Leo en la red de redes una previsión que solo un optimista a ultranza, un panglossiano atávico, describiría -y soslayaría- como muestra de una neurosis obsesivo-apocalíptica: “En unos cien años la especie humana se habrá extinguido”.
Sé que suena demasiado rotunda la aseveración, pero al menos deberíamos contemplarla como probable escenario, no solo por provenir de un investigador, el australiano Frank Frenner, con más de una docena de reconocimientos internacionales en medicina y microbiología. Tengamos también en cuenta, verbigracia, que, si bien los términos ambientalismo, sustentabilidad, ecosistema, biodegradable, integran actualmente el lenguaje corriente, “están siendo mejor aprovechados para promover las ventas y acelerar el consumismo que para disminuirlos”, de acuerdo con Luis Brunati, en Argenpress. Sí, “el argumento ecológico sirve hoy para vender más autos, acondicionadores de aire, lamparitas, lavavajillas o más de lo que sea, lograr rating televisivo y en general promover el consumo”.
Consumo hipertrofiado, irracional, característico de un modo de producción signado por la valorización del capital, la maximización de las ganancias, el valor de cambio en detrimento del valor de uso… Y el presentismo, que se revela con nitidez en el acto fallido que representó la reciente XIX Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, celebrada en Polonia, cuya economía resulta paradójicamente dependiente (y obcecada en) del carbón y la hulla.
En la cita, Japón anunció que no ejecutará la meta de reducir al 75 por ciento su emisión de gases de efecto invernadero para 2020, y en son de “dádiva” se comprometió a rebajarla en un anémico 3,8 por ciento. Australia -precisamente la tierra del “agorero” Franner- se salió con que recortaría los impuestos aplicados a sus industrias por la emanación de CO2, que contraerá en apenas cinco por ciento. Canadá se apareció con la jeremiada de la imposibilidad de cumplir lo pactado.
¿Las causas de la vulneración de las promesas? En última instancia, la coartada del crecimiento económico, del PIB, que en buena medida explica el rechazo primermundista a la propuesta, hecha por el del Grupo de los 77+ China, de responsabilizar a los contaminadores históricos e indemnizar a los países pequeños por daños y pérdidas. No importa que -Franner dixit-, de continuar agrediendo al planeta -y esto, vaticinado en 2010, no pertenece al modo subjuntivo; ya es pura realidad-, en enero de 2014 los humanos entremos en el año 96 de nuestra cuenta regresiva, en la que los desajustes climáticos, la polución, la crisis energética, la problemática social y la superpoblación harán dramática la propia subsistencia más allá del 2050.
Al parecer, unos pocos pero harto influyentes logran conciliar el sueño a pesar de pronósticos tales los del especialista británico Mark Lynas: Con un paulatino aumento de temperatura en un rango que va desde un grado Centígrado hasta seis, se disolvería el hielo del Ártico en medio año; las mareas sumergirían la costa de la bahía de Bengala, entre la India y Birmania, dejando sin hogar a un millón de personas; se acabarían las barreras de coral y los osos polares devendrían mero recuerdo; el estado de Tuvalu, en el océano Pacífico, se adentraría en las aguas; la selva del Amazonas podría desaparecer, por los frecuentes incendios; la nieve de los Alpes se licuaría y las olas de calor se tornarían cotidianas en el mar Mediterráneo.
Por si no bastara -Dante es un niño de tetas-, el derretimiento de los glaciares antárticos elevaría el nivel del mar hasta borrar a Venecia; se perderían las nieves del Himalaya; se consumirían de sed Los Ángeles, El Cairo, Lima y Mumbay, y se desatarían las consabidas guerras. En fin, el panorama terrestre semejaría el del período Cretácico, de hace 144 millones de año; muchas de las principales ciudades del orbe, entre ellas Nueva York, se trocarían en silenciosas ruinas “lacustres”; los océanos se enseñorearían de la mitad de la masa del globo…
El homo sapiens -digámoslo con Brunati-, se anotaría el triste privilegio de ser el primer homínido en borrarse por acción propia y en tiempo récord: unos sesenta mil años, contra los más de 200 mil que alcanzaron los neardenthales, desaparecidos hace apenas unos 28 mil años, por razones ajenas a su actividad sobre el planeta.
¿Neurosis obsesivo-apocalíptica? Bueno, lo que sí no puede tratar un psiquiatra es la lógica del caos que mueve a unos cuantos panglossianos, empeñados en que el mundo de las ganancias a toda costa es el mejor de los posibles. Y si hipotéticamente lo fuera, ¿hasta cuándo, eh, hasta cuándo?