Al inicio de la novela de Vargas Llosa, Conversación en la Catedral, un peruano le pregunta a su amigo:
–¿Y cuándo se jodió Perú?
Dan por sentado que Perú se jodió, está jodido. Se trata de saber desde cuándo, a partir de cuándo, para intentar entender el porqué y el para quiénes.
Hoy se da por sentado que Europa está jodida, que se jodió. Hay distintos diagnósticos. Unos dicen que se debe a la pereza de los del Sur, que el aire mediterráneo y la siesta los hizo vivir por encima de sus posibilidades (eso que hemos oído hace tanto tiempo ya en América latina). Otros dicen que fue por la rigidez del Banco Central de Alemania, que domina la troika y se impone a las otras economías. Los medicamentos se diferencian un poco, pero al fin y al cabo son todos amargos. Porque todos aceptan que Europa se jodió.
Lo cual es un fenómeno de inmensas dimensiones, representa un retroceso de dimensiones civilizatorias, porque el estado de bienestar europeo fue una construcción solidaria que se había convertido en referencia a escala mundial. Terminar con él implica un vuelco a tiempos de exclusión social y abandono que Europa había dejado atrás.
¿Cuándo se jodió Europa? Podría ser durante la explosión que apareció con la Primera Guerra Mundial, cuando se confirmaron dramáticamente las contradicciones interburguesas que Lenin dijo que comandarían la historia mundial entrado el siglo XX. Europa se había vuelto escenario de la más brutal de las guerras que la humanidad había conocido hasta ese momento.
Se podría también ubicar aquel momento en la división de la socialdemocracia entre belicistas y pacifistas, abandonando oficialmente en la II Internacional el pacifismo y el internacionalismo que la había caracterizado, abriendo heridas que no volverían a cicatrizarse.
Se podría igualmente ubicar el momento en que se jodió Europa cuando no logró impedir el brote de las distintas formas de dictaduras de derecha –fascismos, nazismo– y, además, no fue capaz de derrotar ese fenómeno sin apoyos externos.
Pero nada de eso explicaría el viraje actual. Porque, después de todo eso, Europa occidental fue capaz de construir estados de bienestar, y que a lo largo de tres décadas fue una de las más generosas construcciones sociales que la humanidad haya conocido.
Entonces fue después de eso que Europa dio un giro que la llevó a estar jodida. Yo ubicaría ese momento en la transición entre el primer y el segundo año del primer gobierno de François Mitterrand, en Francia. La victoria, finalmente tan conmemorada de la izquierda francesa de la posguerra, propició a Mitterrand un primer año centrado en las nacionalizaciones, en la consolidación de los derechos sociales, en una política externa solidaria y volcada hacia el Sur del mundo.
Pero el mundo había cambiado. Reagan y Thatcher imponían un nuevo modelo y una nueva política internacional. Francia sufrió las consecuencias del nuevo escenario. Podría haber estrechado alianzas con la periferia, con el Sur del mundo, con América latina en particular, liderando a los países que más directamente sufrían los cambios globales. Sin embargo, hubo un cambio radical en la orientación del gobierno socialista francés. Adaptándose a la nueva ola neoliberal a su manera, Francia se sumó como aliado subordinado al liderazgo del bloque Estados Unidos-Gran Bretaña.
Ese giro, que consolidó la nueva hegemonía, de carácter neoliberal, inauguró la modalidad de gobiernos y fuerzas socialdemócratas asimilados a la hegemonía de los modelos centrados en el mercado y en el libre comercio. La España de Felipe González no tardó en sumarse y fue seguida por otros gobiernos, abriendo camino para que, en Latinoamérica también, esa vía se extendiera a países como México, Venezuela, Chile y Brasil, entre otros.
Esa nueva orientación predominante ya apuntaba a la condena del estado de bienestar –un modelo contradictorio con el Consenso de Washington–, que tarde o temprano sufriría las consecuencias. La unificación europea se dio bajo esa orientación. Las consultas nacionales no se centraban en la unificación europea, sino en la moneda única (el euro), dando un carácter centralmente monetario a esa unificación.
La crisis iniciada en 2008 agarró a Europa absolutamente frágil, inmersa en los consensos neoliberales, lo cual le impidió reaccionar positivamente frente a la crisis como los gobiernos latinoamericanos, que se han inspirado en los modelos reguladores que habían sido hegemónicos en Europa en las tres décadas llamadas “gloriosas” que sucedieron la Segunda Guerra Mundial.
Así llegamos a la fisonomía actual de Europa de destrucción del estado de bienestar, echando nafta al fuego, tomando medicamentos neoliberales para la crisis neoliberal, que sólo se ahonda y se prolonga.