Es un deber comunicar, hacerse visible. Mostrarnos aunque la manifestación revista -o quizás ésta sea la mejor manera hoy en día- un modo obsceno. Incluso en el ámbito que me es más cercano, el universitario, cada cual se somete al dictado de la lógica comunicativa. Todos hemos de devenir autores, escribir y publicar por el mero hecho de figurar, de acumular hueras líneas al expediente sin que importe la calidad o alcance de lo que se redacte. Si no comunicas, si no exhibes tus pensamientos, aunque no hayan alcanzado la madurez suficiente y todavía se hallen en germen, ni trabajas ni existes académicamente. Un total sinsentido. Plotino no escribió una palabra hasta los 49 años. Sócrates ni una palabra en toda su vida. De Jesús, dicen que sólo escribió unas palabras desconocidas en la arena. Y a todos, universitarios y ciudadanos, casi se nos exige como un imperativo que comuniquemos, que participemos en la confusión colectiva, en el caos de informaciones que castran, al mismo tiempo, la capacidad práctica. ¿Quiénes nos creemos? Presunción sin límites, vanitas vanitatis. Participar en el diálogo no significa, en absoluta, dotarnos del destino que nos queremos dar. Son palabras que no fertilizan nuestra vida práctica.
En la era de la comunicación, la persona ha de convertirse en spot de sí mismo, en expositor de un discurso que parece no desencadenar transformación alguna. Somos algo así como mercancías prostituidas en el escenario de la visibilidad. En lo colectivo, otro tanto de lo mismo. Una manifestación mide su éxito por la cobertura informativa, por el número de citas en los medios, en las asambleas, juntas de partidos, sesiones del Congreso. Pero eso es sólo visibilidad, nunca transformaciones del estado presente. Lejos queda ya el poder performativo de las palabras, más propio de las culturas ágrafas, orales. Una palabra representaba, significaba un hecho. Lo provocaba, como en Abracadabra. Pensar, imaginar un comportamiento reprobable era equiparable, en términos factuales, a haberlo cometido. Hoy, las palabras se las lleva el viento, como vulgarmente se dice. Protestas de cientos de miles de ciudadanos no tienen mayor traducción práctica que una lluvia de declaraciones. Ni siquiera los suicidios por desahucios y la desgraciada situación de millones de españoles, que es experimentada a diario y denunciada en numerosos canales de información, desembocan en cambios estructurales. Los de arriba siguen arriba -más arriba- y los de abajo más abajo. Desgraciadamente, hay una distancia abismal entre lo que se dice, lo que se escribe, y lo que se es. El juego embaucador de la política, de la economía capitalista, neoliberal se basa a grandes rasgos en esta dualidad. Hay palabras fetiche que encantan, paralizan e hipnotizan a la ciudadanía: progreso, crecimiento, competitividad, eficacia, sacrificio, justicia, democracia, igualdad… Son promesas de felicidad que inhiben la actuación. Quienes son absolutamente refractarios a la transformación de nuestro modelo civilizatorio remiten siempre, como solución a los problemas actuales, al diálogo, a la comunicación. Pero el diálogo es infinito. ¿Y si el exceso de comunicación ni permite el consenso ni sienta las bases para una acción práctica efectiva? ¿De qué sirve debatir ad infinitum sobre la defenestración de lo público y el incremento de las polarizaciones entre ricos y pobres si no se actúa en consecuencia? Es aburrido escuchar siempre los mismos comentarios, los mismos relatos de tropelías narrados e interpretados por los periodistas que hacen de un oficio hoy estéril su modo de vida. Cambian los nombres, las fechas, las entidades, pero lo que no se modifica en absoluto son las relaciones de poder. Luego, ¿para qué seguir comunicando? Sería más preferible que los medios, sin excepción, callasen de golpe. Que callasen los universitarios y los ciudadanos y, por un tiempo, nos dedicásemos a actuar desde nuestro lugar en el mundo. Sin grandes pretensiones. Cada uno desde lo que pueda aportar, aunque sea una simple pero esperanzadora disposición a la compasión, a la solidaridad y a la cooperación con los demás. Como la actriz teatral que elige no proferir palabra en Persona (Ingmar Bergman, 1966): dejar a un lado la representación, la pantomima y volver a encarar en su crueldad el encuentro con nosotros mismos y con los otros, con nuestras miserias y riquezas. En este film, la aparente incomunicación propicia la apertura al reconocimiento del otro como ser singular, en sus motivos, miedos y anhelos. Y desde esta mirada de frente a lo que somos, transformar el odio en amor, la competitividad en colaboración, la riqueza de unos pocos en la riqueza de todos. Dejemos las trivialidades de medios de comunicación, de exposiciones obscenas de nuestra imagen como espectáculo en el teatro de variétés que son en muchas ocasiones las redes sociales.
Quizás de esta forma dejaríamos de asumir, resignados, el destino determinista al que parecemos abocados. Estamos distraídos por la comunicación. Alienados por ella. Aniquilados moralmente. Este ensayo podría ser también una distracción, lo admito. Deje de leer de inmediato el lector y tome las riendas de su propia vida, alejado de las retóricas que todos utilizamos para expresar nuestros pareceres. No nos dejemos llevar por el juego vano de las palabras que chocan unas contra otras. De las conversaciones infinitas que complacen a las clases dominantes, a los privilegiados de este sistema infame y cínico: mientras debatimos sobre las preguntas que formulan los edecanes de los poderes, ellos perpetúan la injusticia y la rapiña. Sostenía Johann Fichte en El destino del hombre que estamos ahí para actuar, y que la acción, y nada más que nuestra acción determina nuestro valor. Soy cobarde porque con arreglo a lo que sé, no hago. Como solía decir Rudyard Kipling, el elefante sigue preso porque ha olvidado su propia fuerza. ¿También la hemos olvidado nosotros? El torbellino de palabras, las tempestades discursivas nos hacen olvidar nuestra fuerza para propiciar cambios. Apago la pantalla, dejo de escuchar Kind of blue y me aventuro a la calle.