Guillermo Almeyra
El Correo

«Anatomía del Kirchnerismo», de Claudio Katz y «La parte del todo (a propósito de la intervención política)», de Eduardo Lucita.

En primer lugar quiero destacar que concuerdo con Claudio Katz y con Eduardo Lucita, compañeros y amigos, en la elección de sus respectivos temas, que son muy importantes, y en la sana decisión de iniciar una discusión esclarecedora sobre algunas de las cuestiones estratégicas fundamentales para los anticapitalistas en Argentina (y conste que no digo «izquierda» porque el término es demasiado amplio y ambiguo y en esa casilla «no son todos los que están»).

Además, estoy de acuerdo también con buena parte de lo que dicen ambos ensayos y, por consiguiente, me limitaré en estas notas a discutir algunas formulaciones que, creo no son claras o son erróneas y a desarrollar algunas partes que, a mi juicio, son importantes pero están apenas esbozadas.

Dos de las premisas de Claudio Katz son, a mi juicio, discutibles. Para mí, el régimen cristinista no es «neopopulista» ni el gobierno es «de centroizquierda». El concepto de populismo puede servir para darle un modus vivendi a ese legítimo discípulo de Abelardo Ramos que es Ernesto Laclau y puede cubrir con su bruma teórica la pereza mental y la ignorancia de los periodistas, incapaces de definir y clasificar los fenómenos sociales, pero debe ser erradicado del vocabulario de los marxistas, el cual debe ser preciso.

Primero, porque populismo es una categoría passe-partout, cajón de sastre, donde entra todo, como en la vidriera del tango Cambalache (Stalin, Lázaro Cárdenas, Perón y Castro, Togliatti, Mao y Chávez, la Thatcher y De Gaulle, Cristina y Macri y un largo etcétera). Y, en segundo lugar, porque no evita los problemas de clasificación: hay muchas especies de mamíferos pero saber que el ornitorrinco es uno de ellos no nos evita ver sus particularidades si queremos estudiarlo porque allí tendremos que adjetivar y decir que es ovíparo, que tiene pico de pato y membranas en las patas, como las aves acuáticas, aunque tenga pelambre. Para conocer por consiguiente ese ornitorrinco que es el cristinismo, ese gobierno capitalista reaccionario con una política distributiva y asistencial atípica en la actualidad, nos sirven mucho más que los términos impresionistas los escritos de Gramsci sobre los límites del cesarismo y del bonapartismo y, sobre todo, el estudio hecho por Trotsky sobre el bonapartismo sui generis en algunos momentos de la lucha en los países dependientes, formulados ante el ejemplo del más progresista de esos bonapartismos, el de Lázaro Cárdenas en el México de 1936.

Contrariamente a lo que dice Claudio, el bonapartismo no trata sólo de la influencia de las fuerzas armadas, como corporación ultrarreaccionaria, sobre los gobiernos burgueses. En primer lugar, porque en ciertos momentos históricos, en los países dependientes esas fuerzas armadas se dividen y de su seno emergen tendencias nacionalistas de diversa orientación (nacionalistas reaccionarias, en el caso de Perón o nacionalistas progresistas, en el de Chávez, el general boliviano Juan J. Torres, el peruano Juan Velasco Alvarado). Trotsky, con su idea del bonapartismo sui generis trata de analizar sobre todo a los gobiernos capitalistas sustitutivos y promotores de las burguesías nacionales raquíticas, que quieren reforzarlas mediante el aparato estatal y, para eso, contienen a los trabajadores, los encierran en el plano asistencial y de las reformas y se apoyan electoralmente en ellos al mismo tiempo que tratan de impedir su independencia política de clase.

Claudio habla de la «oscilación» de Cristina Fernández, tal como oscilaba Perón, entre sus enemigos de extrema derecha y el gran capital nacional y extranjero, y su base obrera y popular, pero tanto en un caso como en el otro el péndulo del gobierno peronista o cristinista termina siempre del lado del capital. Por eso no es tampoco un gobierno de «centroizquierda» aunque, dado que el centro en la Argentina (salvo Proyecto Sur y cuatro o cinco más) está tan a la derecha, y que la derecha clásica y tradicional ha sido siempre ultraderecha cavernícola desde principios del siglo pasado, puede suceder que, por ilusión óptica, un gobierno de centroderecha defensor del gran capital aparezca en el 2013 en Argentina como de «centroizquierda», por contraste con los monstruos del pasado reciente. Pero las calificaciones de izquierda, centro, derecha, son simples términos de relación, no etiquetas absolutas. Se es de izquierda con relación a algo y Hitler estaba a la izquierda de Gengis Khan.

