Gabo era periodista por vocación y cuentista por pasión pues, como él decía, no tenía inclinación hacia el éxito literario de la forma que lo tenía para el mejor oficio del mundo. Y como amigo y maestro de profesionales se despide, 87 años después de que su Aracataca natal lo formase como el escritor más famoso de las letras en castellano. Sin embargo, definía el periodismo como un género literario y con esos dos elementos concomitantes se desenvolvió durante toda su vida.
Sus dos perfiles fueron reflejados en dos antologías que quedarán para la historia. Gabo periodista, como adalid de la justicia a través de su pluma, y Gabo. Cartas y recuerdos, una radiografía que narra las aventuras que inspiraron su realismo mágico. Desde la publicación de su primera novela en 1955, La Hojarasca, Gabriel García Márquez recorrió dos caminos paralelos: el de la lucha que alimentaba sus reportajes y el de las hieles de la fama.
Él escribía para atrapar a sus lectores, porque «la literatura es un acto hipnótico», pero tanto fue así que terminó convirtiéndose en un martirio. Tal y como refleja su hermano Eligio en Tras las claves del Melquíades, solo quería dedicarse a las canciones de los Rolling Stones, a la revolución cubana y a sus cuatro amigos de siempre. «Lo peor que me pudo suceder en un continente que no está acostumbrado a tener escritores de éxito, es publicar una novela que se venda como salchichas», decía Gabo sobre su obra maestra Cien años de soledad. Y esa soledad fue la que le llevó a refugiarse en un México que hoy llora su pérdida.
Columnas por la ruta de Faulkner
Muchos le describían como el alquimista de las palabras, técnica heredada de dos grandes maestros de la literatura estadounidense, Hemingway y Faulkner. Su inherente estilo hacía referencia a su tierra, a la nostalgia y a la frustración que le sugería; pero también expresaba esa coherencia intelectual que le caracterizaba. Y no encontró mejor cantera de inspiración que su familia y el pueblecito colombiano en el que se crió junto a sus abuelos maternos. Aunque también bebía de sus experiencias como reportero en El espectador, El Universal o El Heraldo de Barranquilla.
Cualquier elemento era susceptible de ser el germen de una columna periodística, desde el acordeón y el helicóptero, hasta la astrología y los loros. Y esa fe ciega que depositaron los lectores en sus labores de plumilla, le costó conseguirla un poco más por parte de los editores. Pero gracias al valor que siempre le dio a la amistad y a la lealtad, logró hacerse un hueco entre las personalidades más influyentes del sector. En el Grupo de Barranquilla se codeó con literatos de la talla de Álvaro Cepeda y Ramón Vinges, pero lo realmente determinante fueron sus idas y venidas por la geografía mundial.
Relato de un naufrago es el fruto de una historia de vida o muerte en alta mar que conmocionó al público. Las geniales El coronel no tiene a quien le escriba y La mala hora, se gestaron en una sugerente bohardilla del Barrio Latino de París. En el sur de los Estados Unidos, que William Faulkner retrató en sus dramas, dio rienda suelta a los guiones. Los dramas dictatoriales que después se reflejarían en novelas como El Otoño del patriarca, surgieron a raíz de su paso por Barcelona y su fuerte oposición al régimen franquista. Rincones del globo que alimentaban su imaginación al tiempo que reclutaban adeptos internacionales. Reconocimiento que, sin embargo, le causaba más rechazo que complacencia porque lo consideraba «una mentira».
De la amistad y otros demonios
Pese a su repudio por los galardones, a los 54 años se convirtió en el escritor laureado más joven desde Albert Camus. Las entregas de premios con su nombre se sucedían, como también lo hacían sus rechazos. El que sí recogió fue el Nobel de Literatura en 1982, donde pronunció un discurso que ha servido de biblioteca a lo largo de las décadas. «La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos», dijo llevando a la lírica y a América Latina sobre el atril de la Academia Sueca.
Todos los aspectos de su vida parecían recién salidos de un guión de cine y precisamente ese género fue la espina clavada en su trayectoria. Pese a que en Bogotá logró convertirse en el primer columnista de cine colombiano, no lograría ver un guión suyo sobre la gran pantalla hasta 1996 – Noticia de un secuestro-. Por su faceta de trotamundos, se vio implicado en varios conflictos políticos. Destaca su apoyo a los revolucionarios sandinistas en Nicaragua y al reintegro del Canal de Panamá.
Pero, sin duda, la relación más controvertida fue la que mantuvo con el ex presidente de Cuba, Fidel Castro. Su amistad surgió en la llamada ‘Operación Verdad’, cuando el líder de la revolución cubana convocó a varios estandartes de la prensa internacional para limpiar su imagen. Allí estaba Gabo, quien respetó hasta sus últimos días una fidelidad que le llevó al exilio.
Biografías británicas
En los últimos años de su vida, sus proyectos editoriales se han publicado a cuentagotas. El amor en los tiempos del cólera, Doce cuentos peregrinos, Diatriba de amor contra un hombre sentado y Del amor y otros demonios. Tras atravesar un cáncer en el sistema linfático cerraba esta extensa etapa en 2004, con ecos de Kabawata, en su última Memoria de mis putas tristes.
Y como un escritor no muere cuando fallece sino cuando deja de escribir, las letras llevaban una década huérfanas. Pero los repasos a su vida desde entonces se han sucedido. Desde el homenaje que rindió su hermano a la creación de Cien años de soledad, hasta su autobiografía Vivir para contarlo, existen interminables volúmenes que recogen las hazañas del escritor colombiano. Pero la que merece un pedacito en sus panegíricos es Una vida, que escribió su amigo inglés Gerald Martin. «No te preocupes, yo seré lo que tú digas que soy», le concedió Gabo porque, como él siempre decía, «todos deberíamos tener un biógrafo británico».