Oscar Lloreda


Durante los últimos años, la Revolución Bolivariana ha estado zigzagueando permanentemente entre dos diferentes formas de entender la comunicación: por un lado, la noción hegemónica que ha igualado comunicación a difusión y, por el otro, una noción alternativa, contrahegemónica, que concibe la comunicación como un ejercicio de encuentro que sirve para construirse recíprocamente.

Sobre la primera, basta recordar la insistencia y preocupación del presidente Chávez por “informar” sobre la gestión de gobierno, correlato de una programación estatal monótona, unidimensional y desordenada, que no logra el tan ansiado objetivo de difundir los logros revolucionarios. Detrás de esta exigencia presidencial se encuentra, sin duda, aquel paradigma hegemónico que define la comunicación como un proceso en el cual un actor “trasmite” información a otro, y sólo eso. La comunicación es reducida a la difusión y esta, a su vez, queda subsumida al plano mediático. Todo este discurso gira en torno a la noción de “opinión pública” y a su doxica aceptación por parte de muchos revolucionarios.

Como consecuencia de esta visión vemos hoy en día una serie de medios estatales, en especial aquellos dedicados a servicios informativos, incapaces de captar la diversidad existente en el espectro político venezolano. Aquello que tanto nutre y enriquece al proceso revolucionario es nuevamente invisibilizado mediáticamente, a favor de una política comunicacional basada en la repetición, en la convergencia de mensajes y, en definitiva, en la construcción de un campo discursivo homogéneo que, dicho en palabras sencillas, “se habla a sí mismo”.

La insistencia en la difusión ha hecho que la gestión gubernamental se concentre cada vez más en la “información” en detrimento de la “comunicación”. Con ello, el proceso revolucionario ha perdido la oportunidad de “poner en común” el proyecto de transformación que encarna el presidente Chávez, de generar políticas participativas que le permitan a las grandes mayorías acceder a la dirección real del proceso revolucionario, y más importante aún, de reafirmar el sentido de pertenencia e identidad con la Revolución Bolivariana.

Este último punto es vital si aceptamos que esa “puesta en común” del proyecto revolucionario no pasa por generar “climas de opinión pública favorables”, siempre efímeros y volátiles, sino por entender la comunicación como un espacio discursivo de “producción de sentidos”, es decir, el lugar de producción de las subjetividades e identidades o, dicho de otra forma, el espacio en el cual se legitiman y posibilitan las luchas. Y ello, lamentablemente, no se logra con “información” y “difusión” y, mucho menos, con dar a conocer “los logros de la Revolución”.

Para que los “logros de la Revolución” se conviertan en sensibilidad, en subjetividad, es necesario que exista un efecto de implicación entre los sujetos y la Revolución; quien debe ser “informado” de los logros es porque no ha sido parte constitutiva de ellos. Dicho de otra forma, la Revolución no puede dibujarse a sí misma como una experiencia extraña, ajena a la cotidianidad de los venezolanos sino, por el contrario, como la más grande experiencia de constitución recíproca, de construcción conjunta, de conflictividad, de encuentros y desencuentros.

La Revolución debe superar aquel temor de producir voces disonantes y asumir el reto de reconocer la política como el ejercicio del disenso. Lo contrario sería retroceder a una búsqueda incesante por el consenso que asegure el orden instituido. La política, si realmente quiere ser comunicacional, debe enfocarse en la puesta en relación de los múltiples discursos que hoy abonan en el camino de la transformación, pero no sólo eso, pues también debe encargarse de crear las condiciones para la producción de esos discursos y garantizar su circulación. De este modo, la Revolución Bolivariana se encaminaría a un proceso de re-politización que trasciende el tradicional marco democrático-electoral asociado al modelo de la “opinión pública”, para ejercitar el mandato constitucional de protagonismo y participación del pueblo. Ello significaría lograr la irreversibilidad del proceso de cambios que actualmente vivimos en Venezuela.