Creo que en todo esto hay dos problemas de fondo que los partidos que dicen ser trotskistas no tratan: uno es el carácter de la fase mundial actual de la ofensiva capitalista. Estamos ante una gran derrota mundial de los trabajadores, que se baten en retirada perdiendo sus tradicionales armas ideológicas y su coordinación. En Grecia los banqueros proponen el trabajo gratuito de los desocupados, por la comida (o sea, la vuelta a la esclavitud o, mejor dicho, la incorporación de la esclavitud en Europa, donde había desaparecido en el Bajo Medioevo). Los puntos más altos de las luchas son las revoluciones democráticas (como la Primavera árabe) o las luchas defensivas, para conservar el empleo o tener alguna mejora, en Grecia y en China. En ninguna parte del mundo hay una situación revolucionaria o prerrevolucionaria o un movimiento anticapitalista de masa. La aplastante mayoría de los trabajadores, incluso entre los más combativos, se fija aún como marco natural el capitalismo y como objetivo un capitalista distributivo, justicialista (no la eliminación de raíz de las injusticias implícitas en un sistema de explotación). La conciencia está, en el mejor de los casos, en un nivel nacionalista (abierto por lo tanto a la xenofobia) y reformista.

La influencia mundial del capitalismo no consiste, pues, sólo en los efectos de la crisis de la economía a nivel planetario : se apoya sobre todo en la hegemonía cultural e ideológica burguesa, en la dominación, de la que forman parte el Estado y el gobierno cristinistas.

El obrerismo combativo o la propaganda socialista para el Gran Día Futuro no bastan: no hay una educación socialista constante de los trabajadores, una crítica constante de la vida cotidiana, una discusión constante sobre la posibilidad de una alternativa anticapitalista, pero no realizada en general, como declaración, sino desarrollando proyectos alternativos viables.

Cristina tiene el consenso pasivo de la mayoría de los trabajadores por las mismas razones que lo tenía Perón: porque entre el gobierno burgués y reaccionario y los trabajadores que, en su acción diaria, enfrentan parcialmente al capital, hay un doble lazo, ideológico y organizativo. Ideológico –la idea de la inexistencia de las clases a la Laclau, la de la movilidad social (el deseo ilusorio de tener un tallercito o un kiosco y dejar de laburar), la idea de que «somos todos argentinos» que une con las empresas (dominadas por el capital extranjero) y separa de los trabajadores latinoamericanos (bolivianos o paraguayos). Y organizativo: el lado burgués de los obreros como dueños de su fuerza de trabajo que negocian en el mercado les lleva a tolerar a las burocracias sindicales en nombre de la eficacia de su lucha económica y de su autodefensa, que refuerzan la separación entre ocupados en blanco y en negro, tercerizados y de planta, ocupados y desocupados y transmiten los valores burgueses, porque la burocracia es parte del aparato burgués de dominación.

Es cierto que, como explica Eduardo Lucita, no todos los gatos son pardos. Los diversos grupos burgueses en choque no tienen la misma política –salvo en lo que se refiere a tratar de asegurar la supervivencia del sistema y, más concretamente, la rentabilidad de los empresarios- y sus diferentes líneas afectan de manera muy diferenciada a los trabajadores.

En efecto, habría que ser completamente idiota para pensar que es lo mismo tener a Videla en la Rosada que al liberal Alfonsín. Sin embargo, no faltan los primitivos que dicen que «entre bueyes no hay cornadas» y que «todos son iguales» porque todos son capitalistas. Hacer política es también, como dice Eduardo, entrar en las contradicciones intercapitalistas, aprovecharlas, sin perder la independencia. Los bolcheviques, por ejemplo, entre las dos grandes revoluciones entraron en la Duma al igual que el partido burgués de los Cadetes, al cual tuvieron que poner fuera de la ley, al igual que la Duma misma después de la Revolución de Octubre, porque los obreros y campesinos tenían entonces sus Consejos.

Eso no quiere decir apoyar a un grupo «progresista» de centroderecha como mal menor frente al grupo de la oligarquía y la extrema derecha. Los llamados males menores abren el camino a los mayores: lo que se necesita es una política independiente de clase que enseñe a golpear juntos sobre un punto concreto, manteniendo sin embargo todas las críticas al que, en ese punto, momentáneamente coincide con algunos de los intereses inmediatos de los trabajadores que, no hay que olvidarlo, son también consumidores que quieren mantener su nivel de vida así como también demócratas, que quieren mantener sus servicios sociales y sus conquistas democráticas y, por lo tanto, no ponen un signo de igual entre los diferentes frentes burgueses.

