Mark Weisbrot
The Guardian/Common Dreams

 

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

 

EE.UU. todavía tiene gastos militares superiores en términos reales, ajustados a la inflación, de los que tenía durante el clímax de la preparación para la guerra fría de Reagan, la guerra de Vietnam y la guerra de Corea. Parece estar en un estado de guerra permanente y –como se ha informado recientemente– el gobierno espía y vigila masivamente a sus propios ciudadanos. Esto a pesar de una amenaza en disminución constante a la seguridad física real de los estadounidenses. Solo 19 personas han sido muertas por actos de terrorismo en EE.UU. desde el 11 de septiembre de 2001, y ninguno o casi ninguno de estos casos ha sido relacionado con terroristas extranjeros. Tampoco existen “Estados enemigos” que planteen una amenaza militar significativa para EE.UU. – si se puede decir que algunos gobiernos puedan ser calificados de alguna manera de “Estados enemigos”. Uno de los motivos para esta discrepancia es que la mayoría de los medios de masas presentan una visión burdamente distorsionada de la política exterior de EE.UU. Muestran una política exterior estadounidense que es mucho más benigna y justificable que la realidad del imperio que conoce la mayor parte del mundo. En un artículo bien fundamentado y exhaustivamente documentado publicado por el Congreso Norteamericano sobre Latinoamérica (NACLA), Keane Bhatt suministra un excelente estudio de cómo esto tiene lugar.

Bhatt se concentra en un programa popular e interesante de National Public Radio (NPR), “This American Life” y, lo que es más importante, un episodio que obtuvo el Premio Peabody. El Premio Peabody, por logros distinguidos en el periodismo electrónico, es un premio prestigioso. Lo que hace que el ejemplo sea aún más relevante.

El episodio fue sobre la masacre de 1982 en Guatemala. La historia incluye convincentes relatos de testigos presenciales de una horrenda matanza de casi toda la aldea de Dos Erres, más de 200 personas. Las mujeres y niñas fueron violadas y luego asesinadas; los hombres fueron muertos a tiros o aplastados con almádenas, y muchos, incluyendo niños fueron tirados a un pozo seco –algunos mientras aún estaban vivos– que se convirtió en su fosa común. La transmisión conduce al radioyente por una heroica investigación del crimen – la primera en obtener castigo por asesinatos semejantes. Y finalmente, incluye un emocionante relato de un superviviente que en aquel entonces tenía 3 años. Tres décadas después, mientras vivía en Massachusetts, descubre sus raíces y a su padre biológico como resultado de la investigación. El padre perdió a su esposa y a sus otros ocho hijos, pero sobrevivió porque no estaba en la localidad el día de la masacre.

La historia deja claro que este baño de sangre fue uno de muchos:

Esto sucedió en más de 600 aldeas, decenas de miles de personas. Una comisión de la verdad estableció que la cantidad de guatemaltecos asesinados o desaparecidos por su propio gobierno fue de más de 180.000.

Pero hay una omisión impresionante; el papel de EE.UU. en lo que la Comisión de la Verdad de la ONU en 1999 determinó que fue un genocidio. La ONU señaló específicamente el papel de Washington y el presidente Clinton pidió disculpas públicamente por ello – la primera y, que yo sepa, la única disculpa de un presidente de EE.UU. por la participación de su país en un genocidio. El papel de EE.UU. en el suministro de armas, entrenamiento, munición, cobertura diplomática y política y otro apoyo para los asesinos en masa está bien documentado, y ha obtenido algo más de documentación y atención como resultado del reciente juicio del ex dictador militar general

Efraín Ríos Montt, quien gobernó desde 1982-83. (Como señala Bhatt, el programa indica que la embajada de EE.UU. había oído informes de masacres en esa época pero los “descartó”; pero esto es muy engañoso en el mejor de los casos ­– existen cables que muestran que la embajada sabía perfectamente lo que sucedía.)

De hecho, uno de los soldados que participaron en la masacre de Dos Erres, Pedro Pimentel, quien después fue sentenciado a 6.060 años de cárcel, fue transportado en avión el día después del asesinato en masa a la Escuela de las Américas, la instalación militar estadounidense conocida por el entrenamiento de algunos de los peores dictadores y violadores de los derechos humanos de la región.

