Federico Bernal
«Nació como una práctica pública, ejercida legítimamente por la ciudadanía. Su función era progresiva y conocida por todos. Con el paso del tiempo se fue desvirtuando hacia la corrupción.»
Semanas atrás, la presidenta propuso trabajar en la elaboración de una Ley de Ética Pública Periodística. Cuándo no, el periodismo semicolonial puso el grito en el cielo. Clarín, ADEPA, FOPEA y La Nación (olvidando su editorial del 7 de enero de 2001 «Periodismo y autocrítica») rechazaron de cuajo la iniciativa. Ninguna ética pública periodística en la Argentina; ningún control a la tarea de lobby, sea del tipo que sea, venga de donde venga. En este sentido, creemos que la experiencia histórica y presente de EE UU en materia de divulgación y regulación del lobby fronteras adentro aporta interesante información para el debate nacional. Allí, el «lobby» nació como una práctica pública, ejercida legítimamente por la ciudadanía. Su función era progresiva y conocida por todos. Pero con el paso del tiempo se fue desvirtuando, hasta llegar a convertirse en una fuente inagotable de corrupción, coercitiva del bienestar público, enemiga de la equidad social y de una distribución justa de la riqueza nacional. El presente análisis constará de dos partes: de un repaso histórico de la legislación anti lobby en EE UU al insólito presente. Va en cuotas porque es realmente insólito. Y es insólito no por extraño o inadmisible, sino por el contraste con aquello a lo que estamos acostumbrados y nos tienen acostumbrados en nuestro país, por supuesto, desde la superestructura cultural de la semicolonia. Lo que no es costumbre o suele verse como extraño, se siente como lejano e impracticable. La propuesta presidencial de la Ley de Ética Pública Periodística (LEPP) es presentada por los medios y lobbistas del atraso y la exclusión como un arrebato demencial, autoritario, comunista y propio de naciones o liderazgos primitivos, cuando no bárbaros. Removamos la mortaja cultural de la reacción. Para que el lector no nos tilde de majaretas (como Obélix a los romanos), historia y presente real de la legislación estadounidense contra el lobby. Mientras que aquí se aventura la LEPP, ¿es acaso mínimamente posible que el Parlamento de la nación, emblema de la libertad de mercado, lleve un registro (y lo divulgue públicamente desde su portal oficial) de los lobbistas domésticos, sus actividades, paga y clientes, entre otra información?
ORÍGENES DEL LOBBY EN EE UU. El «lobby» se inició como una actividad popular. La ciudadanía «peticionaba» al gobierno para influir en las políticas públicas. Según se explica en el interesante libro de Raymond Bailey Popular Influence upon Public Policy: Petitioning in 18th Century, en tiempos coloniales las peticiones escritas a los gobiernos locales eran frecuentes, simples y en la mayoría de los casos, respondidas. El primer evento de esta naturaleza de que se tenga registro en Estados Unidos, se remonta a 1641, específicamente en los tratados coloniales de la Asamblea Colonial de la Bahía de Massachusetts, tratados que incluían el derecho de la ciudadanía a «peticionar». Tal derecho se mantuvo luego en sendas declaraciones y leyes con anterioridad y posterioridad a la revolución de 1776. Sin embargo, con el despertar manufacturero, el lobby ciudadano fue perdiendo terreno frente al lobby privado, hasta casi extinguirse. La competencia resultó imposible. El sector privado no sólo acompañaba sus «petitorios» con jugosas dádivas a funcionarios y legisladores, sino que formaban y contrataban sus propios especialistas en lobby, aumentando la eficacia de sus «pedidos», logrando así desplazar los efectuados por ciudadanos comunes, desprovistos de formación específica, recursos y contactos políticos. Despuntado el siglo XX, esta práctica originalmente en manos de la población y conocida por todos, se encontró totalmente desbocada y en poder de élites concentradas, tanto gubernamentales como corporativas. Así, hasta 1930.
