En prácticamente toda Latinoamérica, en las décadas de los años 60 y 70 del siglo pasado, se vivieron procesos de radicalización política. Las luchas populares estuvieron en auge, y en ese marco aparecieron numerosos movimientos revolucionarios de vía armada. La década de los 80 marcó tremendos procesos de represión. La geoestrategia de Estados Unidos estuvo tras ellos. Luego vienen de la mano planes de achicamiento de los Estados con furiosas políticas neoliberales, que empobrecieron increíblemente a las poblaciones. Ya entrado el siglo XXI van apareciendo: 1) por un lado, gobiernos con un talante socializante, que si bien siguen pagando las onerosas deudas externas y continúan con las políticas de ajuste estructural, al menos tienen cierta preocupación social; y 2) movimientos sociales con propuestas moderadamente antisistémicas, pero que nuevamente retoman banderas de lucha históricas. El panorama político-social no ha girado a la izquierda, pero hay un alejamiento de dictaduras fascistas y el discurso de derechos humanos se va imponiendo. Esto abre interrogantes sobre cuáles son los caminos actuales para plantearse transformaciones sociales, si es que aún se piensa que son posibles.

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El poder del país se basó ante todo en este hemisferio, a veces llamado Fortaleza América

Documento de Santa Fe IV: Latinoamérica hoy.

James P. Lucier, Director de Staff del Comité de Relaciones Extranjeras del Senado de Estados Unidos

Una historia de violencia

La región latinoamericana tiene características bastante peculiares en tanto bloque. Si bien hay diferencias, marcadas incluso, entre algunas zonas -el Cono Sur con Argentina, Chile y Uruguay es muy distinto a Centroamérica, por ejemplo; o sus países más industrializados, Brasil y México, difieren grandemente de las islas caribeñas-, en su composición hay más elementos estructurales en común que dispares.

Los rasgos comunes que unifican a toda la región son, al menos, dos: a) todos los países que la componen nacieron como Estado-nación modernos luego de tres siglos de dominación colonial europea (española fundamentalmente, o portuguesa); y b) todos se construyeron integrando a los pueblos originarios en forma forzosa a esos nuevos Estados por parte de las élites criollas. Estas características marcan a fuego la historia y la dinámica actual del área. En otros términos: la violencia estructural es una matriz para toda la región, que sin solución de continuidad se viene manteniendo hasta la actualidad desde hace cinco siglos.

En un sentido, toda la historia de Latinoamérica en su recorrido como unidad político-social y cultural, es una historia de monumental violencia, de profundas injusticias, de reacción y luchas populares. Siempre, desde las primeras épocas post colombinas cuando puede pasar a ser considerada una unidad en sí misma, el destino de Latinoamérica estuvo signado a una potencia externa: España (o Portugal) durante los primeros 300 años posteriores a la llegada del primer «hombre blanco»; Gran Bretaña luego, ya no como invasor militar sino a través de mecanismos de sujeción económica. Y desde mediados del siglo XIX, acrecentándose en forma exponencial en el XX, Estados Unidos de América.

Todo el siglo pasado fue, en realidad, una profundización de la doctrina del tristemente célebre presidente estadounidense James Monroe; es decir, con un país como Estados Unidos convertido en potencia, creciendo sin parar durante cien años, el subcontinente latinoamericano corrió la maldita suerte de pasar a ser su «patio trasero» sin que le quedaran muchas opciones.

En otros términos: desde el momento mismo del nacimiento de las aristocracias criollas, su proyecto de nación fue siempre muy débil. Estas aristocracias y «sus» países no nacieron -distintamente a las potencias europeas, o al propio Estados Unidos en tierra americana- al calor de un genuino proyecto de nación sostenible, con vida propia, con vocación expansionista; por el contrario, volcadas desde su génesis a la producción agroexportadora primaria para mercados externos (materias primas con muy poco o ningún valor agregado), su historia está marcada por la dependencia, incluso por el malinchismo.

Oligarquías con complejo de inferioridad, buscando siempre por fuera de sus países los puntos de referencia, racistas y discriminadoras con respecto a los pueblos originarios -de los que, claro está, nunca dejaron de valerse para su acumulación como clase explotadora-, toda su historia como segmento social, y por tanto la de los países donde ejercieron su poder, va de la mano de las potencias externas, y desde la doctrina Monroe en adelante, de Estados Unidos.

Para Latinoamérica todo el siglo XX estuvo marcado por la referencia al imperio estadounidense. «Los Estados Unidos […] parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la libertad», decía ya en 1829 Simón Bolívar; palabras premonitorias, sin dudas. Los nuevos Estados latinoamericanos, más allá del sueño integracionista del Libertador, nacieron divididos, con clases dirigentes entregadas visceralmente a las potencias extrajeras. La Gran Patria Latinoamericana, popular, con acento indígena y sin complejo de inferioridad ante la «civilización de los blancos», de momento al menos, no ha pasado de ser una aspiración. Toda vez que se intentó algo así, fue brutalmente decapitado.

Las oligarquías nacionales fueron siempre portavoz del imperio del norte, su gerente, su socio menor. Se dio así una imbricada articulación entre Washington y aristocracias criollas, donde poder y ganancias fueron más o menos compartidas. Y para custodiar a ambos actores, ahí estuvieron las fuerzas armadas nacionales, muchas veces preparadas incluso en territorio norteamericano. Pero también estuvieron las tropas del norte. Europa, a regañadientes, debió replegarse de estas tierras, quedándose sólo con pequeñas posesiones en el Caribe que la despojaron de su papel de potencia dominante.

