El viejo cañón:
Alberto Piris

A tenor de lo que observamos hoy en día (1), si el Pentágono hubiera existido cuando Marx escribía y difundía El capital o El manifiesto comunista, vista la peligrosidad de las ideas en ellos expuestas y el riesgo que suponían para la estabilidad política del mundo capitalista, se hubiera creado enseguida una agencia militar, encuadrada entre los órganos de la defensa de EE.UU., responsabilizada de llevar a cabo la lucha contra los libros peligrosos.

Comandos especializados en descubrir en las librerías y bibliotecas (sin olvidar los domicilios privados) material enemigo en ellas infiltrado, y sistemas de vigilancia y detección remotas, para desvelar en posibles autores hostiles los primeros gérmenes de una obra de presumibles efectos nocivos, empezarían a organizarse bajo control de los mandos militares. Las agencias de tecnología avanzada al servicio de la defensa empezarían a proyectar alucinantes sistemas electrónicos al servicio de la nueva misión y los fabricantes del ramo correspondiente se frotarían las manos ante la perspectiva de un nuevo pozo sin fondo del que extraer renovados beneficios.

Esta hipótesis podría retrasarse en el tiempo y llevarla a la época en que los ilustrados franceses escribían la Enciclopedia, o cuando las obras de Voltaire hacían temblar los cimientos del Vaticano. Incluso sería aplicable a los monarcas hispánicos empeñados en reducir por las armas la influencia de Lutero y sus publicaciones en un mundo que se transformaba de día en día.

Militarizar los campos en los que se advierte el más mínimo riesgo contra el Estado y sus fundamentos es una tentación que siempre ha aquejado a todo gobernante. Contra ella se alza el extendido recelo, bien avalado por la Historia, de que poner en manos de la gente armada la defensa de cualquier resquicio que se aprecie en la seguridad del Estado suele conducir a la larga, y de modo más o menos encubierto, a poner también en sus manos la gobernación del país. La figura del dictador militar vino a resolver el dilema, pero ya no es aceptable por la mayoría de las opiniones públicas del siglo XXI, a causa del desprestigio que los caudillos han ido acumulando en el transcurso del tiempo.

Viene esto a cuento de unas noticias publicadas en la prensa de EE.UU. anunciando la creación en el Pentágono de un nuevo mando militar con la misión de hacer frente a las amenazas existentes en el ciberespacio, es decir, en el espacio virtual en el que funcionan los sistemas informáticos, tanto oficiales como privados.

Una vez definido el nuevo campo de batalla, la cuestión se plantea así: ¿se trata sólo de defenderse frente a las intrusiones agresivas en las redes informáticas? Es bien sabido que cualquier acción bélica defensiva, incluidas las de la ciberguerra, tiene siempre una contrapartida ofensiva. ¿Existen ya los medios, al servicio del Pentágono, para llevar a cabo acciones agresivas en el ciberespacio? (2). Y sobre todo, ante las cuantiosas sumas asignadas a estas actividades, ¿quién las va a controlar?

Un portavoz del Pentágono declaró: “No estamos cómodos al tratar de las operaciones ofensivas en el ciberespacio, pero creemos que éste es un campo de batalla. Necesitamos actuar en él, como en cualquier otro, lo que implica proteger nuestra libertad de acción y nuestra capacidad para operar en ese medio”. Y Obama, por su parte, dijo el pasado viernes (3) que los atentados terroristas “no sólo pueden proceder de unos pocos fanáticos con un chaleco explosivo, sino de unas pocas teclas en un ordenador: un arma de perturbación masiva”; manifestó también su intención de crear en la Casa Blanca un responsable supremo de la seguridad cibernética para todo EE.UU.

El debate así iniciado en EE.UU. lleva a terrenos delicados que afectan a los derechos fundamentales de los ciudadanos. Los ataques cibernéticos pueden iniciarse en países extranjeros, pero por su propia naturaleza carecen de fronteras y se desarrollan también en territorio propio, donde los servicios secretos tienen limitaciones legales de actuación. ¿Cómo afectará la guerra en el ciberespacio a la protección de la intimidad personal? ¿Y al derecho a no ser espiado o vigilado sin autorización judicial?

No se trata de un hecho aislado; es algo inherente a la mentalidad social. Si un ciudadano estadounidense, amedrentado por la guerra global contra el terror, prefiere ver desde su ventana soldados patrullando por la calle en vez de policías, no le importará que sea el Pentágono el que vigile la pantalla de su ordenador aunque él no lo sepa. Pero si conserva el espíritu libre e independiente de los fundadores del país, analizará con cuidado cómo la nueva militarización del ciberespacio puede afectar a sus libertades personales y procurará que el poder civil, democráticamente elegido, siga controlando al brazo armado de la nación también cuando éste penetra en territorios que hasta ahora le han sido vedados.

No es un debate que afecte sólo a EE.UU.: a los europeos nos llegará tarde o temprano (4) y habrá que decidir, antes de que sea tarde, en el eterno dilema entre seguridad y libertad; o, para ser más exactos: entre presunta seguridad y aparente libertad.

(1) Nota importante: El 2 de junio de 2009 publiqué este mismo comentario con otro título. Su contenido sigue hoy plenamente vigente, como observará el lector.

(2) Es preciso añadir que EE.UU. ha mostrado ya su capacidad agresiva en el espacio cibernético, en colaboración con Israel, para atacar a Irán, desde donde al parecer se replicó el mes pasado atacando a unos bancos de EE.UU. El mayor secreto envuelve a estas acciones.

(3) El 29 de mayo de 2009.

(4) Ya nos ha llegado.