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Yo estuve 33 años y 4 meses en el servicio militar activo y durante ese periodo pasé la mayor parte de mi tiempo como un matón de clase alta para las grandes empresas, Wall Street y los banqueros. En pocas palabras, fui un estafador, un gánster para el capitalismo.

Contra todas las guerras que han devastado y ensuciado la historia humana siempre ha habido personas que se han atrevido a oponerse. Ellos y ellas fueron y son los mejores de entre nosotros. Sin embargo, como «premio» fueron silenciados, perseguidos, castigados e incluso asesinados.  La Primera Guerra Mundial no fue ninguna excepción a esta trágica regla, y en esta incluso desde el campo militar, que son quienes finalmente llevan a la práctica las acciones bélicas, también se alzaron voces contra la  barbarie, injusticia y mezquindad de la guerra. Así, el general del ejército estadounidense Smedley Darlington Butler, el capitán más joven y el militar más condecorado de los EE.UU., habló muy claro sobre la guerra y su función real:
 
La guerra es un negocio sucio. Siempre lo ha sido. Es posiblemente el más viejo, sin lugar a dudas el más provechoso, seguramente el más depravado. Es el único de alcance internacional. Es el único en el cual los beneficios se cuentan en dólares y las pérdidas en vidas.1
 
En su obra La guerra es un latrocinio, Butler describe a esta como a un robo, un negocio sucio, que no es bien entendido como funciona por la gente corriente de un país, y solo un pequeño grupo, los dirigentes, son perfectamente conscientes para qué sirve y a quién sirve. Es  llevada a cabo para el beneficio de estos pocos a costa del sacrificio de los demás. Los beneficios que se obtienen con la guerra son enormes para esa clase privilegiada dirigente, ya que evitan cualquier rivalidad de los competidores en un libre mercado, además, se dispara la demanda y, como consecuencia, los precios, y toman por la fuerza lo que bien les conviene. Esto posibilitó que se hiciesen enormes fortunas en EE.UU. a costa de los estadounidenses y de otros países en la Primera Guerra Mundial.
Cuántos de esos millonarios se pusieron un rifle al hombro, o cuántos cavaron una trinchera, o estuvieron en ellas llenas de agua y lodo e infestadas de ratas y cadáveres, o recibieron las balas de una ametralladora o la furia de las bayonetas, son preguntas que lanzaba el general. Ninguno de ellos ni de sus hijos sufrieron o padecieron estas terribles consecuencias de la guerra, ninguno padeció sus calamidades. En cambio, ellos se quedaron con los beneficios y la población soportó los costos, la escasez y la muerte. Hoy en día este hecho no es diferente.
La factura de la guerra no solo se sufre en pobreza y destrucción de bienes, sino que especialmente viene en forma de pérdida de vidas humanas y  secuelas psíquicas que permanecerán para siempre, amén de los daños irreparables a la cultura, al medio ambiente o a la economía de la mayoría de la población. Mientras tanto, los directores de semejante barbarie brindarán en sus brillantes copas su sórdido pero provechoso triunfo.
El general norteamericano Butler comentaba las ganancias de algunas grandes empresas norteamericanas, de Du Pont indicaba que sus beneficios fueron de 1910 a 1914 de cincuenta y ocho millones de dólares al año, casi más de diez veces que en tiempos de paz. La Bethlehem Steel, que se dedicó entre otras cosas al tema de las municiones, ganaba cuarenta y nueve millones al año, cuando lo habitual eran seis. Anaconda, dedicada al cobre, ganó con la guerra treinta y cuatro millones al año, antes obtenía diez. Central Leather Company pasó de algo más de un millón a quince millones, General Chemical Company de ochenta mil a doce millones.1 Las empresas vendían más productos que nunca, que eran pagados por el Estado, es decir, por los estadounidenses; sin que muchas veces sus productos siquiera se llegasen a utilizar, por ejemplo, se vendieron cientos de miles de sillas de montar McClellan, pero no había caballería de EE.UU. en la guerra, lo mismo se hizo con las enormes ventas de redes para los mosquitos, que no llegaron a Europa. La corrupción económica acompañaba y acompaña en estas situaciones a la corrupción moral.
La guerra fue y es un enorme negocio para estas grandes compañías, también si cabe más todavía para las instituciones financieras. Muchas de ellas continuarían sus actividades de expolio utilizando las guerras y la violencia durante todo el siglo XX, incluida la siguiente gran guerra, la Segunda Guerra Mundial.2

Los supuestos motivos aducidos para apoyar la guerra, “La guerra para salvar a la democracia” que exaltaba Wilson o “la última de todas las guerras”, quedarían pronto en el olvido ante los contundentes hechos; aunque los mismos o similares supuestos motivos y las mismas o similares excusas se recuperarían en futuras campañas militares. Lo que nos vuelve a mostrar que la comprensión humana de los hechos históricos es mucho más limitada de lo que nos gusta normalmente reconocer.

Notas:
Extracto de mi obra Justificando la guerra.