Washington Uranga
En primer lugar hay que dar por cierta la afirmación del Papa. El mismo lo había adelantado en algunas declaraciones públicas y reportajes. En una entrevista concedida a Peter Seewald y publicada en un libro señaló que “cuando un Papa alcanza la clara conciencia de no estar bien física y espiritualmente para llevar adelante el encargo confiado, entonces tiene derecho en algunas circunstancias también el deber de dimitir”. Así lo hizo, siguiendo lo que establece el Derecho Canónico (la Constitución eclesiástica) en el canon 332, 2: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”.
Benedicto XVI renunció, es un hecho, y desde el 28 de febrero la Iglesia Católica entrará en situación de “sede vacante”, es decir, en disposición de elegir un nuevo pontífice.
Ratzinger sintió que sus fuerzas flaquearon. ¿Sólo por sus 85 años y problemas de salud? Apenas en parte. Es imposible saber cuáles son todas las razones que pasaron por la cabeza del Papa para empujarlo a tomar una decisión tan inédita en la Iglesia Católica que hay que remontarse a 1515, la dimisión de Gregorio XII (Angelo Correr) para encontrar el dato más reciente de una renuncia al papado. Pero se pueden señalar algunos de los motivos que podrían haber influido en la determinación tomada ahora por Ratzinger.
Quienes frecuentan los pasillos vaticanos reconocen que a Benedicto XVI lo afectaron muy seriamente todas las intrigas de poder generadas en la curia romana y que tuvieron su exteriorización en los llamados “vatileaks” a través de las filtraciones del mayordomo papal Paolo Gabrieli. Vale recordar que esas filtraciones involucraron al propio secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, segundo en la jerarquía romana, como uno de los posibles conspiradores contra Benedicto XVI. Poco antes, el cardenal Carlo María Viganó, hoy nuncio (embajador) en Estados Unidos, había escrito al Papa denunciando casos de corrupción en el Governatorato (la administración del Vaticano) donde entonces se desempeñaba. Viganó fue removido y enviado a Estados Unidos, lejos de Roma. El cardenal colombiano Darío Castrillón también le escribió al Papa una carta confidencial y en idioma alemán revelando que Paolo Romero, cardenal de Sicilia, había comentado en un viaje a China que “el Papa morirá en 12 meses”. La lucha por el poder en el Vaticano, a la que en otros tiempos tampoco fue ajeno el cardenal Ratzinger, llegó a niveles que probablemente el Papa mismo no sospechó, o en algún momento pensó que podría controlar.
El Vaticano enfrenta además un grave problema económico-financiero y también han surgido datos respecto de operaciones poco claras del IOR, el banco vaticano. Sumado a lo anterior, uno de los principales financiadores de la Santa Sede, la Iglesia Católica en Estados Unidos, vive una enorme crisis a raíz de las comprobaciones de casos de pedofilia y del encubrimiento de las autoridades eclesiásticas a los curas pedófilos. El cardenal de Los Angeles, Roger Mahony (77 años), fue destituido de su cargo y le fue prohibida toda actividad pública después de que la Iglesia se viera obligada por una orden judicial a entregar sus archivos con datos de 124 curas acusados de abusos sexuales a niños y jóvenes. En el 2007 la Iglesia había llegado a un acuerdo con más de 500 víctimas por 660 millones de dólares, pretendiendo de esta manera tapar el escándalo.
Los casos de pedofilia en todo el mundo afectaron fuertemente la credibilidad de la Iglesia Católica, y en el caso particular de los Estados Unidos terminaron también golpeando las finanzas de la estructura católica.
A lo anterior habría que sumar aquello que Benedicto XVI menciona en su renuncia como “rápidas transformaciones” y “cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”. Aunque tampoco el Papa aclaró a qué se refiere, no es difícil concluir que entre ellas está la pérdida de autoridad moral y ética de la Iglesia Católica, la disminución de su incidencia en la vida política, social y cultural y en la actuación privada de las personas, los nuevos modelos de familia que surgen en el mundo y que hasta ahora el catolicismo se niega a reconocer, nuevas concepciones acerca de la moral sexual y los avances en bioética, para mencionar tan sólo algunos. Todo esto representa desafíos a los cuales Benedicto XVI, desde su visión conservadora del mundo, no pudo, no supo o no quiso dar respuestas.
Hacia el interior de la Iglesia, además de las disputas de poder y los escándalos ya mencionados, hay que consignar también la pérdida de vocaciones sacerdotales y religiosas, mientras se mantienen férreamente restricciones al ingreso de las mujeres al sacerdocio y se reafirma como obligatorio el celibato para acceder al ministerio consagrado. A esto habría que acrecentar también graves críticas provenientes de muchas iglesias de base respecto de la forma en que se ejerce la autoridad en la Iglesia, la necesidad de “democratizar” el poder eclesiástico por lo menos volviendo a una idea de colegialidad propuesta por el Concilio Vaticano II y paulinamente abandonada primero por Juan Pablo II y luego por Benedicto XVI. Son muchos los que hoy reclaman en la Iglesia la necesidad de retomar el camino trazado hace cincuenta años por el Vaticano II, el Concilio que a instancias del papa Juan XXIII, seguido luego por su sucesor Pablo VI, inició un camino de apertura de las ventanas de la Iglesia de cara a un diálogo que se intentó entonces fecundo y revitalizador con la sociedad.
Por último, habría que decir que en el escenario también se pueden mencionar los cambios que se vienen produciendo en cuanto al número de fieles de las diferentes religiones en el mundo. A pesar de dificultades existentes para tener estadísticas precisas, según el Atlas de las Religiones (2009) los católicos representan hoy el 17,4 por ciento de la población mundial, cada vez más debajo de los mulsulmanes (19,8 por ciento). A eso hay que sumarle que de las filas católicas se desgranan día a día de fieles que pasan a comunidades cristianas pertenecientes a iglesias o comunidades mayores.
No hubo una sola razón para la renuncia de Benedicto XVI. Y las aquí expuestas seguramente no son las únicas.