Alberto Pradilla
La Marea

«No estoy de acuerdo con los extremistas, pero ahora mismo son nuestros socios». Valery Bidnoshev, que dirige una asociación de cooperación juvenil, habla así de Svoboda, la formación ultraderechista que, junto a Batkivschina (partido de la antigua primer ministra actualmente encarcelada por corrupción, Yulia Timoshenko y ahora liderado por Arseni Yatseniuk) y el exboxeador Vitali Klitschko, de UDAR, encabezan la oposición ucraniana. «Conocimos este sector en medio de las protestas». Bidnoshev, que fue soldado de la URSS en Polonia a principios de los años 80, insiste: no comparte sus ideas pero tampoco es para tanto. Si tiene que elegir entre su rechazo al presidente ucraniano, Viktor Yanukovich, o esos tipos que desfilan por el centro de Kiev cubiertos con cascos, armados con escudos y con bates de madera (los que disponen de ellos), prefiere que los últimos estén en su lado de la barricada.

Su opinión simboliza el laissez faire de la gran mayoría de opositores al Gobierno ucraniano, que llevan acampados en la plaza de la Independencia de Kiev desde finales de noviembre. En principio, lo de las tiendas y la protesta pacífica comenzó como una reacción de algunos estudiantes hacia la decisión de Yanukovich de no firmar un acuerdo de colaboración con la Unión Europea. Luego entraron los «Berkut», policía especial antidisturbios, hubo enfrentamientos y el conflicto se enquistó. Porque esto va más allá de un acuerdo con Bruselas. De hecho, y aunque la bandera azul con las doce estrellas amarillas ondee en zona preferente junto al escenario principal de la plaza, nadie habla sobre sus vecinos occidentales.

Importa, de la misma manera que Rusia tiene sus intereses y aliados, pero lo que exigen los manifestantes es la marcha de Yanukovich. Ni siquiera la renuncia de todo el Gobierno, empezando por el primer ministro, Mykola Azarov, sirve. Tampoco la derogación de nueve de las doce leyes que castigaban la protesta. Los opositores se han puesto como objetivo prioritario que el presidente, elegido en 2010 y que el año que viene tenía que convocar elecciones, deje el poder. El campamento, casi una miniciudad en el centro de Kiev, sigue en pie.

Corrupción y oligarquía

«Las movilizaciones no van a parar», insistía el martes Mariya, una joven activista que se resguardaba del frío en el cuartel general de la revuelta, ubicado en el edificio de los sindicatos. Desde hace meses, las principales calles del corazón de la capital ucraniana tienen vida propia. En el exterior, el perímetro se protege con grandes barricadas formadas por sacos de hielo y reforzadas con hierros. Dentro, las tiendas de campaña o las improvisadas estructuras sirven de refugio para un frío atroz y como cantinas desde las que se reparte alimento u hospitales de campaña para atender a los heridos.

Desde la semana pasada se mantiene una tregua en la calle Hrushevskoho, la arteria rota por autobuses carbonizados e hileras de antidisturbios que conduce desde la zona opositora hasta el Parlamento. Allí, los manifestantes se calientan en hogueras y aguardan una nueva escaramuza que no parece que vaya a llegar. «No nos moveremos de aquí hasta lograr nuestros objetivos. Hablo de democracia, de poder expresar mis opiniones libremente», dice Alexandr, un granjero que se calienta en un bidón convertido en calefactor. A su lado, los enormes tirachinas artesanos. Aunque ni siquiera serían necesarios. Los policías están lo suficientemente cerca como para poder ser alcanzados con la mano. Pese a lo que podrían sugerir imágenes como las de la catapulta, los disfraces de Darth Vader o la formación en testudo de los policías, que recordaba a los legionarios romanos, la mayor parte del tiempo transcurre esperando. Intentando que el frío no les quiebre los huesos.

