Cuando cientos de miles de brasileños salieron a las calles de Sao
Paulo (400 mil personas), Río de Janeiro (300 mil) y otras grandes
ciudades brasileñas para protestar contra el alza en las tarifas del
transporte público y denunciar la corrupción de los políticos, la
noticia causó sorpresa en todo el mundo.

Luego, la represión policial del 13 de junio detonó un asombroso
proceso de masas comparable con el de 1992, cuando los brasileños
tomaron las calles al grito de “Fuera Collor” (contra el expresidente
Collor de Mello). Las dimensiones de las movilizaciones evidenciaron
que la situación política nacional entraba en una nueva etapa.
Un factor diferenciador de las movilizaciones brasileñas respecto de
las que se han venido sucediendo con cada vez mayor frecuencia en
diversas partes del mundo se apreció en que éstas han tenido lugar en
un país gobernado por líderes que disfrutan de un alto grado de
aprobación popular y han tenido innegables éxitos en sus políticas
sociales con programas de bienestar popular muy apreciados por las
masas humildes. En el plano internacional, se les reconoce el mérito
por haber situado a la nación entre las diez primeras economías del
mundo y se evidencia el papel protagónico que ellos desempeñan en la
promoción de la unidad latinoamericana.

Otra diferencia ha sido que el discurso oficial de respuesta ha tenido
un carácter inusualmente receptivo, respecto a lo acontecido en otros
países en circunstancias comparables. Dilma Rousseff se declaró
orgullosa de las movilizaciones y Lula señaló que “esas voces de las
calles deben ser escuchadas porque nadie con sano juicio puede estar
contra ellas”.

Ha sido como si se estuviera evidenciando en las masas, no una
voluntad de detener al gobierno sino, por el contrario, de empujarlo.
Se aprecia que Brasil vive un proceso cuyas características están aún
tomando forma. Si bien todas las corrientes políticas parecieron
sorprendidas, enseguida éstas comenzaron a disputarse la orientación
del movimiento en un contexto en el que la izquierda –aunque sumamente
fragmentada- es el conductor principal indiscutible y por ello las
masas le imponen el deber de evitar que la derecha se apropie del
mando de las movilizaciones en función de sus objetivos y en perjuicio
de las aspiraciones del pueblo y los intereses más generales de la
nación.

Brasil no ha hecho una revolución social. Aunque las masas populares
hayan logrado imponerse por su número en los procesos electorales que
han puesto el poder político formalmente en manos de la izquierda, el
poder real es compartido con otras fuerzas. Entre estas últimas están
las que representan al empresariado capitalista nacional, no siempre
dispuestas a subordinar sus intereses económicos propios en aras de
objetivos patrióticos, aunque coyunturalmente participen en alianzas
con la izquierda como fuerzas políticas nacionalistas, en base a
concesiones recíprocas.

De hecho, ni Lula da Silva ni Dilma Rousseff recibieron, al obtener
sus altos cargos en las respectivas elecciones, mandato popular alguno
para hacer la revolución social. Incluso, Lula se vio obligado a
firmar una especie de compromiso público a “respetar los contratos”,
lo que equivale a obligarse a mantener los fundamentos del sistema
económico neoliberal y la democracia representativa burguesa.
Además, ellos representan no solo al partido en que militan sino a la
coalición de varios partidos que les propició la victoria y, por
tanto, se deben mover en sus actuaciones de gobierno dentro de los
límites que les permitan tales agrupaciones partidistas.

De todo ello se desprende que, para lograr un mandato suficiente para
hacer la revolución social que es necesidad de su pueblo y vocación y
voluntad de sus dirigentes más altos, el camino podría ser el de una
formidable movilización popular como la que parece estarse incubando.
Se requerirá para ello de grandes líderes, de los que, además de Lula
Da Silva y Dilma Rousseff, dispone ampliamente la izquierda brasileña
que, además, tendrá que disponerse a actuar como frente único contra
las tentativas de la derecha de adueñarse del movimiento así como para
propugnar salidas anticapitalistas en los impredecibles contextos que
se les presenten.

La “crisis” brasileña no tiene más salida que por el camino de la
izquierda. De la inteligencia y habilidad de los revolucionarios de
ese país dependerá cuánto se logre o cuánto se deje de obtener en las
circunstancias actuales.

Como recordara en alguna ocasión el propio Lula, la política es el
arte de lo posible para, en algún momento, intentar lo imposible. Y
ese momento pudiera haber llegado.