En términos generales esa fue la matriz que fijó la historia del subcontinente durante cien años. Pero no fue una historia pasiva, donde los dominadores impusieron sus condiciones sin resistencias; por el contrario, fue una historia de luchas feroces, de violencia extrema, de sufrimientos extremos. Historia que, por cierto, lejos está de haber terminado. Desde la suprema violencia inaugural que trajo la conquista europea (genocidio militar y cultural, con el agregado de la gripe como arma más mortífera que las espadas o los arcabuces), la violencia ha sido una constante en las relaciones sociales. Con los tiempos cambiaron sus formas, pero se mantuvo invariable como rasgo distintivo.

De las primeras rebeliones indígenas a la actual propuesta del ALBA (Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América) como proyecto de integración (no salvajemente capitalista), las fuerzas progresistas han jugado siempre un importante papel. Las izquierdas políticas, entendidas en sentido moderno (con un talante socialista podríamos decir, marxistas incluso), han estado siempre presentes en los movimientos del pasado siglo.

De hecho, con diferencias en sus planteamientos pero con un mismo norte, en casi todas las sociedades latinoamericanas se dieron procesos populares de construcción de alternativas socialistas, o nacionalistas antiimperialistas, o reformistas al menos, pero siempre en búsqueda de mayores niveles de justicia. En algunas llegando a ocupar aparatos de Estado: en Guatemala con la «primavera democrática» entre los 40 y los 50 con su reforma agraria, en Chile en la década del 70 con Salvador Allende, Cuba con su heroica revolución, Nicaragua con los sandinistas, la actual Venezuela y su Revolución Bolivariana; en otras experiencias, peleando desde el llano: movimientos sindicales, reivindicaciones campesinas, insurgencias armadas.

Sin ánimo de hacer un pormenorizado estudio de esta historia, lo que vemos entrado ya el siglo XXI es que la izquierda no está en franco ascenso (de todas esas experiencias, sólo Cuba y Venezuela siguen con procesos revolucionarios instalados en el poder estatal). Pero en modo alguno ha muerto la lucha por mayores niveles de justicia, tal como el omnímodo discurso neoliberal actual pretende presentar. Es más: luego de la furiosa y sangrienta represión de los proyectos progresistas de las décadas de los 70/80 del siglo pasado y de la instauración de antipopulares políticas fondomonetaristas en los 90, después del derrumbe del campo socialista (con retroceso de la revolución sandinista en Nicaragua) y un período donde los movimientos por mayores cuotas de equidad parecían totalmente dormidos, en estos últimos años asistimos a un renacer de la reacción popular.

¿Estamos entonces realmente ante un resurgir de las izquierdas, de nuevos, viables y robustos proyectos de cambio social?

Las nuevas izquierdas

Suele hacerse la diferencia entre izquierdas políticas e izquierdas sociales. Hay, sin dudas, un cierto retraso de las primeras en relación a las segundas. Para decirlo de otro modo: los planteos políticos de fuerzas partidarias a veces han quedado cortos en relación a la dinámica que van adquiriendo los movimientos sociales. Muchas veces las reacciones, protestas, o simplemente la modalidad que, en forma espontánea, han tomado las mayorías, no se ven correspondidas por proyectos políticos articulados provenientes de las agrupaciones de izquierda. Con variaciones, con tiempos distintos, pero sin dudas como efecto generalizado apreciable en toda Latinoamérica, hay un desfase entre masas y vanguardias. Lo cierto es que desde hace algunos años (podríamos decir desde fines del siglo pasado) la reacción de distintos movimientos sociales ha abierto frentes contra el neoliberalismo rampante que se extiende sin límites por toda la región.

Vale destacar que esos movimientos, novedosos en muchos casos, no se corresponden totalmente con esquemas teóricos de tres o cuatro décadas atrás. Ahí está, por ejemplo, el despertar de los movimientos indígenas, o las reivindicaciones de las eternamente postergadas mujeres, que se constituyen en nuevos sujetos sociales de cambio, con tanto o más empuje que las reivindicaciones de clase. Lo cual lleva colateralmente (aspecto que no se abordará aquí) a la revisión crítica de los instrumentos tradicionales de la izquierda y su lectura de la realidad en términos exclusivos de lucha de clases. Sólo para dejarlo esbozado: no hay dudas que los conceptos fundamentales del marxismo, definitivamente válidos en su raíz (lucha de clases como motor de la historia, apropiación del trabajo de una clase por otra, plusvalía), necesitan una lectura circunstanciada para la coyuntura actual, globalizada, hiper informatizada, donde nuevos actores y eternas injusticias olvidadas (inequidad de género, diferencia Norte-Sur) plantean nuevos interrogantes.

Toda esta izquierda social ha tenido impactos diversos, con agendas igualmente diversas, o a veces sin agenda específica: frenar privatizaciones de empresas públicas, organización y movilización de campesinos sin tierra, o de habitantes de asentamientos urbanos precarios, derrocamiento de presidentes como en Argentina, en Bolivia o en Ecuador a partir de masivas protestas espontáneas, oposición a políticas dañinas a los intereses populares. Y algo fundamental desde donde empezar a considerar los nuevos tiempos post Guerra Fría: la suma de todas estas movilizaciones impidió la entrada en vigencia del Área de Libre Comercio para las Américas tal como lo tenía previsto Washington para enero de 2005.

El abanico de protestas y movilizaciones es amplio, y a veces, por tan amplio, difícil de vertebrar. Los piqueteros en Argentina o los movimientos campesinos con una importante reivindicación étnica en Bolivia, Ecuador, Perú o Guatemala, el zapatismo en el Sur de México o la movilización de los Sin Tierra en Brasil, son formas de reacción a un sistema injusto que, aunque haya proclamado que «la historia terminó», sigue sin dar respuesta efectiva a las grandes masas postergadas. ¿Hay un hilo conductor, algún elemento común entre todas estas expresiones?

