[El movimiento de los “forconi” (de las horcas, por ser éstas los instrumentos simbólicos que llevaban) nació en Sicilia en enero de 2012, protagonizado por las protestas de los transportistas y agricultores. Posteriormente se ha extendido por toda Italia y recoge a vendedores ambulantes, precarios, estudiantes, desempleados, inmigrados, incluso ultras de los clubes de fútbol y agitadores de extrema derecha. Es un conjunto social disperso y desagregado, pero unido en manifestaciones en plazas públicas, donde se pide la caída del gobierno Letta, la salida del euro o la reducción de los impuestos.

Este artículo que publicamos a continuación expresa una determinada opinión sobre este movimiento y sobre lo que significa en estos momentos de profunda e histórica crisis social. Según el autor, no nos podemos fijar en la presencia de grupos fascistas para definir al movimiento como de carácter fascista. Otros comentaristas marcan precisamente la afinidad del movimiento con la marcha sobre Roma de Mussolini en 1922. De cualquier modo, este fenómeno social italiano, lo podemos relacionar con otras manifestaciones distintas en otros países europeos pero similares en lo que significan de protesta difusa, desarticulada, disgregadora, al margen – y muchas veces en contra– de las clásicas organizaciones políticas y sociales (partidos y sindicatos). Si la gente no ve en las históricas plataformas de organización una respuesta a sus demandas lo que hace, sencillamente, es salir a la calle y gritar, protestar, a veces destruir… ¿les queda otra alternativa?]

Turín ha sido el epicentro de la llamada “rebelión de las horcas”, al menos hasta ayer. Turín es también mi ciudad. Así que he salido de casa y me he ido a buscarla, la rebelión, porque como decía el protagonista de una vieja película de los años 70, ambientada en el tiempo de la revolución francesa, «si uno va, uno lo ve…». Bien, tengo que decirlo sinceramente: lo que he visto, a la primera ojeada, no me ha parecido una masa de fascistas. Y ni siquiera de vándalos de un clan deportivo. Ni tampoco de mafiosos o camorristas, o de evasores sin castigo.

La primera impresión, superficial, epidérmica, fisionómica —el color y la forma de los vestidos, la expresión del rostro, el modo de moverse— ha sido la de una masa de pobres. Quizá lo digo mejor: de “empobrecidos”. Las numerosas caras de la pobreza, hoy. Sobre todo de la que es nueva. Podríamos decir de la clase media empobrecida: los endeudados, los prejubilados, los fracasados o en riesgo de fracaso, pequeños comerciantes obligados por los requerimientos a quedarse en descubierto bancario, u obligados al cierre, artesanos con los requerimientos de Equitalia (agencia tributaria) y con el crédito cortado, transportistas, “pequeños patronos” con el seguro caducado y sin dinero para pagarlo, desempleados de larga y corta duración, ex albañiles, ex peones, ex empleados, ex mozos de almacén, ex titulares del CIF que ya no pueden soportar ese impuesto, precarios sin renovación gracias a la reforma de la ex ministra Fornero, trabajadores con contrato limitado, despedidos de las obras ya paradas o de las tiendas cerradas.

Los rostros marginales de cada categoría productiva, aquellas que están “al límite” o ya se han desplomado, las hasta hace poco todavía sutiles, hoy ya en rápida y quizá vertiginosa expansión… Alrededor, la plaza en círculo, con todas las tiendas cerradas, las persianas bajadas formando un muro gris como el de la muchedumbre. Y la “gente”, encerrada en los coches bloqueados por un filtro no asfixiante pero suficiente para generar inquietud, ella también con sus propios problemas, mirándolos —al menos en un primer momento— con cierto respeto, me ha parecido. Como cuando uno se para porque pasa un entierro. Y piensa “podría tocarme a mí…”. Levantaban el dedo pulgar —no el índice, el dedo pulgar— como diciendo “aquí andamos todavía “, desde los automóviles alguien respondía con el mismo gesto, y una sonrisa triste como preguntando “¿hasta cuándo?”.

No había otra comunicación: la “plataforma”, por decir algo, el común denominador que les unía era debilísimo, reducido a los huesos. El único cartel que mostraban decía “Somos ITALIANOS”, con caracteres cubitales, “Paremos ITALIA”. Y la única frase que repetían era: “Estamos hartos”. Es decir, si transmitían algún dato sociológico era éste: que eran aquellos que no aguantan más. Heterogéneos en todo, multitud solitaria por constitución material, pero reunidos por ese único, terminal estado de emergencia. Y de una visceral, profunda, constitutiva, antropológica extrañeza/hostilidad política.

