Antoni Italo de Moragas


A la luz de los primeros resultados de las elecciones en Italia, todos los medios de comunicación han coincidido en destacar la ingobernabilidad del país durante los próximos años. La aritmética no admite subterfugios: ninguna coalición política podría tener, simultáneamente, una mayoría en el senado y en el parlamento. Así se nos dibuja la especificidad italiana, un país roto, con el siempre inexplicable fenómeno del berlusconismo, con una izquierda perdida desde el fatídico congreso de Rimini de 1991 y con la novedad de Beppe Grillo. Esta caricatura de la política italiana nos invita a pensar en Italia como una excepción, como si la ingobernabilidad formara parte del carácter del mal llamado italiano medio. ¿Es eso así?

Como en cualquier problema analítico, centrarse en la complejidad de los cálculos aritméticos en lugar de acercarnos a la solución nos puede alejar de la misma. Quienes se limitan a hacer cálculos de mayorías en las cámaras representativas olvidan –algunos hace tiempo que lo han olvidado- que lo ingobernable no es ni el parlamento ni el senado sino el pueblo italiano. Las causas profundas de la ingobernabilidad en Italia no se encuentran en las instituciones sino en la sociedad italiana, una sociedad quebrada, en la que no se vislumbra ningún proyecto político hegemónico capaz de amalgamarla.

Una sociedad que no cree que las políticas de austeridad que se han aplicado durante la última legislatura vayan a solucionar sus problemas pero que tampoco cree que exista ninguna alternativa a las mismas. ¿Les suena?

Decía el joven Gramsci que cuando el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y que en ese claroscuro surgen los monstruos.  Monstruos que en Italia llenan las plazas en los mítines de Grillo, monstruos que en Grecia dan su apoyo a los nacionalsocialistas de Amanecer Dorado, monstruos que en España alternan el rosa del nacionalismo populista de UPyD y el “no nos representan” más antipolítico de los indignados.

Lo que sucede en Italia no es pues la excepción sino la regla. Ninguno de los gobiernos del sur de Europa, incluso aquellos que gozan de mayorías absolutas como el español, cuenta con el apoyo de su pueblo.  Durante los últimos decenios hemos asistido a un doble vaciado de la política consistente en una cesión paulatina de las competencias de las instituciones democráticas a opacas instituciones financieras y a la reconversión del debate político en un mero espectáculo partidista. Dicho vaciado no tuvo mayores consecuencias mientras la economía crecía: el “panem et circenses” funcionaba a la perfección hasta que se acabó el pan. No hay pan, nos dicen, pero basta seguir las migas que lanzaron en el camino para encontrarlo.