En las últimas semanas ocurrieron dos hallazgos históricos: el país descubrió que tenía campesinos, y los campesinos descubrieron que tenían poder. Fue un sacudón. Un sacudón que ofreció a los ojos de los colombianos la presencia constante y a veces traumática del sector rural y la incapacidad del Gobierno para manejar la situación.
Como los conflictos suelen parir soluciones, ya surgen frutos del paro rural. Uno es la congelación de la norma ICA 970 del 2010, que castigaba a los campesinos por sembrar semillas de su propia cosecha. El éxito de la revisión corresponde sobre todo a la periodista Victoria Solano, cuyo documental 9.70 encendió de indignación a las redes sociales. (Ver http://www.youtube.com/watch?v=kZWAqS-El_g&sns=em)
El ICA acusó al documental de mentir. Bueno, no mentiría tanto toda vez que el Gobierno paralizó la abusiva medida. También dijo que la norma nada tenía que ver con el TLC, cuando la verdad es que a ambos los inspira el mismo espíritu neoliberal que desde 1991 puso en venta el patrimonio público, arrinconó al Estado para que no estorbara a las “fuerzas el mercado” (que no son ciclones naturales, sino capitalistas despiadados) y abrió las compuertas aduaneras sin reparar en futuras víctimas. El TLC enfrentó a unos productores nacionales sin vías, crédito ni apoyo a una catarata de excedentes agropecuarios subsidiados. Ganó la catarata.
Que nadie diga que era imprevisible. No pocos analistas económicos (Sarmiento, Kalmanovitz, Robledo, Cabrera, Suárez…) lo anunciaron. Les respondieron que tenían la mente caduca y que, tras leves desajustes iniciales, el campo se reorganizaría para competir. Sí: ya se vislumbra esa segunda etapa, protagonizada por conglomerados a los que servirán los campesinos como jornaleros. El nombramiento de un empresario palmero en Minagricultura confirma la nefasta tendencia.
Pánico en los panales
La desaparición masiva de abejas en muchos lugares del mundo –Colombia entre ellos– se detectó en el 2006. Como las abejas son indispensables para la reproducción de numerosos cultivos, pronto se reportaron grandes pérdidas agrícolas en Estados Unidos, Europa y Asia. Los científicos sabían que una suma de trastornos ambientales conspira contra las abejas, y tardaron poco en identificar al principal asesino: los plaguicidas neonicotinoides, que las desorientan, y diezman las colmenas.
Ante la evidencia, una decena de países desterró estos químicos. Resistiendo presiones de los poderosos fabricantes, hace cinco meses la Unión Europea prohibió –por lo pronto durante dos años– tres de los más peligrosos nicoplaguicidas: imidacloprid, clotianidina y tiametoxam. Colombia había expedido hasta junio 59 registros comerciales a productos elaborados con las peligrosas sustancias. Hace una semana pregunté al Ministerio de Ambiente cómo se protegerá a la menguante población de abejas colombianas. El ya exministro Juan G. Uribe me contestó que la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (Anla) y el ICA vigilan que se cumplan las normas de precaución en el uso de los plaguicidas cuestionados. Un producto –Endosulfán– fue prohibido y “se consideran las acciones que ha tomado la Comisión Europea (…) sobre la evaluación del riesgo para las abejas”.
Albert Einstein señaló que “si las abejas desaparecieran del globo, al hombre solo le quedarían cuatro años de vida”. Puesto que el Gobierno sabe los graves riesgos de los abejicidas, ¿por qué no los conjura cancelando sus licencias? Cuando surgieron inquietudes, la Unión Europea escogió proteger el medio ambiente. Colombia, en cambio, concede el beneficio de la duda a los laboratorios. El veto a los nicoplaguicidas debería ser parte del mea culpa con que el país oficial busca reparar su maltrato al mundo campesino. Pero la nueva Ministra de Ambiente fue quien aprobó los venenos en la Anla, de modo que hoy reina el pánico en los panales.