Hoy por hoy, diversas expresiones de la izquierda política -la que en estos momentos es posible: moderada y de saco y corbata, izquierda que años atrás no sería considerada tal- tienen en sus manos el aparato de Estado en varios países: Brasil, Chile, Uruguay, Nicaragua, El Salvador, Argentina. ¿Son propuestas de izquierda? ¿Lo era la de la UNE en Guatemala, o la de Manuel Zelaya en Honduras? También sucede algo por el estilo en Bolivia, con la propuesta del Movimiento Al Socialismo y su líder Evo Morales (que, seguramente, está más en sintonía con Cuba que con el Brasil de Dilma Rousseff, por ejemplo), o en Ecuador, países estos que han osado dar pasos más comprometidos, pero que no hablan con un lenguaje marxista abierto, planteando expropiaciones y poder popular como se puede haber hecho algunas décadas atrás. A todo esto habría que sumar otras expresiones, definitivamente mucho más intragables para Washington: Cuba y Venezuela (de las que no caben dudas que abominan del «saco y corbata»).

Las posibilidades de transformaciones profundas desde las estructuras estatales, tal como están las cosas (deudas externas abultadísimas, creciente presencia militar del imperio en la región), y dada la coyuntura con que arribaron a las administraciones gubernamentales (voto en elecciones de democracias representativas, que no es lo mismo que revoluciones políticas populares), esas expresiones de las izquierdas eleccionarias son limitadas. Más aún: son izquierdas que, en todo caso, pueden administrar con un rostro más humano situaciones de empobrecimiento y endeudamiento sin salida en el corto tiempo. Pero quizá no más que eso.

En modo alguno podría decirse que son «traidores», «vendidos al capitalismo», «tibios gatopardistas». Eso, más que análisis serio, es una consigna principista que no pasa de discurso emotivo falto de profundidad. La izquierda constitucional hace lo que puede; y hoy, en los marcos de la post Guerra Fría, con el triunfo de la gran empresa y el unipolarismo vigente -más aún en la región latinoamericana, histórico «patio trasero» de la superpotencia hegemónica- es poco lo que tiene por delante: si deja de pagar la ominosa deuda externa, si piensa en plataformas de expropiaciones y poder popular y si se atreve a armar a sus pueblos, sus días están contados.

Pero acaso Cristina Fernández viuda de Kirchner, Dilma Rousseff, Michelle Bachelet o José Mujica ¿hablaron en algún momento de revolución socialista en sus campañas proselitistas? ¿Levantó alguno de ellos recientemente las mismas consignas que, cuatro décadas atrás, proponían los movimientos armados que, sin ningún complejo ni temor, hablaban de comunismo y de confiscaciones, y a la que directa o indirectamente ellos pertenecían o apoyaban? Sin ningún lugar a dudas que no. Por eso es demasiado superficial quedarse con la idea de «traidores».

La feroz represión que vivió toda la región entre las décadas de los 70 y los 80 en el pasado siglo tuvo un efecto fríamente buscado por el imperio -en combinación con los factores de poder locales-, y sin dudas conseguido: amansó al movimiento popular, quebró su resistencia, lo llenó de terror.

Hoy, con los planes neoliberales que se padecen, aún se siguen pagando las consecuencias de esa estrategia de terror. Las guerras sucias que en mayor o menor grado vivieron todos los países latinoamericanos, con desapariciones de personas, centros clandestinos de detención y tortura, arrasamiento de aldeas rurales y un reconocido genocidio en Guatemala (180 mil indígenas mayas muertos, 83% del total de víctimas durante la guerra interna) por el que se condenó a un ex presidente -luego absuelto-, no pasaron en vano: lograron desmovilizar.

Si no, no hubiera sido posible implementar las políticas de ajuste estructural impuestas por los organismos financieros del gran capital internacional: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Sobre esos miles de muertos, desaparecidos y torturados -en Guatemala y en toda Latinoamérica- se domesticó la protesta; de ahí que, en estos últimos años, aparece esta izquierda bien presentada, de saco y corbata, que prescinde del incendiario discurso de años atrás y que ve en la labor política en el marco de las democracias representativas el campo -a veces el único campo- de posible trabajo político.

¿Un nuevo escenario o más de lo mismo?

Luego de los años de dictadura y de terror que barrieron Latinoamérica, el retorno de las raquíticas democracias que tiene lugar para la década de los 80 puede ser sentido como un importante paso adelante. Aunque sean democracias de cartón, vigiladas, condicionadas absolutamente, sin la más mínima posibilidad de alterar la estructura real de poder de cada país, luego de la monstruosa tormenta vivida con las guerras civiles pueden ser consideradas como un momento de calma. Y muchas expresiones de la izquierda, por desconcierto, por agotamiento, por oportunismo o por considerarlas un paso táctico en una lucha que no se da por perdida, comenzaron a aprovechar esos resquicios de las democracias formales.

De todos modos debe quedar claro que los sistemas políticos que brindan esas democracias representativas constituyen un espacio más, uno de tantos, en una estrategia de construcción revolucionaria, pero no más que eso, y se debería ser muy precavido respecto a los resultados finales que las luchas en esos ámbitos pueden traer para una verdadera transformación estructural.

Los movimientos insurgentes que, desmovilizados, pasaron a la arena partidista con su actual nuevo perfil de «presentables bien portados con saco y corbata», no han logrado grandes transformaciones reales en las estructuras de poder contra las que luchaban armas en mano tiempo atrás (veamos el caso de las guerrillas salvadoreñas o guatemaltecas, por ejemplo, o el movimiento M-19 en Colombia. ¿Qué pasará ahí con la desmovilización de las FARC?: de revolución ya nadie ha vuelto a hablar).

