El oficialismo sostiene el control del Congreso y la condición de primera minoría. Las oposiciones ganaron en más provincias que lo que era esperable a principios de año, incluyendo resultados muy amplios en las cinco más grandes. La mayor novedad del proceso electoral fue el lanzamiento del intendente Sergio Massa, cuyo triunfo en Buenos Aires es clave para interpretar el panorama general. Si se hace el ejercicio de imaginar una victoria apretada del FpV ahí, todo sería diferente. El cuadro de situación no se deja explicar con una palabra o dos, ni con un título catástrofe, lo que no niega su legibilidad.
Se abre un escenario complejo, que no sella el resultado de las elecciones presidenciales. El kirchnerismo no las ha perdido de antemano, como proclaman los opositores a coro, pero la tiene difícil. En parte porque no contará con la re-reelección (algo que estaba dado desde hace más de un año, como mínimo) y en parte porque ha bajado su nivel de convocatoria.
Las oposiciones, a su vez, no tienen “comprado” el 2015. Más aún, sus chances no son tan nítidas si no operan sobre su multiplicidad actual, que le fue funcional anteayer. La memoria de lo sucedido en 2009 viene a cuento, a condición de aceptar que la historia no se repite en calco. Como entonces, los adversarios del kirchnerismo optimizaron su dispersión y se repartieron victorias locales (sin acuerdo expreso o tácito, por pura imposición de las circunstancias).
Años ha, la dispersión y falta de capacidad de comprender cuánto repuntó el Gobierno y cómo viró la sociedad le costaron caro. Ahora pueden imaginar otras tácticas, sobre las que algo se dirá líneas abajo.
Los guarismos revelan, opina este cronista, una tendencia general muy matizada por circunstancias locales, lógicas en un país federal. Hay una luz de alerta para el Gobierno, para nada unánime ni tampoco uniforme. Es forzoso afinar la mirada y combinar variables para comprender por qué goleó en Río Negro y no en Catamarca, en Entre Ríos y no en Santa Fe. En el comparativo con cuatro años atrás, mantuvo o mejoró la suma de votos y de bancas en las cinco provincias que le propinaron los reveses más vistosos, pero menguó en otras que saben serle muy fieles. Nada es sencillo, entonces, ni monocausal.
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Los comicios de 2011 y 2013 ocurrieron en un mismo país, que no cambió tanto en ese lapso. No padeció crisis severas, cataclismos naturales o económicos, guerras civiles. Describir el período como sustentable y estable choca con la épica más intensa del kirchnerismo y contra la rabia opositora, pero al cronista le parece una descripción pasable. No hubo una revolución, una hecatombe ni fue el tiempo más feliz de la transformación. Hubo (nada más pero nada menos) una mutación de preferencias en las urnas, que las elecciones legislativas incentivan pero no explican en su totalidad. La hegemonía política se construye o diluye día a día: la del kirchnerismo mermó.
Yerran los que interpretaron la reelección de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner como un episodio de extravío colectivo, de la necedad de las masas, de la condición de rehenes de los humildes. Ahora reinciden en el error cuando se extasían con el grito de rotas cadenas, la insurrección irrevocable en pos de la república y la tolerancia. Una conversión sin vueltas ni matices, ni condiciones.
Quienes sindican a los medios dominantes como los demiurgos del bajón oficialista soslayan que un bienio atrás el conflicto con Clarín y sus tentáculos transitaba un estadio parecido al actual.
La composición clasista del voto justifica un análisis más fino que el que puede hacerse acá, apenas un día después. En primera aproximación, cuesta aceptar los dicterios de ciertos partidarios del kirchnerismo contra “la clase media” o suponer que a Massa lo aupó un “voto country”. Todo acumulado de un cuarenta por ciento o más en la Argentina (cuya pirámide social no es la de Francia) es, de pálpito, policlasista. Lo que vale tanto para territorios en los que el kirchnerismo fue goleado como aquellos en los que primó con holgura.
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Si se lo conjuga con sus aliados firmes, el oficialismo congrega a algo así como un tercio del padrón nacional. Por separado, ningún partido opositor le sigue cerca. Pero hay una virtualidad latente para “las opo”, que es la confluencia de clásicas estirpes políticas. Las vertientes del justicialismo “federal”, sacudidas por la irrupción de Massa, podrían tratar de coaligarse. Su pretensa unidad estaba muy desmadejada en la previa, la presencia del tigrense la cataliza.
El conjunto disperso de radicales, socialistas, Gen y fuerzas afines viene ensayando alianzas. Para ganar en Santa Fe, con el socialismo como nave insignia. Para ser competitiva en la Ciudad Autónoma, con la asombrosa y oportunista Unen. Para atemperar el naufragio en la híper peronista provincia de Buenos Aires (¡80 por ciento de votos en distintos lemas!).