Es sorprendente que se haya permitido que uno de los peores genocidios de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial haya alcanzado su punto álgido a solo un par de horas en avión de EE.UU. continental, sin que casi ningún medio informara al respecto. Aquí se encuentra al periodista investigativo Allan Nairn entrevistando a un soldado guatemalteco en 1982, quien describe cómo él y sus compañeros asesinaron a aldeas enteras, como en Dos Erres. Y sin embargo, los principales medios lo ignoraron, permitiendo que Ronald Reagan presentara a Ríos Montt como “un hombre de gran integridad personal y compromiso”. Por lo tanto las omisiones de «This American Life» también son irónicas en este contexto histórico.

El artículo deja en claro que Ira Glass, el presentador del show, conocía perfectamente el papel de EE.UU. en el genocidio guatemalteco. En los años ochenta, al parecer, viajó a Centroamérica y participó activamente en las guerras financiadas por EE.UU. y en los crímenes en la región. En una correspondencia electrónica con Bhatt, reconoce que “tal vez cometimos un error” al no mencionar el papel de EE.UU.

Esto es un eufemismo, pero vitalmente importante. Para un programa transmitido en inglés en todo EE.UU., se puede decir que sea la cosa más importante que los estadounidenses tienen que saber sobre el genocidio.

No estoy culpando a Glass. Es posible que haya pensado que si destacaba el papel de EE.UU., y tal vez cuestionaba a algunos de los funcionarios estadounidenses responsables, el tema hubiera enfrentado problemas en NPR. Ciertamente no hubiera recibido un Premio Peabody.

Es lo que hace que esto sea una ilustración tan convincente de cómo la censura y la autocensura operan en los medios de EE.UU. Demuestra, a un micro-nivel, algo que he visto innumerables veces en los últimos 15 años al hablar con periodistas sobre estos temas. Tienen una buena idea de cuáles son los límites y cuánta verdad se pueden permitir. He encontrado a muchos buenos periodistas que tratan de cruzar esos límites, y algunos tienen éxito – pero a menudo no duran mucho.

Scott Wilson, que fue redactor jefe de noticias internacionales en el Washington Post y cubrió Venezuela durante el breve golpe contra el gobierno democráticamente elegido de Venezuela en 2002, declaró en una entrevista que “hubo participación de EE.UU.” en el golpe. Sin embargo, este importante hecho nunca apareció en algún sitio en el Post, ni fue mencionado en ningún medio noticioso importante de EE.UU., a pesar de considerable evidencia de documentos gubernamentales de que era verdad. De nuevo, se puede decir que se trata de la parte más importante de la historia para una audiencia estadounidense – sobre todo ya que jugó un papel importante en el envenenamiento de las relaciones entre Washington y Caracas durante la última década y probablemente tuvo un impacto significativo en las relaciones con toda Suramérica. Pero, como en el caso de la historia de Dos Erres, no se puede mencionar el rol de EE.UU. en el crimen.

Lo mismo vale para el papel de EE.UU. en el golpe que destruyó la democracia hondureña en 2009. Los considerables esfuerzos del gobierno de Obama por apoyar y legitimar el gobierno golpista no fueron considerados interesantes por los periodistas estadounidenses. (Un programa sobre Honduras fue otro trabajo de Bhatt en “His American Life” , en el cual excluyó el golpe apoyado por EE.UU. de un cuadro en el cual debería haber tenido un lugar destacado.) Pero esto, también, es un tema prohibido para los medios estadounidenses.

¿Cómo sería la política exterior, militar, y de la así llamada “seguridad nacional” de EE.UU. si los medios informaran sobre los hechos más importantes al respecto? Habría mucho menos cadáveres en el extranjero y de vuelta en el país. Y no estaríamos reduciendo los programas de alimentación para los pobres o ancianos a fin de financiar el presupuesto militar más fantásticamente inflado del mundo.

© 2013 Guardian News and Media Limited

Mark Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research (CEPR), en Washington, D.C. Obtuvo un doctorado en economía por la Universidad de Michigan. Es también presidente de la organización Just Foreign Policy. Es co-autor, junto a Dean Baker de Social Security: The Phony Crisis . E-mail Mark: weisbrot@cepr.net

Este artículo apareció originalmente en The Guardian el 6 de agosto de 2013