Pedro Antonio Honrubia Hurtado
Es propio de toda sociedad religiosa que sus principales tradiciones populares estén vinculadas, directa o indirectamente, con la religión. La navidad, la semana santa, las fiestas patronales, las romerías, entre otras similares, que aún perduran en nuestros días como muestra de este tipo de tradiciones heredadas de la sociedad cristiana, no pueden ser entendidas sin su vinculación con lo religioso, al menos en lo que se refiere a su institucionalización en el calendario como fechas representativas e importantes para la sociedad.
Son fechas donde la ritualidad adquiere un papel central en la comunidad, donde la celebración de actividades rituales propias y específicas de esas fechas sirve para manifestar, precisamente, la importancia que la sociedad en cuestión da a tales fechas y lo que ellas representan para la comunidad analizadas al amparo del entramado mitológico, del conjunto de significaciones y normas sociales, que es propio de la religión a través de la cual cobran sentido.
Es de esperar, en consecuencia, que, a medida que la influencia social de una determinada religión entra en declive, cuando ya no es esa religión la que nutre de contenido a las estructuras simbólicas que legitiman y dan fundamento a la sociedad misma, cuando la comunidad, en sus creencias comunes y absolutizadas como sagradas a través del ámbito de lo sagrado, ya no se expresa a través de los códigos y los significados, de la mitología, que es representativa de esa religión antaño hegemónica, las tradiciones populares que en ella se sustentan entren igualmente en declive, al punto de desaparecer, o, de no hacerlo, cuando menos que acaben quedando coaptadas por, caso de haberla, la nueva religión hegemónica, a través de la cual se han de caracterizar las tradiciones de la nueva época, y en cuya mitología encontrarán luz.
En otras palabras, si en una determinada sociedad los hechos que se consideran importantes y centrales en su funcionamiento ya no son aquellos hechos que eran propios de una religión hegemónica anterior, si ya esa sociedad no habla en el lenguaje mitológico de esa religión de antaño, si no vive ya como experiencia común la exaltación de los valores y los significados que caracterizan a esa religión, las tradiciones que a ella estaban vinculadas, institucionalizadas socialmente en una época pasada, sí ajustada a tales hechos, como forma, precisamente, de reforzar y consolidar la importancia de lo que se expresa a través de esa religión que le era propia, dejan de tener sentido como tradiciones populares, vinculadas a las prácticas rituales, pues no serán capaces de poder encontrarlo en la mitología que ahora rige como marco de interpretación para los sujetos de los nuevos tiempos, y un ritual que no sirve para concretizar y traer al mundo real lo que se expone en los mitos que son propios de una sociedad, no cumple función alguna, más allá del mero espectáculo.
Esto no quiere decir que, por ello, obligatoriamente deban desaparecer. Como hemos dicho, pueden encontrar acomodo en la nueva sociedad a través de su vinculación, directa o indirecta, a los nuevos códigos mitológicos reinantes, dejándose coaptar por ellos. Pueden pasar a ser expresión de esa nueva mitología, o, simplemente, insertarse en la lógica de funcionamiento que tal mitología impone a la sociedad, convertidas en lo demás en mero espectáculo, sin finalidad ritual alguna, que sirva a modo de reminiscencia/vestigio del pasado, como expresión de la memoria colectiva que se habla a sí misma de lo que la sociedad fuera en un pasado, o simplemente como show cultural.
A la Semana Santa en Andalucía le ha ocurdido exactamente eso. Con la desparición del cristianismo como dador de sentido a la sociedad de nuestros días, con la sustitución del viejo Dios cristiano por el nuevo Dios-Mercado, ha dejado de funcionar como ritual simbólicamente significativo, y se ha convertido en un espectáculo cultural de masas inserto dentro de las lógicas que son propias de la sociedad de consumo capitalista, sin más propósito real que servir como elemento para el ocio y la diversión, como fomentadora del turismo y como incitación al consumo generalizado.
En Semana Santa, las calles de Andalucía se llenan de miles de personas que, a una misma vez que participan de la tradición, llenan la caja de todo tipo de negocios, incluidos los que mueven las propias cofradías, que estarán encantadas si le compras ese llavero, esa estampita o esa figurita que sus cofrades te venden al paso de la procesión por un módico precio, y que les permitirá financiar los gastos necesarios para que su cofradía pueda seguir tratando de ser más atractiva y renombrada que las demás el próximo año, para que no pase indiferente ante un público que demanda espectáculo.
La Semana Santa, pese a su fuerte implantación social, pese a ser una tradición cultural que sigue teniendo mucho seguimiento entre personas de todas las clases sociales, ha perdido su función ritual como expresión de los valores y significados sociales compartidos por la comunidad, como concreción en el mundo real de lo que la sociedad considera importante en su existencia cotidiana, de la mitología que le da sentido y legitimidad como sociedad, transmutándose en mero espectáculo cultural de masas, en el mejor de los casos, o en una vulgar expresión del ocio institucionalizado y convertido igualmente en actividad de masas, en el peor.
Un espectáculo en el cual la lógica de la mercantilización y el consumo como actividad de masas se han hecho plenamente presentes, acompañándola en su desarrollo como un elemento más de la parafernalia necesaria para su normal celebración, representativo, aunque, ciertamente, no central sino subordinado.