Esas experiencias y la necesidad, que tira más que una yunta de bueyes, inducen a boinas blancas y socialistas a proponerse una coalición.
El cuadro general es propicio para esos ensayos, la votación popular parece subsidiarlo, el escarmiento de 2011 alecciona lo suyo. Claro que es bien peliagudo armar espacios tales, fijar reglas de juego, conservar las adhesiones tradicionales, invitar a otras, definir candidaturas sin desprendimientos ulteriores.
Si ambos espacios concretaran esa hipótesis de trabajo, se delinearía un horizonte de tres fuerzas para las presidenciales. Hablar de tercios es impropio, porque no tienen por qué ser iguales entre sí. En ese escenario, el capital político del kirchnerismo, de conservarse, es buen prospecto para cualquier primera vuelta electoral. Para la segunda de ayer tendría que recuperar la capacidad de encantar indecisos o no alineados o no emblocados, que no lo adornó en esta campaña. La impresión que dejó el escrutinio es que su envidiable piso no está tan distante de su techo, lo que es flojo prospecto para una contienda con ballottage.
Las mesas de arena son fascinantes, alientan al pensamiento y hasta a la acción… a condición de aceptar que en la realidad no todo “cierra”. En el esquema antedicho no encuentra lugar el PRO, que no capitalizó la desastrosa actuación de sus rivales en 2011. Para cuarta fuerza es chica, para liderar alguna de las otras le falta mucho.
El crecimiento de la izquierda clasista, que obtuvo tres bancas en Diputados y un restallante segundo lugar en Salta, agregaría diversidad al cuadro, si se sostuviera o mejorara. La incorporación de una nueva minoría a la Cámara más pluralista es auspiciosa. Habrá que ver cómo se apaña para conseguir un perfil propio y no ser arrastrado por las otras oposiciones, como les sucedió a varios dirigentes de trayectoria progresista.
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Mentemos, a vuelo de pájaro, los presidenciables que están desde el domingo “en boca de todos” (todos los pocos que discurren sobre esos temas). Hermes Binner, Julio Cobos, José Manuel de la Sota, Mauricio Macri y Massa en un rincón del ring. Del otro, Jorge Capitanich, Daniel Scioli, Sergio Urribarri. Las chances no son idénticas, se los consigna por orden alfabético. Todos son gobernadores o ex gobernadores. Hay un intendente. Se deja para otro día la disquisición sobre si Macri es intendente o gobernador o un tercer género tanto por las características de su distrito cuanto por las personales.
El cuadro no es definitivo ni pétreo ni se cerró la lista… aunque sugiere que el poder territorial “garpa” desde 1983. Cómo no iba a ser redituable en la última década, en la que las poblaciones han mejorado su nivel de vida y sus pretensiones.
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Suplir a un líder carismático es un intríngulis mayúsculo, que afrontaron Max Weber en la teoría y muchas organizaciones políticas o sociales en su praxis. La condición personal de un presidente no es fungible ni los grandes protagonistas se reemplazan así como así. Es aleccionador lo que pasa en dos países hermanos y vecinos, dotados de un sistema de partidos más estructurado que el argentino. Los ex presidentes Michelle Bachelet y Tabaré Vázquez retornan, tras un período de latencia y sin reelección: nadie pudo desplazarlos. Menuda referencia, caramba.
El kirchnerismo, en especial la presidenta Cristina, afronta dos desafíos simultáneos. El primero es renovar o refrescar la legitimidad de ejercicio y reconstruir la hegemonía política, cuyo principal ingrediente es la aptitud para sumar. En la opinión particular del firmante eso fuerza a “reinventarse” sin resignar lo esencial: cambiar políticas, incorporar herramientas nuevas, hacerse cargo de las contraindicaciones de medidas que fueron exitosas antaño. Revisar su gestión, su acción política, su diseño de campaña y los candidatos que eligió. También producir cambios en el equipo de gobierno e incluso en su funcionamiento.
Nada de eso puede suceder hasta que la presidenta Cristina retome sus funciones. Es un punto central de la coyuntura cómo y cuándo lo hará.
El segundo desafío es ir construyendo la figura de un sucesor o sucesora que, está casi dado, no tendrá al menos en sus inicios la envergadura de Néstor o Cristina Kirchner. Si esa figura cuenta con un contexto de legitimidad y hegemonía recuperadas, el FpV puede aspirar a continuar su saga. El debate sobre si el gobernador Scioli puede serlo, en función de sus dotes y sus convicciones ideológicas, está en el orden del día. El cronista se inscribe entre quienes piensan que (si se mantienen las coordenadas de hoy) sólo podría ser un mal menor, en el mejor de los casos.