Javier Echaide
Se encuentra muy instalada la concepción de que es necesario atraer inversiones extranjeras directas (IED) para promover el desarrollo de nuestros países periféricos. Ese pensamiento puso a esos países en una cruzada por intentar capturar estos flujos de capital con medidas como la precarización laboral, baja de salarios, pérdida de derechos sociales, reducción del rol del Estado, etcétera. Pero también con marcos jurídicos internacionales menos conocidos, aunque muy concretos: los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio desde 1995, los tratados contra la doble tributación, el ingreso al Ciadi (en 1994 para Argentina), la ratificación de tratados bilaterales de protección de inversiones (TBI) son signos de esa liberalización económica neoliberal que hoy continúa.
La Argentina se incorporó a todos estos ámbitos sin miramientos creyendo que, de no hacerlo, “quedaría afuera del mundo”. Así nuestro país firmó 58 TBI (55 en vigor), entendiendo que ellos daban el marco jurídico suficiente para asegurar la captura de las inversiones extranjeras, aventajándonos respecto de nuestros competidores. Pero la liberalización del capital hizo que se compitiera en una carrera para nivelar hacia abajo en materia de derechos sociales.
Pasado el auge neoliberal en nuestra región, en 2009 la Unctad publicó un informe sobre acuerdos internacionales de inversiones entre los que menciona los TBI. Dicho informe sostiene que la influencia de tratados de comercio preferenciales suelen ser más influyentes que los TBI para la toma de decisiones sobre dónde invertir. Brasil no es un país adherido al Ciadi y no posee ningún TBI en vigor, y es prueba de esta aseveración, pues las empresas invierten dependiendo del éxito de sus negocios más que de tratados que sólo operan cuando existen problemas que evidencian un fracaso en la operación: nadie invierte esperando perder para entonces poder iniciar un reclamo.
La Cepal publicó recientemente otro informe donde dice que las utilidades de las empresas transnacionales que operan en América latina y el Caribe se incrementaron 5,5 veces en nueve años, pasando de 20.425 millones de dólares en 2002 a 113.067 millones de dólares en 2011 y que, en promedio, las empresas transnacionales repatrian a sus matrices un 55 por ciento de lo que obtienen, reinvirtiendo el 45 por ciento remanente en los países de la región donde fueron generadas. Ello neutraliza los posibles “efectos positivos” del ingreso de las IED sobre la balanza de pagos. Si seguimos estos números, las empresas transnacionales invierten en la región 1 dólar y obtienen 5,50 dólares por año, reinvirtiendo aquí 2,47 dólares (el 45 por ciento) y remesando a sus casas matrices 3,09 dólares. Si este movimiento se repite durante diez años, las empresas habrán invertido casi 6 mil dólares y se habrán llevado a sus matrices tres veces más: por cada dólar que entra a la región se fugan tres.
Queda claro que no se trata de una región pobre, pues ha quintuplicado los beneficios de los inversionistas y que tampoco es un mal negocio invertir en estas latitudes, a pesar de lo que se pudiera sospechar. Prueba de ello es que la mayoría de las empresas inversionistas en la región se han quedado a pesar de haber demandado a los países latinoamericanos ante el Ciadi. Y he aquí el dilema: cualquier política pública dirigida a intentar retener esa renta generada por los y las latinoamericanos/as, o para regular la inversión extranjera, o todavía peor, para respetar las condiciones pactadas con las empresas en los contratos de concesión de los servicios privatizados, ha significado demandas por sumas siderales ante el Ciadi que van muy por encima de las sumas invertidas por dichas empresas y que funciona como un factor de presión contra el Estado para negociar por mayores beneficios.
De mantenerse este panorama macroeconómico, la región daría muestras de ser un buen negocio para las multinacionales: son ellas las grandes ganadoras de esta década. Sin embargo, seguimos bajo el paradigma de que si no se mantienen los TBI, las inversiones no vendrán, cuando los datos empíricos demuestran lo contrario: las inversiones vinieron y siguen viniendo, incluso con la presente crisis económica internacional. Argentina es el país más demandado en el mundo ante el Ciadi y la suma total en riesgo es de 65 mil millones de dólares: el 13,7 por ciento de nuestro PIB, que también habría que sumar a esas remesas que se van del país, ya que los informes del Ciadi muestran que las transnacionales poseen altas chances de ganar las demandas que plantean ante dicho organismo. La pregunta entonces persiste: ¿por qué seguir atados a este régimen de protección de inversiones cuando no es condición para las IED, pero sí resulta más riesgoso para conservar nuestros propios recursos?
Javier Echaide. Abogado UBA.