Umberto Eco

 

Umberto Eco (Alessandria, 1932) ha llegado a Burgos como el peregrino que remata su andadura en Santiago: con la sensación de haber cumplido una promesa. “Cuando tenía 20 años y preparaba mi tesis sobre estética medieval, veía que el modelo de los portales románicos que estudiaba eran las escenas del Apocalipsis de [las iglesias de] Castilla y León. Uno de los más bellos Apocalipsis se encontraba en Burgos, aunque ya no existe. Además, al escribir El nombre de la rosa tenía en mente la idea de un bibliotecario ciego también de Burgos, de Silos; es decir, todas mis fantasías han pasado por aquí”, cuenta satisfecho. El semiólogo recibió ayer en la Universidad de Burgos un doctorado Honoris Causa —“el 39º”, recuerda— en Historia Medieval.

El escritor, autor de ensayos sobre cómics y de novelas exitosas como la citada, de 1980, o El péndulo de Foucault (1989) —ejemplos de lo que los críticos han dado en llamar, no sin reparos por la contradicción, best sellers cultos—, aparenta veinte años menos y apenas si utiliza un bastón para apoyarse; de hecho, arrastra más las erres que las piernas. La víspera ha estado trepando por las escaleras de un archivo burgalés “donde se encuentran ejemplares con más de mil años de antigüedad, y sin embargo nadie es capaz de decirnos cuánto nos va a durar un USB…” La conversación va de la ceca a la meca y vuelve a las andadas, del libro al ciberespacio; a juzgar por las continuas referencias informáticas, podría deducirse que si tuviera que reeditar su clásico Apocalípticos e integrados (1964), el célebre ensayo sobre la comunicación de masas, podría renombrarlo Apocalípticos y enRedados. De la Galaxia Gutenberg a la Galaxia Internet, el semiólogo italiano teje una sutil tela de araña plagada de referencias librescas y detalles tecnológicos y de actualidad a los que solo pone un coto: ni una palabra sobre política italiana o la crisis europea.

Cosa extraña esta última, porque su discurso está empapado de un entusiasta fervor europeísta, aunque no deja de reconocer la crisis de ideas (o la lucha de tópicos) actual. “Sí, Europa está dividida en dos estratos: uno superior con una profunda identidad europea; usted lo sabe todo sobre el Fausto de Goethe, nosotros todo sobre Don Quijote, tenemos una cultura común. He encontrado hace poco una página bellísima de Proust, en el último volumen de En busca del tiempo perdido, cuando cuenta desde París la guerra contra los alemanes y cómo bombardeaban estos la ciudad, y sin embargo los personajes, que sabían que podían morir bajo las bombas, escribían artículos sobre Schiller. La clase intelectual (francesa), al margen de la guerra, continuaba sintiéndose europea. Esto no sucede con personas de otro medio intelectual, que no han comprendido todavía que tienen la suerte, por primera vez en cincuenta años, de no estar matándose entre ellos. En Europa han muerto 40 millones de personas. Pero la comodidad de atravesar las fronteras sin papeles ha hecho olvidar todo eso”.

Para forjar más Europa, Eco reivindica fórmulas de intercambio como el Erasmus. “Ha sido una gran idea, no solo porque ha permitido conocerse, e incluso casarse, a europeos de distintos países, y permitirá crear en las próximas décadas una clase dirigente al menos bilingüe… Pero fuera de ese nivel es muy difícil. En un congreso de alcaldes europeos en Florencia, propuse para los trabajadores [municipales] un intercambio parecido al Erasmus, y salió un alcalde de Gales, y dijo: “Me la sopla que uno de los míos vaya a Ámsterdam; en todo caso a Londres… (risas)”.

Hablando de Europa, resulta imposible sustraerse a la palabra crisis, aunque orille adrede lo político. ¿La crisis le sienta mal a la cultura, la perturba mucho o, al contrario, la espolea? “La cultura es una crisis continua. La cultura no está en crisis, es una crisis continua. La crisis es condición necesaria para su desarrollo”. ¿Y la mercantilización del producto cultural, o el riesgo de privatización del patrimonio? Es un fenómeno que en realidad tiene muchos siglos de antigüedad, recuerda Eco, en referencia al patrocinio privado de actividades culturales (la restauración del Coliseo romano por una firma de zapatos, o los palacios venecianos propiedad de grandes fortunas que exhiben su poderío y su logo): “Eso siempre ha existido. Virgilio era pagado por Augusto; Ariosto cobraba de un duque. De alguna manera, si yo hubiese vivido en el siglo XVII habría debido estado al servicio de un señor; hoy no, mi trabajo literario o docente me permite vivir. En este sentido, la cultura es hoy más libre. Todos los textos en el ochocientos se inician con una loa al señor, al rey, es como si hoy tuviese que encabezar todos mis libros con un elogio de Berlusconi (risas)… Es justo que una empresa colabore con fondos para restaurar el Coliseo de Roma…”