EL PUNTO DE INFLEXIÓN (1930). Si bien los primeros esfuerzos concretos de regulación de la tarea de lobby datan de 1876 (ese año el Parlamento estadounidense aprobó una resolución transitoria que obligaba a los lobbistas a registrarse en la Oficina Administrativa del congreso –House of the Clerk–), lo cierto es que ninguna norma o medida pudo combatir el lobby privado hasta bien entrado el siglo pasado. Las primeras acciones concretas en esta dirección comenzaron en 1930, cuando el senador Hugo Black (Alabama) impulsó un «registro de lobbistas», donde quedaran por escrito los nombres, salarios, gastos y actividades de quienes efectuaran esas prácticas. Debieron transcurrir cinco años y un escándalo de corrupción que empapaba al Parlamento para que su propuesta, ahora como anteproyecto de ley, sentara fuerte precedente. No obstante, su iniciativa tampoco prosperó.
LA LEY DE REGISTRO DE AGENTES EXTRANJEROS (1938). Recién en 1938 y tangencialmente, habría de nacer la primera legislación anti lobby. Se trataba de la Ley de Registro de Agentes Extranjeros (RAE), cuyo propósito original era limitar la influencia en la opinión pública local de la propaganda foránea y sus agentes. Era la respuesta al nazismo en ascenso. Los «agentes» aludidos por la ley incluían a cualquier persona que «actuara como lobbista para un gobierno extranjero, partido político, corporación […]», fuera o no estadounidense. La RAE tendría más tarde dos modificaciones trascendentales en los ’50 y ’60. La más importante fue la de 1966, que cambió la ley desde un instrumento anti propagandístico a uno de regulación del lobby doméstico y foráneo a nivel parlamentario.
LA LEY FEDERAL DE REGULACIÓN DEL LOBBY (1946). Mientras la Argentina caía bajo la mortaja del populismo totalitario, el Congreso estadounidense aprobaba la Ley Federal de Regulación del Lobby (FRL). El investigador Craig Holman (Origins, Evolution and Structure of the Lobbying Disclosure Act) la describe como «la primera ley nacional de divulgación del lobby doméstico». En otras palabras, la FRL fue la primera ley que ordenó la desclasificación (apertura pública) del lobby privado. A tales efectos, propuso un sistema de registro de lobbistas, con eje en el blanqueamiento financiero de todos aquellos que intentaran influenciar el tratamiento legislativo en el Parlamento, advirtiendo que sin un registro abierto a la comunidad «los congresistas no podrán evaluar correctamente las presiones políticas a las que están habitualmente sometidos» y que «la voz del pueblo será muy fácilmente anegada por la voz de grupos de interés especiales que persiguen un tratamiento favorable a la vez que enmascarándose como defensores de la prosperidad pública». La ley obligaba a todos aquellos cuyo «principal objetivo fuera influenciar en la aprobación o rechazo de una legislación en el Congreso, registrarse en la Oficina Administrativa [del Parlamento] y en la Secretaría del Senado, con una actualización cuatrimestral». El registro debía detallar: nombres del lobbista y sus clientes, pagos, contribuciones, artículos o editoriales escritos por el lobbista en cuestión, así como la legislación sobre la cual se buscaba influir. La violación de cualquiera de estos requerimientos era penada con multas, un año de prisión y hasta tres años de suspensión en su labor de «lobbista autorizado». La ley, si bien representaba un avance inédito, contaba con importantes limitaciones. Un estudio publicado por la US General Accounting Office (GAO) en 1991, detectó fallas severas y significativas violaciones en los registros: «10.000 de los 13.500 individuos y organizaciones listadas como grandes ‘influenciadoras’ a nivel del Capitol Hill no estaban registradas como lobbistas». Pero aquí no termina la historia; mucho menos el marco regulatorio anti lobby vigente al día de hoy. Seguiremos con la Ley de Divulgación de Actividades de Lobby de 1995. ¿Majaretas ellos? No, nosotros, que vamos muy detrás.