¿Fueron «traidores» sus dirigentes? Insistamos una vez más (aunque no lo acometamos en este trabajo) con la necesidad de revisar conceptos básicos del marxismo: ¿qué significa «revolucionar» una sociedad? ¿Por qué pareciera que es tan fácil, o al menos se repite tanto la «traición» de las dirigencias? ¿No habrá que replantear -con un hondo sentido crítico constructivo, obviamente- el tema del sujeto humano y el poder? ¿Cómo es posible que se reitere tanto esto de las «traiciones»? Lo cual lleva a pensar que se debe abordar el análisis con nuevos instrumentos conceptuales; la categoría de «traición», quizá, sigue estando cargada de la antinomia «bueno-malo», probablemente desechable.

Lo que está claro es que en el escenario de esta post Guerra Fría luego del derrumbe del Muro de Berlín, con el papel hegemónico unipolar que ha ido cobrando Estados Unidos y su plan de profundización de poderío global, Latinoamérica es ratificada en su papel de reserva estratégica.

Ante la desaceleración de su empuje económico (el imperio no está muriéndose -al contrario: ¡está muy lejos de eso!- pero comienza a ver amenazado su lugar de intocable a partir de nuevos actores más pujantes como la República Popular China, la Unión Europea, una renovada Rusia capitalista), el área latinoamericana es una vez más un reaseguro para la potencia del Norte, apareciendo ahora como obligado mercado integrado donde generar negocios, proveedor de mano de obra barata y fuente de recursos naturales a buen precio (o robados), por supuesto bajo la absoluta supremacía y para conveniencia de Washington, y secundariamente de los pequeños socios locales, las tradiciones aristocracias criollas.

De esa lógica se deriva la nueva estrategia de recolonización lanzada en su momento como ALCA -Área de Libre Comercio para las Américas- que, al no funcionar de ese modo por la reacción de los pueblos latinoamericanos, se trocó en Tratados de Libre Comercio bilaterales, o en el CAFTA para el caso de Centroamérica.

En realidad la iniciativa del ALCA, reemplazada luego por estos tratados bilaterales, representa un proyecto geopolítico de Washington que, aunque comience con la creación de una zona de «libre» comercio para todos los países del continente americano, busca en realidad el establecimiento de un orden legal e institucional de carácter supranacional que permita al mercado y las trasnacionales estadounidenses una total libertad de acción en todo el continente americano, en cuenta Latinoamérica como su ya tradicional área de influencia donde nadie puede entrar («América para los americanos» sentenciaba la doctrina Monroe. Del Norte, claro está). Los marines, por supuesto, son la garantía final para que eso no cambie.

Dicho en forma muy sintética, la iniciativa en juego apunta a los siguientes temas básicos: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben abrirse a la inversión privada, 2) Inversiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: las compras del Estado se abren a las transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, llegando a eliminar, los aranceles de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) Derechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y las tecnologías, 7) Subsidios: compromiso de los gobiernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en cualquier ámbito, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de controversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.

Según expresara con la más total naturalidad Colin Powell, ex Secretario de Estado de la administración Bush: «Nuestro objetivo con el ALCA es garantizar para las empresas americanas el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferioLlámese ALCA o como se llame, es innegable que el proyecto está puesto en marcha y está cumpliéndose a cabalidad.

Más claro: imposible. La política continental de los grandes capitales estadounidenses, sin importar quién ocupe circunstancialmente el Ejecutivo (ahora un afrodescendiente ¿medio socialista?) es mantener a su histórico patio trasero como reserva estratégica.

Reserva en un sinnúmero de aspectos: mano de obra barata, mercado para sus propios bienes y servicios, fuente de recursos naturales (petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad de las selvas tropicales). Para ello esa interminable cohorte de bases militares con tecnologías de punta que controlan la región. El supuesto combate al flagelo del narcotráfico puede servir como excusa perfecta. ¿O será cierto que la DEA está terminando con el problema del consumo de drogas? O, también, ¿será real que estamos a punto de caer en manos de fundamentalistas talibanes que invadirán el continente?

Pero ahí está justamente la fuerza de las izquierdas, políticas y sociales: unirse como bloque regional. Y esa unión, incipiente, le ha resultado un primer obstáculo al imperio. De hecho, los tibios movimientos integracionistas habidos a la fecha, pero más aún que eso: las movilizaciones populares anti ALCA, impidieron en su momento -2005- la entrada en vigencia de ese nuevo mecanismo de dominación continental.

Ante ello la estrategia del gobierno estadounidense se concentró en la búsqueda de acuerdos bilaterales, que en definitiva rinde los mismos frutos. En esa perspectiva de «divide y reinarás» se inscribe la aprobación, a toda costa y contra viento y marea, de este primer tratado regional con el área centroamericana, «un voto de seguridad nacional» según declarara el entonces Secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld.

Lo que llevó a Washington a presionar fuertemente a los gobiernos centroamericanos y a efectuar un intenso cabildeo en su Poder Legislativo para garantizar la aprobación del RD-CAFTA consiste no en el volumen comercial en juego en este acuerdo específico (apenas el 1 % del comercio externo estadounidense) sino en la importancia política de establecer un freno a un modelo de integración solidaria propuesto por algunos gobiernos del área, impulsado en su momento básicamente por el ahora desaparecido presidente de Venezuela, Hugo Chávez.

Según publicara The Economist el 1 de agosto de 2005, tanta prisa radicaba «en los temores que Venezuela obtuviera utilidades del rechazo para aumentar su presencia en los países de la región, ya que las naciones centroamericanas podrían inclinarse, de no suscribirse el tratado, por la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) que propician Venezuela y Cuba«, [hoy día rebautizada Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América].

