Durante años, Europa representó un horizonte atrayente y sólido, el espacio del que se esperaba que viniese un impulso de libertad y progreso que permitiera superar tantos años de dictadura y de atraso social. Pero con el tiempo esa Europa de esperanza se ha convertido en la fuente de muchos de nuestros más graves problemas.
La mala negociación de adhesión en la Comunidad Europea desmanteló nuestra agricultura en beneficio de la de centroeuropa, nos desindustrializó y puso en manos de capitales extranjeros nuestros mejores activos y canales de distribución. Sin que apenas se discutiera sobre ello, pues quien hablaba de lo negativo que podía suponer ese entrada en Europa era tachado enseguida de extremista o de loco, se dio lugar a que nuestra economía se consolidara como un espacio periférico y de cuasi colonización. Una dinámica que se fortaleció cuando Europa se puso a la vanguardia mundial en la aplicación de las políticas neoliberales y cuando su Estado de Bienestar que habíamos tomado como ejemplo se fue debilitando, acrecentándose las desigualdades y asimetrías entre personas y regiones.
Más adelante los sucesivos tratados y sobre todo la integración en un euro diseñado al servicio del capital financiero y de Alemania nos impusieron corsés que nos condenaron a soportar sin defensas las tensiones internas y los shock externos que inevitablemente iban a producirse.
Poco a poco fueron creciendo los déficit. El externo como consecuencia de nuestra pérdida de pulso productivo y de competitividad y el social por la presión de las políticas deflacionistas impuestas por Europa en beneficio de las rentas del capital. Y así, España solo pudo consolidarse como tierra de conquista, como el destino privilegiado de los capitales que el correlativo superávit alemán generaba y que aquí llegaban en forma de préstamos multimillonarios que hacían ganar fortunas a los bancos pero que más tarde nos helarían la sangre.
Las políticas de austeridad terminaron por cerrar el círculo: con la excusa de los déficit que empezaba a generar la crisis impusieron nuevos recortes que a la postre han provocado un mayor hundimiento de la actividad que incluso eleva más todavía la deuda. Así han hecho que la crisis de deuda privada se haya convertido en una de deuda pública que hemos de pagar todos los ciudadanos aumentando la esclavitud de los pueblos ante la banca.
Ahora contemplamos desnudos que la Europa en la que depositamos nuestras esperanzas es la que desmantela la democracia y la que empobrece a sus territorios, la que esclaviza a naciones enteras y la que sin pudor se nos presenta como una mera herramienta de los poderes multinacionales y bancarios más inmorales, improductivos y empobrecedores del orbe.
España está atrapada en una Europa que se ha traicionado a sí misma y que se ha convertido ya sin disimulo en una auténtica dictadura y a mi juicio tenemos ante nosotros solo cuatro posibles alternativas, dos conservadoras y otras dos de progreso. Las desarrollo con más detalle en un libro que espero esté pronto en la calle y las resumo muy rápidamente a continuación.
La primera conservadora es seguir en Europa como estamos, seguir obedeciendo y simplemente esperar a que escampe la lluvia y que todo vuelva a su cauce. Pero a mí no me parece una alternativa sino un suicidio porque ya nada volverá a ser como antes, suponiendo que “lo de antes” sea algo valioso y que resolviera nuestros problemas.
La segunda es simplemente salir del euro, denunciar la deuda y reestructurarla y tratar de sobrevivir a los mercados con políticas de devaluación creyendo que con la mera soberanía monetaria y con políticas intervencionistas se podría dar la vuelta a la situación. Una solución no menos conservadora y muy poco valiosa a mi parecer porque no sería posible hacer frente a las tempestades que eso levantaría sin sufrir daños muy considerables y un empobrecimiento que sobre todo pagarían los grupos sociales de por sí más desfavorecidos.
La tercera alternativa y primera progresista es salir del euro con el apoyo de una enorme fuerza social y política capaz de poner en marcha una estrategia de cambios profundos que pusieran en manos y en función del interés público los “discos duros” de nuestra economía, controlando directamente los sectores estratégicos, y poniendo rápidamente en marcha procesos de reestructuración productiva y de la base energética capaces de crear nuevos focos de generación de ingresos endógenos bajo otra pauta distributiva y redistributiva.
