Nuestro país conoció luchas políticas y sociales en el decenio de 1980 que atrasaron la implantación del neoliberalismo en Brasil y desembocaron en lo que se ha llamado el decenio perdido, cuando para los movimientos sociales y populares fue exactamente todo lo contrario.
Durante esos años tomó auge un sindicalismo de lucha [la CUT, que marca la ruptura con el sindicalismo ligado al estado]. Las huelgas durante este período se desarrollaron en un sentido contrario a la tendencia que dominaba en los países imperialistas. Se empezó a desarrollar un número muy grande de movimientos sociales. Eso reforzó la oposición a la dictadura militar [1964-1968/1968-1985].
De ese movimiento surgió una Asamblea Nacional Constituyente y en 1989, el proceso electoral dividió Brasil en dos proyectos diferentes [el PT de Lula, de un lado, y el PSDB de F.H.Cardoso].
Durante el decenio de los años 1990 se emprendió el neoliberalismo, la reestructuración productiva, la financiarización, la desreglamentación, la privatización y el comienzo de desmontaje de las conquistas sociales. Cuando se produjo la victoria política de 2002, con la elección de Lula, el campo sociopolítico era muy diferente al de los años 1980. Como la historia está llena de sorpresas, de caminos y de encrucijadas, las elecciones de 2002 desembocaron en la transformación de una victoria en una derrota.
La presidencia de Lula osciló entre una gran continuidad con la política del gobierno de Fernando Henrique Cardoso y algunos cambios que no tenían ninguna sustancia. El primer mandato de Lula terminó de forma desoladora. Lo cual le obligó a cambiar algo de dirección, siempre con mucha moderación, y evitando toda confrontación sociopolítica. La bolsa familia por un lado [ayuda social entregada a las familias pobres bajo dos condiciones: la escolarización de los hijos y su vacunación], y los muy altos beneficios del sector bancario por el otro; el aumento del salario mínimo, de un lado, y el enriquecimiento creciente de la oligarquía, del otro; ninguna reforma agraria, de un lado, y muchos estimulos al sector agrobusiness, del otro.
Nuestro hombre [Lula], como un fénix, renació de sus cenizas durante su segundo mandato. Terminaba su presidencia con una tasa de aceptación muy elevada. En el mismo momento en que eligió a su sucesora [Dilma Rousseff], desorganizaba la casi totalidad del movimiento de oposición. Era difícil oponerse al exlíder obrero salido de la metalurgia, cuya solidez se había construido durante los años 1970 y 1980 [en los movimientos huelguistas, en particular en la región llamada el ABC, alrededor de Sao Paulo, y contra la dictadura en declive, en los años 1980]. ¿Quién se acuerda de su situación en 2005, empantanado en el mensalao de los pagos mensuales efectuados por dirigentes del PT a las direcciones de diferentes partidos tradicionales de derechas para obtener una mayoría en las dos cámaras legislativas? Quienes se acuerdan del final de su mandato, en 2006, sabían que estaban ante una variante de políticos brasileños que eran al mismo tiempo muy tradicionales y muy relevantes.
Aunque Dilma Rousseff, su criatura política, una combinación de Dama de Hierro y de gestora, logró ganar las elecciones, sabemos que le faltaba algo: ese anclaje social que Lula continuaba teniendo.
Con paciencia, con espíritu crítico y mucha persistencia, los movimientos sociales han logrado superar este difícil ciclo [de los años 1990 y comienzos de 2000]. Han acabado por darse cuenta de que, más allá del crecimiento económico, del mito falaz de la “nueva clase media”, hay una realidad profundamente difícil, crítica, en todas las esferas de la vida cotidiana de los asalariados y asalariadas. Esto se puede ver en la salud pública, que es atacada; en la enseñanza pública que es privada de inversiones; en la vida absurda en el seno de las grandes ciudades, congestionadas por el tráfico de coches con el impulso de los estimulantes antiecológicos del gobierno del PT [sistema de créditos para la compra de vehículos y de apoyos tanto indirectos como directos al sector automóvil]. Se ve en la violencia que no ha dejado de crecer [de ahí la reivindicación de seguridad, retomada incluso por sectores populares] y también en los transportes públicos que son relativamente los más caros y precarios del mundo, al menos en lo que a los países emergentes se refiere.
Se ve también en la “blanqueada” Copa del Mundo de fútbol [alusión a quienes controlan la FIFA y a la operación económica del mundial], sin Negros y pobres en los estadios [recién construidos], que han enriquecido y enriquecen a los empresarios y que, en el caso del estadio Joao Havelange en Río de Janeiro [dirigente de la FIFA anterior a Sepp Blatter y antiguo miembro del Comité Olímpico, que reside en Lausanna], ha hecho la demostración del fracaso de la ingeniería [el estadio construido entre 2003 y 2007 ha costado seis veces más de lo previsto y ha sido cerrado en marzo de 2013 debido a sus defectos estructurales, que podían llevar a su hundimiento y a un peligro evidente para los espectadores, incluidos los que estaban en las tribunas VIP]. Se ve en los asalariados y asalariadas que se endeudan para consumir y que ven sus salarios evaporarse bajo el efecto de la inflación. Se ve en el foso gigantesco que existe entre la representación política tradicional y el clamor que surge hoy en la calle. Se constata en la brutalidad y la violencia extrema de la policía militar de Alckmin [gobernador del estado de Sao Paulo], con el apoyo del alcalde de la ciudad, miembro del PT, Haddad. Estas consideraciones permiten comprender por qué el movimiento de masas ha superado un umbral y es tan bien acogido entre la población. Cualesquiera que sea la evolución de estos movimientos de masas, Brasil no será ya jamás el mismo. Nos encontramos solo ante la primera etapa.