Uno de los primeros movimientos del ALBA fue precisamente el proyecto Petrocaribe, que prevé el suministro de crudo venezolano a precios preferenciales y con facilidades financieras para la región centroamericana. Las luces de alarma se encendieron inmediatamente en Washington, cuando la Honduras de Manuel Zelaya empezó a pensar en su inclusión en esa iniciativa, de una vez recibió un golpe de Estado. Golpe de Estado soft se le llamó: suave. ¿Interesa si es suave o cruento para el caso? Cualquier cosa que huela a «popular», es ya motivo para alarmarse y actuar por parte del país del Norte, dueño indiscutido de la región. Algo similar con lo que acontece en Guatemala y su tradicional oligarquía terrateniente con la sola mención de la palabra «reforma agraria». Sin dudas, la Guerra Fría no ha terminado del todo.

Junto a este ariete que coloca el imperio para descartar cualquier iniciativa integracionista que le pudiera menguar sus posibilidades de rapiña, negoció igualmente con un grupo de países diferentes tratados bilaterales, al par que llena toda la región de bases militares. En otros términos: si no surgió victoriosa -al menos hasta ahora- la estrategia del ALCA a nivel continental, ahí están esos otros mecanismos alternos de desunión y nueva postración de cada país.

¿Puede acaso cada una de las débiles economías latinoamericanas, incluida la más grande del área, la brasileña, negociar en un pie de igualdad con el gigante del Norte? Sin dudas que no. ¿Pueden, o quieren, los gobiernos latinoamericanos y las oligarquías a quienes representan negociar con dignidad, como países autónomos, y rechazar las imposiciones de Washington? Sin dudas que no. ¿Pueden las actuales izquierdas en el poder fijar nuevas perspectivas? Eso es, justamente, lo que abre un nuevo escenario.

Nunca como hoy la estrategia militar hemisférica de la Casa Blanca ha tenido tan cercado al sub-continente latinoamericano. Si bien es muy difícil saber con exactitud la cantidad cabal de instalaciones castrenses de Washington en la región (muchas se ocultan, se disfrazan, no se dan datos precisos), estudios serios (Rojas Scherer, 2013) hablan de más de 70 bases.

Es obvio que la zona sigue siendo prioritaria para su política hemisférica. Una de las más grandes y bien equipadas, con 16 mil soldados, está en la triple frontera argentino-brasilero-paraguaya, donde «casualmente» se encuentra el Acuífero Guaraní, la segunda reserva subterránea de agua dulce más grande del mundo. La instalación de esa base en ese estratégico punto tiene como fundamento, según el discurso oficial de la gran potencia, «la preocupación del gobierno estadounidense por escuelas coránicas de Al Qaeda que se habrían detectado en el área«. ¿Alguien en su sano juicio podrá creer ese dislate, o eso simplemente es una ofensa más a nuestra inteligencia, a nuestra dignidad? «Casualmente» también, se encuentra el gas boliviano. ¿Puras coincidencias?

A las imposiciones de «libre» comercio impulsadas por el gobierno de Estados Unidos se unen las iniciativas militares de la gran potencia y los nuevos demonios que circulan la región preparando el escenario para eventuales futuras intervenciones bélicas: la lucha contra el narcotráfico y contra el terrorismo internacional. A partir de estos nuevos fantasmas, las fuerzas armadas estadounidenses profundizan su presencia en el subcontinente. Ahí está el Plan Colombia/Patriota y su intento de extirpar al movimiento guerrillero colombiano FARC -nunca conseguido, pero que finalmente forzó la negociación de una salida concertada, llamada eufemísticamente «acuerdos de paz»-, y base de operaciones para una nada improbable intervención contra la Revolución Bolivariana en Venezuela (el Plan Balboa, ya listo y a la espera de ser efectivizado en algún momento).

Todo hace indicar que en la estrategia hemisférica de Washington se trata de «más de lo mismo».

¿Hacia una nueva relación Estados Unidos-Latinoamérica?

Latinoamérica es la región del orbe con mayor inequidad; sus diferencias entre ricos y pobres son mayores que en ninguna otra parte. Con los planes de achicamiento de los Estados y las recetas neoliberales que la atravesaron estas últimas décadas, la exclusión social creció en forma agigantada: en los inicios de la década del 80 había 120 millones de pobres, pero esta cifra aumentó a más de 250 millones en los últimos 30 años, y de ellos más de 100 millones son población en situación de miseria absoluta.

Así como creció la pobreza, igualmente creció la acumulación de riquezas en cada vez menos manos. La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales -en general unidos a capitales transnacionales- crecen; por el contrario, las grandes masas, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región. Las remesas que retornan son mínimas en relación a lo que se va.

Como contrapartida de este enriquecimiento de muy pocos, las masas trabajadoras han retrocedido en derechos mínimos: sus salarios son equivalentes a lo que recibían 30 años atrás al mismo tiempo que han perdido conquistas ganadas en décadas de lucha en el transcurso del siglo XX. Se han envilecido o perdido la estabilidad laboral, la negociación colectiva, los seguros sociales, el derecho a la sindicalización. Tener trabajo -aunque sea en condiciones deplorables- ya se considera una ganancia. En el campo se encuentran situaciones de tanta precariedad como a principios del siglo pasado y el éxodo hacia Estados Unidos como recurso último de salvación se agiganta día a día.

