En la antesala de su derrocamiento por obra y gracia de la “Santa Alianza Atlántica”, y su atroz asesinato a manos de una horda de jihadistas y mercenarios, el coronel Muamar Gadafi advertía que si él caía sobrevendrían tiempos de caos y de guerra santa en Africa del Norte: “vendrán los partidarios de Bin Laden por tierra y por mar a imponer rescates.” Gadafi era sin duda alguna un líder singular, cuyo ejercicio monopólico del poder se tradujo en una sistemática represión de sus opositores, pero no era en todo caso un loco desatado que habría perdido todo sentido de la realidad, y prueba de ello son precisamente estas lúcidas predicciones de lo que iba a ocurrir en la región tras el colapso de su régimen.

Recientemente, hemos asistido a tres acontecimientos de gran gravedad en Africa del Norte, directamente vinculados al abrupto desmantelamiento de la institucionalidad en Libia y a la subsecuente fragmentación de ese país tanto en términos políticos como territoriales.

Primero, el atentado en contra del consulado estadounidense en Bengasi, resultante en la muerte del embajador, Christopher Stevens, y de tres otros funcionarios consulares. A estas alturas, los tan supuestamente eficaces servicios de inteligencia estadounidenses no han logrado dar con los responsables intelectuales y materiales del atentado. Se acusa al islamista Ahmed Abu Khattala, fundador de la milicia Ansar al-Sharia, asociada a Al Qaida, como autor del mismo, pero el hecho es que hasta hoy nadie ha sido apresado. Dicen inclusive testigos presenciales que sus autores se pasean libremente por las calles de Bengasi. Tal hecho constituye evidencia irrefutable del estado de impunidad y desgobierno reinante en la Libia post-Gadafi. Robert Malley, director de programas del Grupo Internacional de Crisis para el Medio Oriente y Norte de Africa, declaró hace poco al International Herald Tribune, a propósito de la desastrosa situación generada por las caídas respectivas de Ben Alí, Gadafi y Mubarak: “Se trata de uno de los más oscuros aspectos de las revueltas árabes…Su naturaleza pacífica puede haber perjudicado ideológicamente a Al Qaida y sus aliados, pero desde el punto de vista logístico, en lo que respecta a la porosidad actual de las fronteras, la expansión de áreas sin gobierno, la proliferación de armas, la desorganización de los servicios de policía y seguridad en esos países, el resultado ha sido una verdadera bendición para los jihadistas.”

La segunda consecuencia grave del derrocamiento de Gadafi es la crisis de Malí, consistente en una partición de facto del país, entre un norte árabo-berebere y un sur subsahariano. Francia ha intervenido in extremis en Malí para evitar que los rebeldes puedan llegar a controlar la totalidad del país, en lo que representa literalmente un desdoblamiento de personalidad, pues despliega por una parte un impresionante dispositivo militar para combatir el fundamentalismo islámico en Africa del Norte y a la vez apoya por otra incondicionalmente a la oposición armada en Siria, integrada como se sabe por una mayoría de jihadistas extranjeros alineados con Al Qaida, provenientes de Jordania, Libia, Irak, Sudán, Líbano, Egipto, etc. A pesar de la intervención francesa, la situación de inestabilidad y conflicto armado en Malí va con toda seguridad a prolongarse, ya que es de esperarse que los rebeldes opten por la retirada táctica y se confundan con la población mientras cambia la correlación de fuerzas a su favor. Se verifican una vez más las profecías de Gadafi.

El tercer acontecimiento que emana de la salvaje agresión de la OTAN a Libia, que no sólo desintegró el país (tal como ocurrió en Irak y ocurrirá en Siria si el gobierno presidido por Bashar Al-Assad es derrocado por la fuerza), sino que ocasionó la muerte de más de 30.000 civiles, es el ataque terrorista a la planta de gas en Amenas, Argelia (la cual produce el 10 por ciento de las exportaciones de gas natural del país). Este atentado, perpetrado según su autor intelectual, Mojtar Belmojtar, en represalia por la acción militar francesa en Malí, tuvo como saldo la muerte de 38 trabajadores y 29 terroristas.

Todos sabemos que el régimen de Muamar Gadafi era autoritario y represivo, como lo son la mayoría de los regímenes en el Mundo Árabe. Con honrosas excepciones, el despotismo, aun cuando se presente con visos de ilustración y desarrollismo modernizador, es la deplorable regla en esta región del mundo. La llamada “Primavera Árabe” no ha implicado ningún cambio sustantivo, toda vez que quienes fueron la punta de lanza de las revueltas populares han sido neutralizados y postergados por el islamismo triunfante, que logró hábilmente secuestrar el proceso y arrogarse el rol dominante.

Por ello Siria es tan importante en el momento actual. Lo que está en juego en Siria es inconmensurable, y así lo experimentan numerosas mentes progresistas en el Medio Oriente en general. Siria no es solamente un baluarte del secularismo, la laicidad y el pluralismo; es también un eslabón fundamental del último eje de soberanía restante en esta convulsionada región del mundo. El objetivo del imperialismo es neutralizar a Siria, balkanizándola, para que acepte el “diktat” sionista y estadounidense sin chistar, para aislar a Irán y asimismo impedir que el Hezbolá se mantenga como muro de contención ante el expansionismo israelí.

Cuando evoco la brutalidad de quienes asesinaron a Gadafi me estremezco. Debo confesar que me estremecen también los testimonios de quienes sufrieron la represión durante su gobierno. Sin embargo, ello no justifica el haber intervenido en Libia con la única finalidad de lograr un objetivo político-militar, como menos aún se justifica la invasión de Iraq, cuyo balance es sencillamente horripilante. ¿Por qué entonces no derrocar mediante un gran tsunami revolucionario a todos los autócratas del mundo, comenzando por el Presidente de los Estados Unidos?

El autor es: Embajador de la República Bolivariana de Venezuela en Jordania

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