En ese sentido, y aunque parezca paradójico, la irreversibilidad revolucionaria se juega precisamente en asumir el desafío del cambio constante, del conflicto/disenso transformador y no, como algunos postulan, en el apoyo irrestricto a las políticas gubernamentales bajo la desvirtuada “lealtad en la acción”. Los espacios discursivos que la Revolución debe incentivar y producir no son aquellos de reafirmación improductiva, sino de crítica transformadora y disputa constante. Y para alcanzar esta multiplicidad de voces y discursos es imperativo trascender la visión “informativa/mediática” a la cual la Revolución ha reducido el campo comunicacional.

Más allá de modificar su política mediática en aras de enriquecer el debate revolucionario, el Estado debe procurar la emergencia de redes sociales sólidas –reales, no virtuales- vinculadas a la visión de mundo que emana del Proyecto Nacional. No basta con la multiplicación de medios comunitarios y alternativos, menos aún si estos medios asumen la postura hegemónica de practicar la “información” y no la “comunicación”, además de plegarse a la reafirmación improductiva de los “logros revolucionarios”.

La garantía del sello “alternativo y comunitario”, o más aún “popular” y “contrahegemónico”, obliga a la creación de múltiples formas de autogestión capaces de asegurar la autonomía de los discursos. El debate en torno a una nueva Ley de Comunicación Popular –propuesta por diversos actores sociales en 2011 y discutida actualmente en la Asamblea Nacional-, ha abierto interesante posibilidades; una de ellas supone la asociación entre las iniciativas de comunicación popular y los proyectos locales de producción. De esta forma, las prácticas mediáticas se presentan indisociables de las prácticas cotidianas de producción y consumo, mientras garantizan su viabilidad económica. En este caso, la comunicación mediática deja de ser un campo de desarrollo particular para ser un eje articulador transversal de todas las prácticas sociales que favorecen el ejercicio comunitario. Dicho de otra forma: se reconoce la “comunicación” como el elemento constitutivo de la vida, transversal a todos los procesos, y no como una “herramienta” o “instrumento” externo.

La comunicación revolucionaria, liberada ya de sus cadenas “informativas”, se concentra en contravenir los procesos de despolitización modernos que pretenden suprimir todo conflicto y desarticular cualquier proyecto que implique el ejercicio comunitario. Por tal razón, la Revolución debe encaminarse justo en el sentido contrario de la mediatización transnacional actual: ahí donde ésta procura la fragmentación, individuación y particularización de la vida –y por tanto, valga decirlo, la convierte en no-vida, pues impide/bloquea todo contacto con el “otro”- la política revolucionaria debe replicar con espacios de encuentro, multiplicidad de discursos y -mucha- organización social. Esto es, re-politización de la vida.

La re-politización de la vida trasciende por mucho el hecho de “derrotar la abstención electoral”. El componente electoral de la democracia representativa está asociado indisolublemente a la noción de “opinión pública”, y la construcción de “climas” favorables a la participación electoral no supone necesariamente una modificación en las formas de relacionarse y entender el mundo. La re-politización de la vida transcurre ahí donde los sujetos asumen la responsabilidad de su devenir histórico, es decir, se configuran como sujetos de transformación social, se organizan y se reconocen como tales, y este proceso tiene lugar a nivel micropolítico, no mediático, ni macrosocial.

En esencia se trata de la transición desde un paradigma democrático representativo a un modelo participativo-protagónico de democracia que, desde el punto de vista comunicacional, se refleja en la ruptura con el esquema tradicional de relación entre medios y receptores, el cual conlleva implícitamente una imagen de receptor individualista que va apareada con el propósito de atomizar la masa de receptores y, en última instancia, desmovilizarlos. Siguiendo el planteamiento teórico de Mattelart, tenemos que el desarrollo de los medios populares se enmarcan en una lógica de cultura-participación-poder, por lo que el medio pasa a ser un instrumento y un proceso en sí mismo.

Ello significa que a través de la comunicación participativa se impulsa un cambio cultural que trastoca las bases subjetivas que sostienen a la clase dominante. En palabras de Gramsci, es la clase subalterna transformándose en clase dirigente, movilizada y con capacidad crítica. La transición a la democracia participativa-protagónica necesita del fin de las comunicaciones basadas en el modelo representativo de sociedad. Este es el principal reto que encara la nueva gestión del respetado Ernesto Villegas: ¡Más comunicación y menos información¡