Al margen de conceptos como «libertad», sobre lo único concreto que se habla en la barricada es acerca de la marcha de Yanukovich. Luego ya se entra a relatar la corrupción, endémica en un país dominado por los oligarcas desde la caida de la URSS. O de las dificultades de los jóvenes para encontrar un empleo. Algunas veces de Europa, pero como concepto abstracto y vinculado a supuestas leyes que, ellos ya lo saben, también sirven para romperse. A la hora de hablar de política, ni siquiera da la sensación de que exista un plan para el «día siguiente». Tampoco una unidad en torno a un proyecto.

Banderas rojas y negras

«No creo en los partidos de la oposición. Si ahora mismo se celebrasen elecciones, todo seguiría igual, lo que es necesario cambiar es el sistema», sintentizaba Tania, una estudiante de medicina que paseaba por la segunda línea de sacos de hielo. A su espalda, otro dirigente opositor, Yuri Lutshenko, se dirigía a la prensa. Ni ella ni sus acompañantes, dos jóvenes con casco de moto y tapados hasta los ojos, se molestaban en saber qué decía. «Son lo mismo. No nos podemos fiar», insistían. Esta sensación se ha extendido entre jóvenes que, progresivamente, se ven seducidos por grupos como el Pravi Sektor o Causa Común, formaciones de ultraderecha cuya respuesta ha sido la acción. Mirar para otro lado o considerarles necesarios como arietes no ha hecho sino alimentarles. Y eso que no era difícil comprobar su presencia: bastaba con ver alguna de las decenas de banderas rojas y negras, símbolo de los «nacionalistas ucranianos» que se aliaron con los nazis para luchar contra la URSS, para darse cuenta.

El conflicto ha llegado, otra vez, a un punto muerto. Porque los opositores no están dispuestos a ceder un milímetro pero Yanukovich también tiene sus apoyos. El martes, miles de personas se concentraban junto a la Rada, el parlamento ucraniano, para instar al presidente a poner fin a «Euromaidan». «Yanukovich no debe dimitir, lo que son necesarios son compromisos», afirmaba Faina, una mujer de 55 años que clamaba por la «paz» y que mostraba su preocupación por una posible escalada. Este riesgo, el de un incremento de la violencia, es contemplado solamente en voz baja. Aunque también es cierto que, al menos en Kiev, los enfrentamientos se limitan a una única y ennegrecida calle. «Son ellos quienes han alimentado a los radicales y los tienen fuera de control. Solo puede solucionarse esta crisis mediante el diálogo», Olexander Zinchenko, comandante del acto organizado por el Partido de las Regiones, reiteraba esa palabra que ya usó Azarov en su renuncia. Insiste en la salida dialogada y considera que es Europa quien está interfiriendo en los asuntos ucranianos. A uno y otro lado de la barricada se mira con recelo las manos ocultas de Bruselas y Moscú. En esta zona, donde se dice que provienen los «titushki» o provocadores del Gobierno pero en la que no se ven los escuadrones de los palos, el acento es ruso. Muchos vienen del este, que es donde se concentra el apoyo a Yanukovich. Como Vladimir Selivanov, que trabaja en una asociación de defensa de los derechos de los ciudadanos rusos en Sebastopol. Se había metido 16 horas de autobús entre pecho y espalda para pasar algunas horas frente al Parlamento y regresar a casa. «Yo estoy aquí por convicciones. Nosotros le votamos. Así funciona la democracia», insiste. Aquí se mira con sospecha a Europa. «¿Cuáles son sus intereses?», pregunta un religioso interesado por la cuestión «moral» y la proliferación de «homosexualidad, drogas e incesto» en los decadentes vecinos. En el peso de la religión coinciden ambas Ucranias.

Obviamente, el presidente ruso, Vladimir Putin, tiene mucho que decir. También los líderes europeos. Pero son los ucranianos quienes tienen la última palabra. Desde 2004, el conflicto se reabre periódicamente. Y la desconfianza entre ambos sectores no cicatriza. Así que las posiciones se han enquistado. Tampoco se puede pasar por alto la progresiva «paramilitarización» de los detractores de Yanukovich. Cada vez más desfiles. Cada vez más uniformes. Cada vez más preguntas acerca de qué ocurriría si en lugar de con un palo desfilasen con un arma.