En ese marco de retroceso social han aparecido nuevos elementos, sin dudas ligados indirectamente a las políticas neoliberales: aumento de la narcoactividad y del crimen organizado, creciente delincuencia y clima de violencia urbana, explosión de niñez desprotegida que termina viviendo en la calle. No son infrecuentes los casos de esclavitud encubierta así como el turismo sexual, las adopciones ilegales de niños por familias del Norte, las pandillas juveniles armadas y violentas -en muchos casos, mano de obra del crimen organizado y virtuales «ejércitos de ocupación para las barriadas pobres»-, el aumento escandaloso del trabajo infantil, todos ellos síntomas de un deterioro social y humano explosivo.

Ante todo este desolador panorama -en algún sentido nada distinto en Latinoamérica de lo que la caída del socialismo soviético permitió por parte del gran capital transnacional en todas las latitudes del mundo, incluido el Norte desarrollado-, y después de unos primeros años de repliegue del campo popular producto del terror dejado por las guerras sucias, vemos en los últimos años del pasado siglo y en los primeros del presente nuevas oleadas de luchas. Independientemente que las llamemos «socialistas» o no, son luchas con un claro signo popular, reivindicatorio, antiimperialista. He ahí el ejemplo más vivaz de la izquierda social que, como decíamos, no siempre se ve correspondida por las izquierdas políticas.

El capitalismo actual, absolutamente globalizado y siempre conducido por la que sigue siendo su potencia hegemónica: Estados Unidos, necesita cada vez más de recursos energéticos y nuevos minerales para su aceleradísimo desarrollo tecnológico. De ahí que asistimos a un nuevo despertar de las industrias extractivas. Minerales estratégicos cada vez más sofisticados, amén del petróleo y de los recursos hídricos como fuentes generadoras de energía, constituyen el actual revalorizado nuevo botín en la mira. Y Latinoamérica, para su propia desgracia, tiene mucho de todo eso.

En relación a eso, una «piedra en el zapato» que aparece ante ese avance arrollador del nuevo extractivismo está dado por la defensa de sus territorios que en todo el continente americano están llevando a cabo grupos locales. De hecho, en el informe Tendencias Globales 2020 Cartografía del futuro global, del consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse:

A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas () Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización () que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. () Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas. (Citado por Yepe, 2011).

Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general,

«la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas«. (De Sousa Santos, 2008)

Anida allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que todo está perdido?

Pasadas las sangrientas dictaduras que asolaron la región hasta la década de los 80, hoy pareciera repetirse el mismo libreto en todos los países: fin de las dictaduras, imposición de planes de ajuste estructural y privatización de empresas públicas, democracias formales («democraduras», como las llamó Eduardo Galeano, democracias de cartón). Y con algunas variaciones puntuales, más o menos en todos los países de la región se repiten los mismos fenómenos: falta de politización y de lucha ideológica por parte de las mayorías populares, cultura de la pura sobrevivencia (tener trabajo ya es un lujo que hay que cuidar a capa y espada), medios de comunicación frívolos y fútbol a granel, explosión de iglesias evangélicas fundamentalistas y (¡hay que remarcar fuertemente lo que sigue!):

  1. Explosión de la delincuencia callejera.

  2. Auge imparable de la narcoactividad.

  3. Grupos asociales con fuerte presencia en la cotidianeidad (pandillas juveniles violentas, «maras» en Centroamérica, «barras bravas» en el Río de la Plata).

  4. Linchamientos de civiles a manos de civiles.

Pareciera que hay un guión fríamente trazado para toda la región. Como dijo el Premio Nobel de la Paz, el argentino Adolfo Pérez Esquivel: «El único país que tiene un proyecto serio de integración para el continente es Estados Unidos. Aunque claro que no es precisamente la más conveniente para los pueblos de la región«. (Diario Página 12 del 17/5/2002).

Aunque no hay en la actualidad una clara propuesta articulada de proyecto político transformador -como lo hubo décadas atrás, a partir del que se desatara la salvaje represión ya mencionada-, las luchas populares continúan. Es más: en estos últimos años se van viendo incrementadas. Ya son varios los presidentes -De la Rúa en Argentina, Bucaram, Mahuad y Gutiérrez en Ecuador, Sánchez de Losada y Meza en Bolivia- removidos de sus cargos producto de esas movilizaciones al no dar respuestas a los acuciantes problemas sociales.

Y vuelve a hablarse sin temor de antiimperialismo, de la política exterior y del gobierno de Estados Unidos como «enemigos». De todos modos, toda esa efervescencia, por sí sola no constituye un proyecto revolucionario en sí mismo. Pero es un germen, sin dudas. De ahí que para la estrategia hemisférica de Washington este alza en las protestas constituye siempre un foco de preocupación.

Las actuales administraciones políticas con talante izquierdizante a que asistimos en Latinoamérica (todas las ya mencionadas), sin ser «traidoras» a la causa revolucionaria en sentido estricto (¿quién y desde dónde dice eso?), están en una situación ambigua. Llegaron al poder con el voto popular, pero su proyecto no es gobernar en función de un cambio profundo.

Ninguno de estos presidentes ha hablado, por ejemplo, de suprimir la propiedad privada de los medios de producción. ¡Ni lo va a hacer! Eso es sacrílego. De todos modos no son descarnados neoliberales sentados sobre las bayonetas de dictaduras militares: representan propuestas con una «tendencia social», con una «preocupación social» (digámoslo con ese neologismo), y por tanto tienen en el gran capital estadounidense, les guste o no, su gran enemigo.

Pero su misma ambigüedad no les permite ir abiertamente contra él. De hecho, en una relación de marchas y contramarchas no exenta de tensiones, la misma administración de la Casa Blanca ha alabado en más de un caso a estas izquierdas alineadas (y las seguirá alabando, siempre y cuando continúen pagando la deuda, no impidan seguir ganando cantidades siderales de dinero a las empresas estadounidenses y le abran sus puertas a las fuerzas armadas del Pentágono). Esas izquierdas, si no se quitan el «saco y la corbata», seguirán siendo bendecidas por el imperio.