Precisamente porque Argentina está inmersa en el mundo y no en Marte y, con sus características y ritmos propios, los trabajadores argentinos participan de la derrota histórica del proletariado mundial y están tratando aún de reconquistar lo perdido a partir de los setenta y precisamente porque entre los trabajadores y el gobierno bonapartista sui generis cristinista- que prescinde de ellos para intentar apoyarse en un aparato propio- existe aún el lazo del consenso ideológico masivo antes mencionado, se ilusionan gravemente los que creen que el descontento por salarios, impuestos, carestía de la vida y el debilitamiento y fraccionamiento de la burocracia sindical, abandonada por sus patrones, les abre directamente el camino al crecimiento.

El combativismo sindical y la utilización política en general de los sindicatos como centro de oposición a las medidas de los gobiernos peronistas no llevan inmediatamente a la ruptura con las bases de éste sino que son sólo su base indispensable. Todavía hay que dar el salto de la posición sindical elemental de clase a la oposición consciente de clase, a la independencia política, a la búsqueda de una alternativa al sistema. Eso requiere una actividad teórica, educativa en la práctica y una actividad agitativa-política de parte de los revolucionarios.

El PO es un reloj roto fijo a las 12 y anuncia siempre el Mediodía de la lucha de clases. La locura ultraizquierdista permanente de su gurú y su oportunismo y la cerrazón sectaria de la organización la tornan impermeable a una incomprensión de las tareas actuales. El FIT, que es una mera alianza electoral entre fuerzas totalmente heterogéneas, no es un centro político ni puede serlo. Quedan pues los que en el campo del marxismo, o en el del sindicalismo (la Juventud Sindical, por ejemplo) o en los movimientos estudiantil y urbano que antes eran autonomistas, como Marea, tratan de confrontar la acción del capitalismo y del gobierno cristinista.

Por el carácter de la fase actual y por el hecho de que este es un año electoral, es inevitable aprovechar también el terreno de las elecciones, combinado con el de la lucha sindical y por las reivindicaciones de los trabajadores, en el sentido más general del término (desocupados y ocupados, en negro y en blanco, asalariados de todo tipo, sectores más pobres de las clases medias rurales y urbanas, estudiantes y profesionales, etc) para utilizar las elecciones para la movilización y la educación política anticapitalista y no terminar mendigando «un voto para Altamira» hasta a la peores reaccionarios. En una palabra, los más inteligentes y honestos entre los integrantes del FIT deberían ver a Marea y hasta a la Juventud Sindical como aliados electorales potenciales, con quienes discutir algunos puntos comunes y avanzar en común aunque sea unos metros, y no como competidores.

Las «reformas no reformistas» (inaceptables por el capital) que plantea Lucita son, sin duda, la herramienta para ayudar a vastas capas a avanzar políticamente y a comprobar en su propia práctica que una alternativa anticapitalista es posible. Creo que la Nota 6 [1], al pie, en su interesante documento, debería ser desarrollada y explicada como un artículo especial porque tiene una grandísima importancia política y teórica y permite construir un programa de transición aquí y ahora, como decían los viejos socialistas, en vez de repetir meramente el «Programa de Transición» escrito por Trotsky en 1938, en otra situación mundial y para otro proletariado.

Nota:

[1] «La parte del todo (a propósito de la intervención política)». Nota N° 6: Es decir no se trata solo de luchar por una mejora del sistema ferroviario, sino de discutir que papel tendría un ferrocarril estatal en el marco de un Programa Nacional de Transporte. No es solo bregar por la nacionalización total de YPF sino de proponer un Plan Energético Nacional; no es solo combatir la inflación con control de precios, sino de controlar los costos de producción y distribución de las formadoras de precios, estableciendo la razonabilidad en las tasas de ganancias y ajustar los salarios periódicamente de acuerdo a un índice de inflación real; frente a los límites en la creación de empleo hay que hacer cumplir la jornada legal de 8 horas, pero no hay otra salida efectiva que la reducción de la jornada laboral y el reaparto del trabajo existente. Una nueva ley de entidades financieras es necesaria pero la salida de fondo pasa como mínimo por la estatización de los depósitos en camino a la nacionalización del sistema financiero todo; Y un largo etcétera.

Fuente: El Correo. París, 31 de enero de 2013.