Las masas no viven los hechos rituales que simbolizan las imágenes que los costaleros cargan sobre sus hombros en concordancia a la mitología cristiana que en algún momento sirvió para darle contenido significativo a la fiesta, no afrontan esta semana como una semana de reflexión y confirmación de sus creencias, no rememoran el sufrimiento y sacrificio en la Cruz que Cristo vivió como forma de reflexionar sobre el sentido de sus vidas y su compromiso con el seguimiento a la palabra de ese hombre que murió por ellos en la Cruz, de ese redentor que, con el ejemplo de su vida, como con el ejemplo de su muerte, pretendió redimir a la humanidad de su pecado original, tal cual es propio de lo que la Semana Santa representa para las creencias cristianas.
La semana santa se vive como mero espectáculo, como ritualidad vacía transmutada en espectáculo cultural de masas. Se llora si ese día llueve y no puede salir a realizar su estación de penitencia la cofradía de la que somos cofrades o con la que más identificados nos sentimos, se llenan las calles a rebosar y se esperan horas, si es necesario, para ver pasar a ese Cristo o esa Virgen, el mismo/la misma de todos los años y que podríamos ver igual cualquier día del año en donde se encuentre ubicada, echar unas fotos y aplaudir a su paso las veces que aquello nos deleite con su presencia o el actuar de quienes en ella participan, a una vez que la música de sus bandas musicales ponen el necesario acompañamiento melódico a ese momento festivo, en esencia el mismo que el año pasado, y el anterior, y el anterior, pero que sigue siendo capaz de arrancarnos palabras de admiración y grandes ovaciones.
Las procesiones de silencio se viven como un elemento más del decorado de las fechas, a la espera de dirigirse hacia otro escenario más similar a lo que comúnmente asociamos en nuestra memoria a la Semana Santa: olor a incienso, tronos que son bailados y elevados a los altares por sus costaleros, nazarenos que tocan la trompeta y los timbales como si estuvieran poseídos o que pasean cirios gigante con orgullo y sentimiento, alguna que otra persona descalza acompañando las imágenes en señal de promesa, mujeres vestidas de negro que lucen palmito saludando a cuantos conocidos se cruzan durante el recorrido, un/a espontáneo/a que se anima con una saeta, costaleros que se emocionan cuando salen del trono y presumen de cuello rojo como demostración de sacrificio y virilidad, costaleras que le rinden pleitesía a su Virgen con el fervor propio de quien se siente identificada con ella como modelo a seguir, y al fin esos representantes de la autoridad, en forma de capataces que dirigen los tronos, o de cualquiera de las diversas representaciones, civiles o militares, de la misma, que en no pocos casos acompañan a los cofrades insertos dentro del propio show, siendo una parte más del espectáculo. Puro show.
Y luego, claro, a tomarse la cervecita en el bar, un helado con los hijos en la heladería más cercana, o ese cafelito con pastas mientras charlamos de cualquier cosa, relacionada o no con la Semana Santa, que es lo de verdad importante.
Una buena excusa para ponerse guapo/a, estrenar la última ropa que compramos expresamente para la ocasión unas semanas antes, y salir a vivir en comunidad, a compartir el espectáculo y a disfrutar junto a nuestros conciudadanos de estos momentos tan arraigados en nuestra memoria colectiva, en esas calles del centro de la ciudad abarrotadas de gente de los barrios obreros y más humildes de la urbe que normalmente no pisan por allí ni por despiste, o si lo hacen es como mero espacio de tránsito, y que esa semana hacen suyas, en igualdad de condiciones, aparentemente, con lo más selecto y glamouroso de la jerarquía social.
Los andaluces hoy, incluso los más amantes de la Semana Santa (con excepciones contadas), ven la tradición de la misma forma que puede verla el turista que se acerca a nuestra tierra estos días y no ha conocido más referencias simbólicas de la fiesta que lo que sus ojos pueden ver en ese momento, que el espectáculo de arquitectura, música y estética nazarena que desfila ante sus ojos como espectáculo de masas, como teatro viviente que se hace presente en las calles de la ciudad. Como un gran perfomance que carece de más significado que el extasiarse con su contemplación y nada más.
Hay a quien le molesta la ocupación del espacio público que las procesiones hacen durante estas fechas, y critican que una tradición vinculada a una determinada confesión religiosa pueda tener ese privilegio que no debería ser propio de un estado aconfesional y una sociedad laica. A mí no. A mí precisamente lo que la Semana Santa me evoca hoy es el declive total en el que vive inmersa la religión católica, su incapacidad para regir la vida de las personas, y su desaparición de la esfera pública como fuente de legitimación y justificación de las creencias sociales y del orden social.
Ojalá algún día los ritos que hoy son más propios y característicos de la sociedad de consumo, del capitalismo, tales como el consumo como acto de valoración social y de estratificación a nivel simbólico de la sociedad, se presenten ante nuestros ojos como ahora lo hace la Semana Santa. Como mero espectáculo delimitado a un tiempo y un espacio concreto, vacío de toda capacidad ritual, y carente de significación social.
Eso querrá decir que el capitalismo habrá muerto, por muy acto de masas que ese espectáculo sea en esos días concretos y esos espacios concretos. Por mí podrían hacer todas las semanas de consumo que desearan e invadir todos los espacios públicos que quisieran, ello solo sería muestra de su derrota.
Lo triste, en definitiva, es que hoy ya se da ese Semana del Consumo, esa invansión del espacio público para ponerlo al servicio de los creyentes consumistas/capitalistas. Se inserta tras la ritualidad vacía de la Semana Santa, y, al fin, es lo único que expresa de verdad durante estos días una ritualización religiosa, real y acorde a la mitología y el ámbito de lo sagrado consumista/capitalista que rige nuestra sociedad actual. Del cristianismo, poco expresa ya esta semana. Salvo el constatar que hasta no hace tanto ocupaba el mismo espacio socio/cultural que hoy ocupa la religión consumista/capitalista, el Dios-Mercado.