En un mundo que intentaba recomponerse tras la segunda gran guerra, la televisión irrumpió como una atrayente novedad tecnológica que estaba destinada a transformar radicalmente las vidas de millones de personas. Nadie podía sospechar entonces que se convertiría en el oráculo que dictaría la realidad contra la evidencia de la misma realidad; “tiene que ser verdad, porque lo ha dicho la tele” se repite desde entonces como una de las consecuencias de un fenómeno de antropomorfización que confunde imágenes con personas. Y desde el principio se abrió un debate de baja intensidad pero permanencia entre los defensores y los detractores de este medio.
Con demasiada frecuencia los detractores son en realidad defensores del medio, pues sus argumentos acaban siendo críticos solo con lo que denominan contenidos; si se produjesen otro tipo de contenidos, la televisión mejoraría y se convertiría en una excelente herramienta de desarrollo social. Su argumentación acaba siendo la conocida posición defensora de la neutralidad de las herramientas, frente al buen o mal uso que se puede hacer de ellas. Como si fuese posible separar lo que llamamos forma y contenido. Aquí, más allá de un mero enunciado persuasivo o seductor de diversas fantasmagorías, parece haber toda una reconfiguración en términos de estructura del pensar y de hábitos sociales y personales.
Cabría preguntarse si la compleja estructura que implica la televisión puede ser denominada herramienta, o si nos las estamos viendo con un artefacto de otra naturaleza. Cabría incluso preguntarse a qué intereses responde llamar herramienta a lo que parece ser un complejo sistema de ingeniería mental. Porque una herramienta es, en efecto, un objeto resistente elaborado con la finalidad de ayudar en la resolución de una determinada tarea mecánica, sobre el que hay que aplicar una fuerza física. En algún momento sistemas complejos se han deslizado en su denominación hacia el inocente término, relajando nuestra valoración de los mismos al nivel de un sencillo objeto. Es evidente el uso metafórico que hacemos del término.
Hay en la exposición al medio televisivo unos efectos de consecuencias fisiológicas y psíquicas; se paraliza en el que mira cualquier actividad que suponga interacción con el medio exterior, se manifiesta una disposición de absoluta pasiva receptividad. La cadencia de los ciclos de emisión de una pantalla, invisibles al ojo humano, pero visibles en cuanto se interpone un dispositivo de tecnología de grabación de imagen, produce un efecto hipnótico -que los padres atentos han podido advertir-, cuya primer y más constatable consecuencia es reducir la capacidad de atención exterior, dirigiéndola de modo único y exclusivo hacia los destellos y sonidos que brotan de la pantalla. La pasividad que conlleva la contemplación estática, unida a ese efecto de brutal extrañamiento que adentra en la virtualidad de un plano fantasmagórico, no parece que sean algo que deba desdeñarse. En especial cuando los sujetos expuestos son niños que todavía no han accedido al plano simbólico del lenguaje.
Así que no se aplica a esta herramienta fuerza física, sino una enorme capacidad de atención. Tampoco se da la condición de la resolución de una determinada tarea mecánica cuando un ser humano se queda clavado frente a una emisión de rayos catódicos.
En cuanto a la introducción del término “herramienta” referido a este medio, la propia televisión es elemento activo predominante de este desplazamiento; como lo es de una gran cantidad de desplazamientos, nada espontáneos, que en el campo del lenguaje se vienen dando en las últimas décadas hacia la creación de la neolengua orwelliana del Poder.
En el mismo proceso de penetración geográfica –hasta el último rincón- que ha conseguido hacer desaparecer elementos diferenciales de multitud de hablas locales, implantando un habla general estereotipada, se han ido sustituyendo términos de uso secular por neologismos retóricos e incluso por perífrasis, menos “económicas” desde el punto de vista del esfuerzo del hablante, pero coincidentes con el modelo ideológico de interés para el Poder, esto es, políticamente correctas; así, por citar solo algunos, tercera edad por vejez, mobiliario urbano por bancos, farolas y papeleras, tejido social por gente, trabajadores excedentes por parados, exclusión social por pobreza o miseria, gestión cultural por propaganda, discapacitados físicos o psíquicos por cojos, ciegos, sordos o mancos, o tontos o locos, fuerzas de seguridad por policía, evaluación por prueba, realización personal por vida…
Si una lengua es una forma de construir la realidad, hace tiempo que nuestra realidad está siendo rediseñada por esta neolengua del medio televisivo y sus asociados. En la sustitución de términos seculares del habla por estas prótesis lingüísticas hay inevitablemente un desplazamiento de sentido. Realizarse personalmente no tiene ya nada que ver con vivir. El desplazamiento de términos ha producido un cambio de sentido, El sujeto ha dejado de ser el agente que vive su propia existencia para convertirse en objeto de valoración de un empeño personal, cifrado a través de una especie de escaparatismo social donde se exhiben logros y conquistas.
