Manuel C. Martínez/Aporrea
Una cosa es clara, ningún comerciante tiene razones para considerarse explotador de nadie, salvo de sus clientes quienes, si a ver vamos, no se quejan, o a lo sumo lo hacen para pujar rebajas de precios, de tal manera que el margen de ganancia entre el precio de compra y el de venta quede minimizado a juicio del comprador o del Estado, pero hasta allí.
La publicidad[1], engañosa por excelencia, que explota o usa este capitalista, si bien con ella engatusa de lo lindo con su poder hipnótico que hace del consumidor potencial una fácil presa para creer a pie juntillas en todas las propiedades especulativas de tal o cual mercancías, al quedar insatisfecho, estas son perfectamente rechazables por el consumidor y se acaba el encanto, se le acaba el mercado al hipnotizador y a su contratista.
Entonces, ¿cómo averiguar y darnos cuenta de que efectivamente, aunque el comerciante no lo vea porque tiene la carencia ya mencionada y por ello no le asistan razones para ver la explotación de plusvalía que lleva consigo toda compraventa de mercancías, ni para darse cuenta de que en esa explotación de la mano de obra que deposita plusvalía en las mercancías que llenan sus inventarios, el asalariado deja el pellejo en las fábricas, pellejo del que finalmente participa con un pedazote el comerciante ajeno a la las fábricas, ajeno al cómo y dónde se fabrican esos inventarios, a quiénes participan en dicha fabricación, ya que, a lo sumo, el comerciante sólo entra en relaciones personales con otro comerciante, vale decir, con el representante de ventas de la fábrica correspondiente?
Además, el propio fabricante, ese que sí sabe cómo y dónde se fabrica las mercancías porque obviamente el funge de productor, también carece de razones para ver la explotación de plusvalía aunque él la practica directamente, habida cuenta de que, si a ver vamos, solo admite o sabe perfectamente que quienes elaboran las mercancías de su fábrica, o sea, los trabajadores, con estos solo se relaciones en términos comerciales como vendedores de unos servicios personales que como fabricante él necesita, aparte de que también realiza el comercio cuando compra los medios de producción, y cuando finalmente vende las mercancías terminadas por los trabajadores a quienes les compró su mano de obra. Todo un amasijo de labores comerciales y envolventes que enmascaran la explotación del trabajador en ese escondite llamado comercio burgués.
Y efectivamente, todas las legislaciones burguesas usan el Estado como instrumento de su aplicación, y este se limita a velar por las condiciones sanitarias en las fábricas, a que en ellas se pague lo salarios “justos” y preconvenidos entre patrono y el obrero, según leyes y procedimientos correspondientes, pero, fundamentalmente, el Estado se ocupa de velar por los precios de compraventa. Los precios de compra para determinar si los costes contabilizados por el comerciante y el fabricante son verdaderos o adulterados, y los precios de venta al consumidor para evitar y sancionar las posibles especulaciones y a sus responsables directos e indirectos, a los mercaderes de las cadenas comerciales que arrancan de la fábrica y terminan en las bodeguitas de la esquina o en alguna suntuosa tienda cargada y saturada de falsos costes por el lujo que las caracteriza para así encarecer el precio de venta y con ellos sus ganancias obtenidas, no a punta de bienes o valores de uso, sino de valores de cambio o de mayores volúmenes de dinero que pasan por caja.
[1] La publicidad se halla envuelta entre los llamados “costes falsos”, según miss apreciaciones volcadas en mi libro de texto. PRAXIS de El Capital. Cuando estos costes sean anulados, el valor de la cesta básica se verá reducido notablemente.