Pero hay otras izquierdas que hacen gobierno desde otra perspectiva: Cuba por ejemplo, o recientemente Venezuela con su Revolución Bolivariana, en cuyo subsuelo se encuentra -no se sabe si para su beneficio o para su desgracia- la mayor reserva probada de petróleo, hoy manejada con un criterio nacionalista y no entregada a las multinacionales de hidrocarburos de cuño estadounidense.

Justamente por ello ambos países son el blanco de ataque del gran capital y de todas las administraciones estadounidenses. Jamás serán bendecidos; al contrario, están en la mira de los cañones imperiales. En el caso de Venezuela, principal reserva de petróleo del mundo, su situación podría llegar a resultar trágica incluso (¿un nuevo Irak, una nueva Ucrania?). El socialismo del siglo XXI y esas reservas son demasiada provocación para la élite de la gran potencia.

Lo que sí preocupa a Washington, ahora tanto como en todo el transcurso del siglo XX, es el movimiento popular, la organización de base. Como lo fueron en su momento las comunidades católicas de base, allá por los años 60 del pasado siglo, inspiradas en la Teología de la Liberación, y para las que fabricó como antídoto ese monumental proyecto de «iglesias» evangélicas fundamentalistas, fabuloso recurso distractor de los sectores más empobrecidos y excluidos.Las izquierdas que ocupan aparatos de gobiernos pueden ser más manejables; las masas, no tanto.

Valga como pequeño pero esclarecedor ejemplo: el tema de los derechos humanos, que no es precisamente de izquierda, hasta puede ser más digerible para los poderes. Por eso en Guatemala, más allá de una recalcitrante derecha que sigue pensando con cabeza de Guerra Fría y Doctrina de Seguridad Nacional, la embajada puede permitirse estar «más a la izquierda» y pedir, por ejemplo, un Fiscal General no corrupto (léase reelección de Claudia Paz y Paz), o levantar la voz por la cultura de impunidad galopante que aún continúa, por lo que se preocupa por la medida de castigo impuesta contra la juzgadora del general Efraín Ríos Montt, la jueza Yassmin Barrios. Esas cosas «políticamente correctas» sí las puede tolerar; las masas organizadas, no.

Por eso, como parte de una política que no ha cambiado en lo sustancial en los últimos cien años, la opción militar por si las cosas se ponen «demasiado calientes» nunca ha desaparecido. Si bien hoy por hoy en la estrategia hemisférica de Estados Unidos no son necesarias las dictaduras militares como lo fueron durante el auge de la Guerra Fría con la lógica del enemigo interno, en estos últimos años las frágiles democracias latinoamericanas han permanecido siempre vigiladas por la atenta mirada castrense. Pero no la de las fuerzas armadas vernáculas, sino directamente por militares del norte. ¿Será que realmente las bases militares estadounidenses están ayudando en algo a los pueblos de Latinoamérica?

Véase, por ejemplo, lo que sucede con la narcoactividad. En este par de décadas, desde la finalización de las guerras internas (cada país con su modalidad, con más o menos desaparecidos, con tierra arrasada en algún lado, con asesinatos selectivos en otros casos, etc.) la «explosión» del tráfico y consumo de drogas ilegales creció en forma exponencial. Y ahí está el gran país del Norte con sus planes continentales «ayudando» a combatir el flagelo. Dicho sea de paso, el consumo en Estados Unidos no baja nunca. ¿Qué combaten entonces estos planes de ejércitos super sofisticados, si el tránsito de la droga desde el Sur no se detiene?

Distintos documentos de la política exterior a largo plazo y planificación estratégica de Washington reafirman tanto su supuesto derecho a intervenir en la región (su eterno «patio trasero»), así como la apelación a la acción armada toda vez que lo estime necesario.

Tanto el Documento Santa Fe IV ‘Latinoamérica hoy’ -clave filosófica de los actuales halcones republicanos- como el Documento Estratégico para el año 2020 del Ejército de Estados Unidos o el Informe Tendencias Globales 2015, del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto militar, completamente.

La reducción de la pobreza y el combate contra la marginación recogidas en la ambiciosa (y quizá incumplible en los marcos del capitalismo) agenda de los Objetivos y Metas del Milenio de Naciones Unidas es algo que no entra en los planes geoestratégicos del imperio. Al que proteste, palo; no hay otra respuesta. Y los recursos naturales ubicados en Latinoamérica (petróleo, agua dulce, minerales estratégicos, biodiversidad de las selvas tropicales, entre los principales) son considerados como propios (la Amazonia, por ejemplo es enseñada en algunos textos escolares como «territorio internacional»).

Por supuesto que a quien proteste: también palo. El Plan Colombia/Patriota, las estrategias de Tres Fronteras, Alcántara, Misiones, Cabañas 2000, la Iniciativa Regional Andina o las 70 bases militares diseminadas por la región, entre otras cosas, nos lo recuerdan. ¿Qué hacen tropas estadounidenses en territorio guatemalteco trabajando junto con la DEA -léase Operación Martillo-? ¿Nos están protegiendo de la nueva plaga bíblica del narcotráfico, de las organizaciones delictivas internacionales? ¿No suena esto como la «protección» contra los fundamentalistas musulmanes de Al Qaeda que, se nos informa, nos están invadiendo en toda Latinoamérica? (en la Isla Margarita, frente a las costas venezolanas, la CIA habría detectado grupos de adiestramiento de «terroristas». Y las maras centroamericanas tendrían vínculos con estos grupos, según sesudos informes de seguridad. ¿Será cierto?)

