Pablo Gandolfo.
Marcha
Fueron sus propias inconsistencias las que llevaron al kirchnerismo a la derrota electoral. No los medios ni la ingenuidad de «la gente”. Esa explicación fatalista sólo sirve para evitar la autocrítica.
En la calle, en los medios de comunicación o en los mensajes radiales de los oyentes se puede escuchar el lamento de los simpatizantes del kirchnerismo. “La gente no sabe como vota”, “la gente está muy mal informada”. Esos lamentos implícitamente llevan a lecturas, explicaciones y opiniones sobre el porqué de la derrota.
Entre esos motivos ocupa un lugar destacadísimo la explicación recurrente al poder de los medios de comunicación. Esos medios habrían “inventado” a Massa y permitido a Solanas derrotar a Filmus. La explicación se completa con un pueblo ingenuo que se deja manipular por medios (y fines) que, efectivamente, son maquiavélicos.
No negaremos que los medios de comunicación posean un gran poder en la conformación de la subjetividad del “ciudadano”, ni que hay una porción de la población que repite un sentido común liberal, propalado por los medios. Ideas liberales que, por otro lado, ese ciudadano padece en sus consecuencias cotidianas: al usar el transporte público, en el acceso a la vivienda, en el desempleo y el trabajo en negro, la inflación y tantas otras desavenencias cuyo origen está en esas concepciones.
Se trata de una explicación de lo sucedido en estas elecciones que peca de fatalismo y consecuentemente carece de autocrítica. “Los medios son lo que son y nuestro pueblo es lo que es.” Este resultado sería producto de estos dos factores y, por lo tanto, aquí no hubo errores del gobierno ni son sus insuficiencias e inconsecuencias las causa que horadan su apoyo. Es decir, una buena forma de no aprender nada sobre lo sucedido.
Es, en el fondo, una variación del remanido argumento de las relaciones de fuerza: las condiciones existentes no permiten hacer más que lo que se hace. Es mas, una articulación radicalizada de estas ideas dicta que el gobierno hizo mas de lo que se podía hacer, por eso se enajenó el apoyo de sectores de la población y se ganó poderosos enemigos, entre ellos los medios que son los que ahora le inflingen esta derrota.
La Revolución Bolivariana, que muchos kirchneristas reivindican, muestra la falsedad de estos argumentos. Con la aplastante mayoría de los medios de comunicación en contra y sosteniendo una agenda aún mas agresiva que la que tiene lugar en Argentina, durante 15 años los medios no pudieron perforar el apoyo al Gobierno Bolivariano. Es evidente que la revolución paga un costo por el desgaste que una campaña de esa naturaleza tiene. Es evidente también que uno de los factores que aminora su impacto es no haber respondido con mesura y tibio reformismo, sino con una verdadera revolución. En su radicalidad está su fortaleza. Por el contrario, en el kirchnerismo es en la tibieza y en la inconsistencia donde está su debilidad. El problema no es haber avanzado demasiado sino demasiado poco.
Existen explicaciones más consistentes y menos despechadas de los motivos de la derrota. Para dar una batalla política contra el statu quo, desde la ideología que sea, un gobierno o una dirección política debe tener como uno de sus objetivos, tal vez el principal, hacer avanzar la conciencia de franjas mayoritarias de la población. Un objetivo en el que el kirchnerismo prácticamente no ha dado un paso (tal vez con la excepción del debate sobre los medios) y cuya prueba es “La Cámpora”, su producto mas genuinamente propio, una organización que carece de una visión consistente, que entrena a jóvenes con ganas de cambiar las cosas en los vicios que debería combatir y que carece de mas estrategia que insertar a sus militantes en puestos del Estado. No se triunfa frente al status quo sin avances masivos en la conciencia.
El odio de sectores del poder, es claro, se debe a lo bueno que el kirchnerismo hizo. Pero la perdida de apoyo popular es por lo bueno que no hizo y que podría haber hecho. Desde los medios y los candidatos, se hizo un fino trabajo para expresar y encausar lo segundo a través de personeros (periodistas y candidatos) que se oponen a lo primero. Es allí donde interviene lo que podríamos calificar como cierta ingenuidad del electorado. Un verdadero síndrome de Estocolmo. Sin embargo, ese trabajo no hubiera sido posible sin las inconsistencias del propio gobierno.
Un ejemplo: el avance del Estado en la economía es un hecho positivo. Ahora bien, si ese avance se usa también para enriquecer empresarios amigos y como botín de los funcionarios de turno, en esa debilidad se apoyará el enemigo para propagar un sentido común antiestatista. Si a eso le sumamos la brutal ineficiencia del Estado por ejemplo en el área del transporte, la debilidad será doble. Si la defensa del Estado queda en boca de funcionarios aprovechados y para colmo el ciudadano padece a diario las consecuencias (escuelas, hospitales, transporte, seguridad y sigue la lista), ¿quién que no sea un militante convencido puede querer más Estado? El mecanismo se puede repetir en decenas de áreas.
El kirchnerismo no ha sabido -ni tiene en su dirección política este objetivo- contraponer al liberalismo una ideología distinta. Más allá de las diferencias puntuales con la oposición respecto del lugar relativo de algunos factores, el kirchnerismo no es antiliberal sino una variante contradictoria del propio liberalismo. Por lo tanto, el resultado no refleja el triunfo del liberalismo contra un opuesto sino la interna de las propias variantes liberales.
Para derrotar a la derecha liberal argentina no es necesario un amplio, contradictorio e inconsistente bloque progresista. Por el contrario, esa es la garantía de que más tarde o más temprano volverán a ganar. Para derrotar a la derecha hace falta una fuerza popular, masiva pero no inconsistente, plural pero no indefinida. Una fuerza con capacidad de enfrentar sin concesiones a las concepciones liberales, que son las que mantienen al país en una situación semicolonial.