el desplazamiento de pequeñas producciones y de pueblos originarios y la concentración de la propiedad de la tierra.
Pero estos son solo “efectos colaterales” para los gobiernos de la República Unida de la Soja, dijo Vicente.
Expulsados
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En Argentina, la presidenta Cristina Fernández y sus ministros “repiten hasta el hartazgo que ‘producimos alimentos para 400 millones de personas’ cuando lo que producimos son 55 millones de toneladas de soja forrajera”, agregó.
Enrique Martínez, expresidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial, recordó a Tierramérica los esfuerzos de Monsanto para que se apruebe una ley de semillas, “que valide no solo las patentes de especies, sino el cobro de regalía y la regulación de tenencia de semillas a partir del propio grano cosechado”.
Martínez, coordinador del Instituto para la Producción Popular del Movimiento Evita, consideró que la presión de la opinión pública anticipa que la norma no saldrá adelante.
Para Martínez, Buenos Aires no defiende el modelo agrícola basado en los transgénicos. “Lo que hace es admitir que el mercado funciona en términos automáticos, partiendo del supuesto de que la productividad mejora de modo sistemático y eso beneficia a la comunidad”, afirmó.
Pero esa lógica “no es correcta”, opinó. “No se han hecho los estudios que permitan percibir la apropiación de Monsanto de la mayoría de los beneficios económicos inmediatos, convirtiendo a los agricultores en simples rehenes del esquema”, destacó.
Sin embargo, “la biotecnología no debe ser vituperada” como “la causa de nuestros problemas”, advirtió.
“Esa es una mirada sectaria, reflejo del modelo Monsanto”, dijo. Lo que se necesita es “democratizar el conocimiento, permitiendo que los actores aumenten y la producción no se concentre cada vez en menos manos”, enfatizó.
Lo ambiental es “solo un aspecto”, opinó. “El hecho central es la construcción de cadenas de valor que dependen de las decisiones de una corporación. Eso es lo que debe ser corregido”, propuso.
El economista João Pedro Stédile, dirigente de La Vía Campesina y del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra de Brasil, negó que este fenómeno entrañe una contradicción ideológica de gobiernos supuestamente progresistas.
“El movimiento del capital sobre la agricultura para imponer su modelo de dominación basado en el monocultivo, las semillas transgénicas y los agrotóxicos, tiene una lógica propia que no depende de los gobiernos”, dijo Stédile a Tierramérica.
Estos “se engañan” con el volumen de producción y la buena balanza comercial que les proporcionan. Pero no se produce desarrollo ni se distribuye riqueza, argumentó.
En las 70 millones de hectáreas plantadas en Brasil, 88 por ciento se dedican a la soja, el maíz, la caña de azúcar y el eucalipto, ejemplificó. “Así, naturalmente aumentarán los problemas sociales y las protestas contra ese modelo sin futuro”, alertó Stédile.
Las empresas biotecnológicas lo saben.
El vicepresidente de Monsanto Argentina, Pablo Vaquero, advirtió en marzo que el conflicto que mantiene paralizada la construcción de una planta en Córdoba “es una amenaza para todo el modelo productivo”.
“Hoy vienen contra Monsanto, pero es una excusa para atacar a todo el sector”, dijo.
Vicente consideró que todavía no se ha logrado una discusión amplia sobre estos asuntos.
Pero destacó logros como la paralización de la ley de semillas en Argentina, la limitación de las fumigaciones en algunos municipios y la Campaña contra los Agrotóxicos y por la Vida, que ayudó a Brasil a tomar conciencia de que es el mayor consumidor neto de pesticidas.