Es este vértigo impuesto por el medio televisivo –conformador de la nueva realidad- el que ha persuadido a millones de personas de la necesidad de viajar de manera frecuente y regular, de acumular experiencias, coleccionar relaciones personales, poseer un número creciente de objetos de consumo absolutamente inútiles, como condición de la “realización personal”. Mimetizar, en definitiva, todos los modelos –con frecuencia contradictorios- sugeridos por la identificación que se produce sobre el que mira hacia el que muestra.
A la vez la estereotipada homogeneización de las formas expresivas produce una reducción de las mismas, una especie de minimalismo lingüístico y existencial, cuyo resultado es un reducido número de términos para designar una realidad compleja; el acervo léxico ya no alcanza a referirse a la realidad, o de otro modo, la realidad que se es capaz de construir con la menguante competencia léxica es simplista. A este fenómeno debe responder la creciente incapacidad de interpretación de diversas formas discursivas, como la metáfora literaria.
Cada vez es mayor el número de personas que no pueden hacer más que una lectura literal de un libro, una película o de un relato mitológico, pero también de la realidad, devenida relato mítico a través de la narración televisiva. Incapaces de contextualizarlos histórica e ideológicamente, han de importarlos a una especie de limbo ahistórico donde se sitúan en el mismo plano, confundidos bajo la misma consideración interpretativa, las culturas mesopotámicas y disney worl, las pirámides egipcias y las fantasías extraterrestres, fragmentos sesgados de textos milenarios con delirios ideológicos del nuevo orden mundial, miradas impresionistas hacia objetos del pasado y simplificaciones paracientíficas. Y todo ello tiene su matriz en el anecdóticamente variado pero estructuralmente uniforme tratamiento que los distintos géneros de programación dan a todo lo que tocan, las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año.
Se ha impuesto para millones de personas la explicación carente de razonamiento, la sustitución del conocimiento por vacuidad sensacionalista, una forma de discurrir con analogías de una simpleza aterradora; y a todo ello algunos aún se atreven a llamarlo “despertar de la conciencia”, otros “sociedad del conocimiento”. No parece que sea algo más que el irresponsable abandono alborozado e irreflexivo a un embotamiento de la capacidad de pensar y razonar sobre un mundo que resulta, en su turbia realidad, inaceptable. Se prefiere escamotear el pensamiento tras el atrayente delirio de una autocomplaciente y simplista explicación de los hechos, en la que quedan a salvo los más hedonistas deseos del individuo aislado, configurando el tránsito hacia el Babel que el Poder necesita para reducirnos.
Los llamados espacios de programación científico-divulgativa rebajan la ciencia a la narración de una historieta banal; los dedicados a la naturaleza devienen en catálogo de agencia de viajes; los que tratan sobre la fauna se convierten en melodramas donde los animales son personificados como protagonistas de un folletín sentimental; los de temática social son una justificación truculenta de la necesidad de mayor control policial. Otros exponen públicamente las miserias de personajes cuya relevancia consiste en su impudor para convertir, a cambio de dinero, el desvelamiento de detalles biológicos de su sexualidad o su permanente disposición al altercado y la bronca en un alarde de bestialismo infrahumano. Los llamados espacios de información son un condensado de los anteriores donde nunca aparece la pretendida información, sino como una yuxtaposición de enunciados vacíos que resulten en su contraste siempre llamativos, según la lógica del discurso publicitario.
Un ejemplo paradigmático de imposición alienante del análisis simplificador promovido por la programación televisiva son los abundantes documentales con temática sobre el cosmos. Oscilan desde el catastrofismo paralizante hasta la valoración a la baja de la especie humana; bien por su insignificancia considerada en un Universo desmesurado y colosal, bien por su grado de primitivismo frente a seres muy evolucionados que “estadísticamente tienen que existir” y nos visitan en una demostración de su indiscutible superioridad, sin que apenas los vean algunos iluminados; seres superiores que a su vez nos permiten embriagarnos de un abandono fatalista mediante el hurto de la responsabilidad de nuestra propia naturaleza y condición, dado que todo lo bueno y todo lo malo de las culturas humanas se lo deberíamos a ellos. Así proliferan los catedráticos de canal televisivo: gente que se atreve a pontificar sobre complejos asuntos desde la más superficial y banal simpleza, apoyando sus razonamientos en la expresión “pudiera ser…”.
