Para 2008, los tres grandes bancos islandeses se encontraban entre los 300 bancos más grandes del mundo, en un país donde la población llega sólo a 310 mil personas. Sus activos sumaban 10 veces el PIB de Islandia y su modelo de negocios dependía en forma central de su posibilidad de tomar deuda masivamente del mercado mayorista de crédito. En octubre de 2008, los bancos colapsaron. La moneda nacional, la krona, perdió 60 por ciento de su valor de un día para otro. El mercado de valores se desplomó. En pocos meses, los precios de las casas cayeron 25 por ciento en términos reales y la inflación subió hasta una cifra cercana al 20 por ciento.
El FMI envió una misión que instruyó al gobierno a instalar controles de capitales para evitar una mayor fuga y ofreció expertos técnicos para enseñarles a los funcionarios del Banco Central islandés a aplicar esas políticas. La fuerte devaluación logró por sí misma una importante reducción del gasto. Así, con la bendición del FMI, el gobierno demoró los ajustes fiscales. Eso permitió aliviar las tensiones políticas, porque la devaluación podía presentarse como “un acto divino” que no era responsabilidad del gobierno. El FMI intentó que el gobierno asuma las deudas de los bancos quebrados como propias a partir de la presión de Suecia, donde estaban preocupados porque si Islandia se salía con la suya con el default, los países bálticos harían lo mismo con sus grandes préstamos del sistema bancario sueco. Las autoridades de Islandia rechazaron la idea, dado el tamaño de las deudas bancarias con relación a su base fiscal.
A comienzos de 2009, entre el 80 y 90 por ciento de las empresas islandesas, incluyendo las más grandes, eran incapaces de hacer frente a sus obligaciones, y entre 25 y 30 por ciento de los hogares se encontraban en la misma situación. Los gobiernos del sur de Europa podrían aprender algo sobre cómo Islandia respondió a esa situación.
Para la deuda de las empresas, la estrategia requirió que los bancos reconocieran la pérdida en el valor de las obligaciones que tenían las empresas, al punto de que las entidades bancarias pudieran esperar tener una ganancia si se quedaban con los activos de las empresas. Las pequeñas y medianas empresas pudieron solicitar mayores alivios de deuda, siempre y cuando pudieran ofrecer evidencia plausible de su futuro flujo de caja y el tamaño de la ayuda estaba vinculado con el valor descontado de sus ingresos futuros.
Para las deudas de las familias requirió que los bancos reduzcan el valor contable excesivo del 110 por ciento del valor de cada propiedad. Las familias que incluso no podían hacer frente a los préstamos ajustados pudieron pedir ayudas especiales. Un elemento importante es que no se permitió que las calificaciones crediticias de las distintas familias fueran afectadas por este escenario especial. Además, quienes se encontraban cerca de la línea de pobreza, pudieron solicitar un subsidio adicional para conservar la propiedad de sus hogares.
El resultado global dejó a los bancos con una mora tan pequeña como era posible y sin forzar masivas ejecuciones hipotecarias o quiebras de empresas. Pocas familias perdieron sus hogares. La economía se estabilizó en 2010 y volvió a crecer en 2011, aunque lo hizo lentamente. El gobierno y las firmas recuperaron el acceso a los mercados de crédito internacionales a tasas de interés sostenibles. Sin embargo, eso no fue posible sin ningún costo político. El gobierno recibió un feroz ataque de aquellos individuos que no habían tomado créditos impagables e insostenibles. Esas personas sienten que están pagando por el despilfarro de otros.
En comparación con la situación de Noruega, después de su crisis bancaria a comienzos de los años ’90 y las economías bálticas después de 2008, la recuperación de Islandia fue mucho mejor. Esto está muy vinculado con el hecho de que se evita realizar lo que hoy ya es muy común en Grecia, España y Portugal, donde los bancos obligan a las empresas y a las familias con patrimonio negativo a que renuncien a la propiedad de sus bienes, como si los propios bancos no tuvieran ninguna responsabilidad por prestar demasiado.
* Profesor de Economía Política de la London School of Economics.