El principal enemigo de Washington siguen siendo los movimientos populares, lo que podríamos llamar la izquierda social y no tanto las izquierdas políticas (hoy, al ocupar posiciones de gobierno, fieles pagadoras de la deuda externa y preocupadas, más que nada, por salir en televisión).

Según el referido informe del gobierno estadounidense: «Tales movimientos se incrementarán, facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos indígenas, apoyados por grupos internacionales de derechos humanos y ecologistas«. El «papel amenazante a la estabilidad regional« (léase: amenaza a los intereses de la oligarquía estadounidense), según esta lógica, está dado por «organizaciones sociales, pueblos indígenas y organismos no gubernamentales de derechos humanos y ambientalistas«; a lo que, como parte de una bien articulada propuesta de manipulación informativa, se suman el «narcotráfico» y el «terrorismo internacional» (¿pandillas juveniles ligadas a Al Qaeda?).

Las actuales izquierdas que gobiernan algunos países latinoamericanos no son la principal fuente de preocupación del imperio; pero sí la idea de unión que entre ellas se podría dar. El fantasma de la integración latinoamericana sí inquieta. Por eso el bombardeo continuo al ALBA, por ejemplo, que sin dudas representa una seria y sostenible iniciativa en la dirección de la integración hemisférica con un sentido social.

La misma fue presentada en sociedad por el extinto presidente venezolano Hugo Chávez en ocasión de la III Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de la Asociación de Estados del Caribe, celebrada en la isla Margarita en diciembre del 2001; se trazan ahí los principios rectores de una integración latinoamericana y caribeña basada en la justicia y en la solidaridad entre los pueblos. Tal como lo anuncia su nombre, el ALBA pretende ser un amanecer, un nuevo amanecer radiante.

La iniciativa se fundamenta en la creación de mecanismos para posibilitar ventajas cooperativas entre las naciones, que permitan compensar las asimetrías existentes entre los países del hemisferio. Se basa en la creación de Fondos Compensatorios para corregir las disparidades que colocan en desventaja a las naciones débiles frente a las principales potencias; otorga prioridad a la integración latinoamericana y a la negociación en bloques subregionales, buscando identificar no solo espacios de interés comercial sino también fortalezas y debilidades para construir alianzas sociales y culturales.

Como sintetizó el entonces presidente Chávez el corazón de la propuesta, citado por Javier De León:

Es hora de repensar y reinventar los debilitados y agonizantes procesos de integración subregional y regional, cuya crisis es la más clara manifestación de la carencia de un proyecto político compartido. Afortunadamente, en América Latina y el Caribe sopla viento a favor para lanzar el ALBA como un nuevo esquema integrador que no se limita al mero hecho comercial sino que sobre nuestras bases históricas y culturales comunes, apunta su mirada hacia la integración política, social, cultural, científica, tecnológica y física. (En De León: 2005)

«Hay una alianza izquierdista y populista en la mayor parte de América del Sur. Esta es una realidad que los políticos de Estados Unidos deben enfrentar, y nuestro mayor desafío es neutralizar el eje Cuba-Venezuela», escribió en su momento Otto Reich, ex secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, en el artículo titulado «Los dos terribles de América Latina», en la revista derechista estadounidense National Review. (Revista National Review del 11 abril de 2005, versión en español de Carlos Ruiz)

No fue esa sólo la opinión en solitario de un funcionario de la administración Bush; por el contrario habla de la verdadera política de los halcones de la Casa Blanca hacia la considerada su natural zona de influencia, que se sigue manteniendo con independencia del partido político que esté circunstancialmente sentado en la silla presidencial. Esas políticas, dirigidas en definitiva por quienes realmente toman las decisiones, no tienen color partidario. Tienen color verde de los dólares, y nada más. Hoy día un afrodescendiente ocupa la presidencia: acaso podría decirse que ¿los negros al poder? ¡Ni remotamente! Los materiales y concretos intereses de las grandes corporaciones multinacionales fijan las líneas maestras que los presidentes de turno siguen. Y punto.

Y ahí están las claves de la relación del imperio con sus súbditos. Una nueva izquierda remozada, que dejó atrás las armas de la guerrilla, que no habla de confiscaciones y poder popular (porque no puede, porque se quebró, por ambas cosas, etc.) es tolerable. Incluso, como parte de las dinámicas del interjuego político, hasta deseable en la lógica de dominación; es una manera de demostrar que aquellos «sueños juveniles» del socialismo eran irrealizables, y ahora, sin barba y bien peinados, o maquilladas y con tacones, estos nuevos funcionarios ratifican «el fin de la historia».

Pero cuando las relaciones se plantean de igual a igual, cuando la dignidad no se negocia, vuelven a sonar los tambores de guerra por parte de la gran potencia. Esa matriz no ha cambiado. La historia tampoco ha terminado, y de lo que se trata es de ver cómo esa izquierda social (movimientos indígenas, campesinos sin tierra, desocupados, insurgentes que no se han resignado, lo que para Washington continúan siendo las «amenazas a la estabilidad regional», y lo que quede de clase obrera organizada, movimientos de mujeres, intelectuales progresistas) puede articularse en una propuesta de integración regional, de Patria Grande.

En un mundo de globalización, de grandes bloques y políticas a escala planetaria, la izquierda social, la izquierda desde abajo, popular, sólo unida puede enfrentarse con posibilidades de éxito al todavía poderoso imperio estadounidense.

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* Publicado originalmente en Revista Análisis de la Realidad Nacional, Año 3, N° 49, Instituto de Problemas Nacionales de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Guatemala, mayo de 2014