También se puede citar el recurso narrativo consistente en la amalgama de planteamientos críticos sólidamente articulados sobre la realidad impuesta, con supercherías pararqueológicas o paracientíficas, rebajando los primeros al nivel de lo intrascendente, carente de interés o atención, elemento de entretenimiento sensacionalista y banal; si se articula un formato narrativo donde el cuestionamiento de la versión oficial del 11-S se mezcla con la narrativa del diseño genético prehistórico de la especie humana llevado a cabo por unos extraterrestres que resultaron ser los dioses mesopotámicos Anunaki, el primer planteamiento quedará degradado y desautorizado sin tener que aplicar en su contra ni un solo argumento.
Por ahí discurre el paradigma de las temáticas televisivas, en permanente tensión por atraer la pasiva atención de millones de personas reducidas a la mínima expresión de conciencia, que necesitan estar entretenidas de modo constante y permanente como condición de la ausencia de pensamiento [1].
El simple planteamiento de considerar el enorme interés que todos los poderes del Estado muestran porque la televisión llegue al último rincón geográfico ya debería resultar inquietante. Interés que incluye la audiodescripción de programas para ciegos y el empleo de lenguaje de signos para sordos; nadie debe quedarse fuera del efecto rediseñador de la percepción de la realidad. Generosos hasta el exceso en procurar que no nos falte la señal televisiva, esos mismos poderes no hacen más que apretar el dogal sobre los ciudadanos. Eliminando derechos, promulgando legislaciones que cada vez más regulan cualquier aspecto de la existencia, convirtiendo los espacios de convivencia en una cárcel a cielo abierto, los gobernantes, sicarios de un Poder ademocrático en la sombra, tienen en su generosa oferta televisiva un oráculo para salvaguardar el dogma de la bondad intrínseca de las “democracia liberales”, en el proceso de estrangulamiento de la vida que ha terminado por ser su programa político [2]. La narrativa de la existencia que se pretende imponer es adelantada por la programación televisiva a través de un proceso que podría calificarse de adiestramiento de masas [3].
En su necesidad de acabar con cualquier forma de resistencia, el Capitalismo encontró en el medio televisivo un aliado capaz de convertir las consignas de mayo del ’68 en mensajes publicitarios disolventes de cualquier resto de estima hacia las formas de las culturas tradicionales [4]. La televisión ha resultado ser el huevo de la serpiente que ha envenenado todas las formas tradicionales de cultura y solidaridad, despojando a las sociedades de sus valores a cambio de la identificación narcisista con modelos de hedonismo disgregador.
La aparente diversidad temática figura como la razón de las millonarias audiencias que cosecha el medio televisivo. Pero es el elemento estructural hipnótico de extrañamiento de la realidad no deseada, sustituida por la sensación de satisfacción egoísta en soledad, lo que lleva a millones de personas a encender el televisor nada más comenzar el día y mantenerlo encendido hasta para poder dormir, en una forma de narcosis mental poderosa y brutal. Decisiva en la producción del invisible y más eficaz carcelero, instalado en cada cerebro: una acentuada y nihilista predilección por el ultraindividualismo.
Bajo la aparente diversidad de temáticas subyace un elemento estructural unificador que convierte literalmente a las personas en espectadores aislados, sujetos a un dictado de la realidad. Promovido y bendecido desde las instituciones y antropomorfizado por el que mira y escucha, el medio televisivo participa de este modo de todas las prerrogativas que de modo inscosciente las personas atribuyen al Poder [5], convirtiéndose en uno de los más poderosos sistemas de sustitución de la percepción e invención de realidad.
Alejar la televisión de nuestras vidas no es una consigna de fanáticos fundamentalistas, sino más bien una condición necesaria de salud mental. Un gesto valiente que abre la posibilidad de retomar nuestra capacidad de pensar la realidad y recuperar nuestra naturaleza social en el seno de nuestras comunidades.
Forma y contenido son inseparables en el complejo sistema que llamamos televisión. No es una cuestión de contenidos. Es la totalidad del fenómeno televisivo lo que constituye un poderoso sistema de embrutecimiento del ser humano, al que convierte en replicante alucinado de una realidad inexistente, que acaba por imponerse como consecuencia de que millones de seres aislados se abandonan a un estado vegetativo, persuadidos de que efectivamente lo que destella la pantalla es real; millones de seres cancelando su existencia diaria a favor de la pasiva recepción de una narración donde todo parece ser posible, en sintonía con las sugestivas y eternamente incumplidas promesas del Capitalismo.
Notas:
[1] http://www.rebelion.org/
[2] http://www.rebelion.org/
[3] http://www.rebelion.org/
[4] Jean Claude Michea, La escuela de la ignorancia. Acuarela Libros. Madrid, 2002