La cuarta alternativa y segunda de progreso es apostar por construir una nueva Europa creando una auténtica democracia supranacional, modificando sus instituciones y sobre todo el diseño del euro para acabar con su actual arquitectura que está concebida para servir de punta de lanza de las políticas neoliberales y para garantizar el poderío de los grandes capitales y la salvaguarda de los intereses electorales de los partidos centroeuropeos que los defienden.
Ninguna de estas dos últimas alternativas son fáciles. Y entiendo que, en las condiciones sociopolíticas actuales, se califiquen simplemente como irrealistas. Pero son las únicas que de una u otra manera pueden permitir que nuestra economía empiece a ser de otra manera y que nos proporcione actividades y empleos que supongan realmente mayor bienestar, equilibrio social y sostenibilidad.
Y ninguna de las dos se debe entender como de camino único o exclusivo. Quienes defienden prioritariamente la salida del euro deberían ser conscientes de que eso es simplemente imposible sin la fuerza que daría una apuesta paralela por otra Europa y quienes, por otro lado, defienden con prioridad la construcción de una nueva Europa deberían entender que eso solo se puede empezar a conseguir si las diferentes naciones se empoderan extraordinariamente, por ejemplo, poniendo sobre la mesa estrategias que incluso supusieran la salida del euro.
Además, ninguna de estas dos últimas alternativas (e incluso la segunda) se puede abordar si no se dan unos prerrequisitos que les son comunes. Por un lado, la mejora previa de la actividad económica recurriendo a instrumentos novedosos como, por ejemplo y entre otros, la creación de una moneda complementaria al euro que permitiera reactivar rápidamente la financiación y recuperar el empleo proporcionando demanda, sobre todo, a la pequeña y mediana empresa. Y, por otro, una radical regeneración democrática de nuestra vida e instituciones políticas, una gran convicción y complicidad ciudadana, un proyecto político transversal de alta potencia y amplísimo apoyo electoral, y un compromiso neo-nacional capaz de superar las tensiones paralizadoras y destructivas que el nacionalismo españolista y los periféricos están generando actualmente y que impiden que pueda ni siquiera pensarse en una alternativa que recoja los intereses comunes de la inmensa mayoría de la población española que sufre las políticas neoliberales que vienen de Europa. Es decir, que una mayoría muy grande de nuestra población (por encima incluso de sus diferencias ideológicas y partidistas) se convenza de que esto que llamamos España es algo que vale mucho la pena porque es más que el negocio de unos cuantos o el cortijo de un montón de políticos corruptos, pues tenemos intereses comunes frente a Europa, frente a Alemania y frente a los grandes grupos económicos y financieros (españoles aliados con ellos y foráneos) que hemos de defender de la mano si no queremos que España se convierta, como buscan esos grupos oligárquicos, en una de sus sucursales, sin servicios públicos, sin población formada, sin actividad capaz de crear valor añadido, dependiente y sumisa y sin soberanía de ninguna clase. En suma, si no queremos convertirnos para siempre en un vergonzante protectorado alemán.
Las elecciones del próximo domingo podrían haber sido una oportunidad de oro para que se hubieran dado pasos decisivos hacia esa unidad ciudadana que debería pasar por cerrar el paso en las urnas a quienes se empeñan en imponernos un modelo y políticas no deseadas, según señalan claramente las encuestas, por más del 70% de la población. Pero han predominado la división y el convencionalismo.
La alta abstención que seguramente se va a dar, la dispersión del voto y los resultados por debajo de sus expectativas que casi todas las candidaturas convencionales van a obtener deberían servir de señales de aviso para el futuro inmediato.
Los dirigentes de las organizaciones que ni han sido capaces de ponerse de acuerdo ni han sabido generar un discurso ciudadano diferente ni nuevas formas de hacer política han incurrido ya en una gravísima responsabilidad histórica. Esperemos que sea la última. La palabra, en todo caso, la tienen las personas normales y corrientes: están más indignadas y hartas que nunca pero si no asumen un nuevo y auténtico protagonismo todo seguirá igual o mucho peor que hasta ahora.