En sus múltiples escritos Eco ha dejado dicho que la verdadera felicidad es la inquietud por saber, por conocer. “Es lo que Aristóteles llamaba maravillarse, sorprenderse… La filosofía siempre comienza con un gran ohhh!” ¿Y el conocimiento es acaso como el viaje a Ítaca de Kavafis, un recorrido que no debe terminar jamás? “Sí, pero además el placer de conocer no tiene nada de aristocrático, es un campesino que descubre un nuevo modo de hacer un injerto; evidentemente, hay campesinos a los que esos pequeños descubrimientos procuran placer y a otros no. Son dos especies distintas, pero naturalmente depende del ambiente; a mí me inoculó el gusto por los libros de pequeño… Y por eso al cabo de los años soy feliz, y a veces infeliz, pero vivo activamente mientras que muchos viven como vegetales”.

Un bibliómano como Eco ha integrado la presencia de Internet en su vida diaria como en su día hiciera con el automóvil o el telefonino (que no suena ni una vez durante el encuentro): como un hecho consumado ni manifiestamente bueno ni todo lo contrario. “Internet es como la vida, donde te encuentras personas inteligentísimas y cretinas. En Internet está todo el saber, pero también todo su contrario, y esta es la tragedia. Y además si fuese todo el saber, ya sería un exceso de información… Si yo comienzo a estudiar en la escuela necesito un libro así [hace un apócope con las manos], no uno enorme, que no entenderé, a nadie se le ocurre darle la [Enciclopedia] Británica a un niño…”

Como investigador, Eco utiliza Internet como lo que considera que debe ser, una herramienta, y no un fin en sí mismo. Por tanto, no augura conflictos de intereses -ni de espacios- entre lo virtual y la realidad tangible del papel, bien sea prensa o un volumen de mil páginas. “Se puede leer Guerra y paz en ebook, obviamente, pero si lo has leído hace diez años, y lo retomas, el libro objeto te mostrará los signos del tiempo y de la lectura previa… Releerlo en un ebook es como leerlo por primera vez. Es una relación afectiva, como ver de nuevo la foto de la abuela (risas)… El libro como objeto continuará existiendo, de la misma manera que la bicicleta sigue existiendo pese a la invención del automóvil; es más, hoy hay más bicicletas que hace unos años. Lo mismo podemos decir del fin de la radio por culpa de la televisión…”.

“Internet es una cosa y su contraria. Podría remediar la soledad de muchos, pero resulta que la ha multiplicado; Internet ha permitido a muchos trabajar desde casa, y eso ha aumentado su aislamiento. Y genera sus propios remedios para eliminar ese aislamiento, Twitter, Facebook, que acaban incrementándola porque relaciona con figuras muchas veces fantasmagóricas, porque uno cree estar en contacto con una bellísima muchacha que en realidad resulta ser un mariscal de la Guardia Civil… (risas)”.

El doctor Honoris Causa se despide recomendando una lectura de prensa casi con lápiz y papel. “Los periódicos han perdido muchísimas funciones. Por la mañana lo hojeo rápidamente porque las noticias principales ya me las ha contado la televisión, pero continúa siendo importante por los editoriales, por los análisis, y es fundamental no leer uno, sino al menos dos cada día. Se debería enseñar a leer periódicos a la gente, dos o tres, para ver la diferencia entre las opiniones, no para conocer las noticias, eso ya nos lo dice la tele”.

La televisión, esa tele vulgarizada hasta el extremo por obra y gracia de ese Berlusconi de quien sigue resistiéndose a hablar más que de pasada, pero que vino a ser, en versión embrionaria, la gran revolución sociocultural que Internet fue después. “La televisión en Italia ha hecho mucho bien a los pobres, les ha enseñado un nivel estándar de idioma, y mal a los ricos, que se quedaban en casa en vez de ir a un concierto. Y no hablamos de ricos o pobres en función del dinero que tengan, sino de ideas, de ganas. La televisión en Italia ha enseñado a hablar a masas de campesinos, obreros, en la Italia unificada. Internet es lo contrario: a los ricos que lo saben usar, les va bien; los pobres, que no lo saben usar, no tienen capacidad para distinguir”.