No eran una astilla del mundo político. Eran un trozo de sociedad disgregada. Y sería un error imperdonable liquidar todo esto como producto de una derecha golpista o de un populismo radical. Había entre ellos gente de Fuerza nueva, es verdad, allí estaban. Como había ultras entre las escuadras. Y los cultivadores de la violencia por vocación o por frustración personal o social. Había de todo, porque cuando un contenedor social se rompe y deja escapar su propio líquido inflamable, a los incendiarios les ha caído el gordo. Pero no es esto lo que explica el fenómeno. No se ceba así una movilización tan amplia, diversificada, multiforme como la que se ha visto en Turín. La verdadera pregunta que hay que hacerse es por qué precisamente aquí se ha materializado este “pueblo” hasta ayer invisible. Y por qué una protesta en otro momento puntual y selectiva ha tomado un carácter tan masivo…

¿Por qué Turín ha sido la “capital de las horcas”? En parte porque ya existía un núcleo cohesionado —los vendedores ambulantes de Porta Palazzo, los llamados “mercatali”, ya movilizados desde hace tiempo— que ha funcionado como principio organizativo y detonador de la protesta, capaces de ramificarla y extenderla de forma capilar. Pero sobre todo porque Turín es la ciudad más empobrecida del Norte. Donde la ruptura sobrevenida a consecuencia de la crisis ha sido más violenta. Las cifras hablan.

Con sus casi 4.000 procedimientos ejecutivos en 2012 (cerca del 30% más respecto del año anterior, uno cada 360 habitantes como certifica el ministerio) Turín ha sido definido como “la capital de los desahucios”. En su mayor parte debidos a “morosidad involuntaria”, es decir, “cuando a consecuencia de la pérdida de empleo o el cierre de la actividad, el inquilino no puede pagar el alquiler”. Y ya se han anunciado otros 1.000, tal y como ha denunciado el obispo Nosiglia, para los inquilinos de las casas populares que han recibido la advertencia de pagar al menos los 40 euros mensuales marcados por una reciente ley regional, también a quien está clasificado como “involuntario” y que no se lo puede permitir.

Las actividades comerciales también están de luto: en los dos primeros meses del año han cerrado 306 tiendas, es decir, el 2% de las existentes, lo que equivale a 15 al día, y 626 en toda la provincia, de los que 344 son bares y restaurantes. Es la última estadística disponible, pero podemos suponer que en los meses sucesivos el ritmo no se ha parado. Otros casi 1.500 habían “muerto” el año anterior […]

Si echamos un vistazo al mapa de los grandes ciclos socio-productivos ocurridos en el tránsito hacia el siglo XX, está en crisis toda la composición social que la vieja metrópolis de producción fordista había generado en su pasaje hacia el post-fordismo, con la retroversión de la gran factoría centralizada y mecanizada en un territorio, la diseminación de las subcontratas, la multiplicación de empresas individuales que se emplean en aquello que quedaba del ciclo productivo automovilístico, las consultas externalizadas, el pequeño comercio como sucedáneo del welfare, junto con las prejubilaciones, los contratos por programa, los empleos interinos de bajo nivel (no los cognitarios de la creative class sino el peonaje de bajo costo)[1]. Era una composición frágil, que sobrevivía en suspensión dentro de la burbuja del crédito fácil, de las tarjetas revolving, del crédito bancario blando, del consumo compulsivo. Y así ha ido hasta que la presión financiera ha puesto sus manos en el cuello de los marginales, y cada vez más fuerte y cada vez más hacia arriba.

No da gusto ver esta segunda sociedad salida a la superficie con el símbolo tremendamente obsoleto, premoderno, de feudalismo rural y de jacquerie (levantamientos campesinos) como es la horca, pero a la vez portadora de una hipermodernidad explosiva. De una tentativa de transición fracasada. Pero es verdadera, más verdadera que los vacuos ritos que se vuelven a proponer desde arriba, en los tenderetes de las primarias que, precisamente decían también, con otra forma y con buen tono, que “no se puede aguantar más”, o en los programas de debate de la televisión. Es sucia, fea, mala. Esclavitud, también. Está llena de rencor, de rabia y a veces de odio. Porque la pobreza no es nunca serena.

Nada que ver con la “hermosa sociedad” (y la “hermosa subjetividad”) del periodo industrial, con el lenguaje del conflicto áspero pero aseado. Aquí la política es coto del orden del discurso. Ha sido demasiado profundo el abismo excavado en estos años entre representantes y representados, entre el lenguaje que se habla en voz alta y el dialecto con el que se comunica la gente de abajo. Demasiado vulgar ha sido el éxodo de la izquierda, toda la izquierda, de los lugares donde está la vida. Y quizás, como en la Alemania de los años treinta, serán sólo los lenguajes guturales de los nuevos bárbaros los que vayan al encuentro de esta nueva plebe. Pero sería una desgracia —peor, un delito— regalar a los centuriones de la derecha social el monopolio de la comunicación con este mundo y la posibilidad de que esos (malos) sentimientos coticen en su propia bolsa. Un enésimo error. Quizás el último.

13/12/2013

http://encampoabierto.wordpress.com/2013/12/20/el-invisible-pueblo-de-los-nuevos-pobres/

Marco Revelli es catedrático de Ciencia Política de la Universidad del Piamonte Oriental. El artículo apareció publicado en il Manifesto, el 13 de diciembre. la traducción la hizo J. Aristu.

[1] Es un término de Franco Berardi: el cognitariado es el conjunto de los que elaboran, crean y hacen circular los interfaces tecnolingüisticos, tecnosociales, tecnomédicos, etc., que articulan cada vez más profundamente la sociedad contemporánea. Según este autor constituirían parte del nuevo proletariado.