“En Perú, tan solo ocho empresas mineras chinas controlan 295 concesiones mineras en el país”.
“Un informe del Consejo de Estado chino […] contabilizaba 2.025 proyectos [de infraestructuras] construidos y financiados por China en el extranjero a finales de 2009.”
Son sólo tres botones de muestra de la silenciosa conquista china.
El título de este monumento al periodismo de investigación, La silenciosa conquista china, es la clave de la trama desvelada por dos periodistas españoles, Juan Pablo Cardenal y Heribert Araujo. Es un título que refleja el singular modus operandi del país que de aquí a una década, o quizá menos, será la primera potencia económica del planeta.
China conquista el planeta silenciosamente, por oposición al ruido de los cañones y los fusiles que, en los tiempos de los antiguos —y no tan antiguos-— imperios, solía preceder, a la conquista de los territorios.
Ese principio fundamental del sigilo y el silencio, la opacidad y el hermetismo, tiene sus correlatos en la economía, en las relaciones exteriores y en la seductora penetración de la liquidez financiera china que inunda las economías (o los bolsillos de los gobernantes) de los países donde las empresas chinas se asientan.
Cardenal y Araujo desgranan una larga serie de episodios, vividos en persona, viajando por 25 países, recorriendo más de 200.000 kilómetros y viviendo con una cercanía —a veces peligrosa— la realidad que relatan en su libro.
La gama de asuntos que este libro trata puede realmente ser tildada de “holística”. Allí donde los chinos han irrumpido con su poder financiero e industrial, se puede observar todo un espectro de efectos en diferentes dominios, desde la violación de los derechos laborales de sus propios trabajadores —y de las poblaciones locales— hasta los nefastos y multiplicadores efectos medioambientales de sus proyectos en la minería, la tala forestal, la explotación agrícola, la energía y el petróleo. Entre medio se encuentran los derechos civiles y humanos, una concepción del desarrollo y una visión del futuro de lo que las grandes inversiones chinas en infraestructura en más de 160 países del mundo deparan al planeta.
Hay de donde escoger. El sólo capítulo de los derechos laborales da para una larga reflexión sobre las huellas que la China moderna va dejando por los cinco continentes, allá donde se aventura a asegurar sus fuentes de aprovisionamiento en materias primas. Allí por donde pasan las empresas estatales chinas queda una huella de corrupción, expolio y desolación medioambiental.
La lista de grandes corporaciones estatales chinas es casi tan larga como el número de países donde actúan. Entre ellas, la poderosa CNPC la (China National Petroleum Corporation), la Sinopec, la CNOOC, el Eximbank y el CDB en el sector bancario, la minera Shougang, la REC (China Railway Group Limited), nombres que nos iremos acostumbrando a reconocer, como en su tiempo ocurrió con Shell, Texaco o Anaconda Mining Co.
Todas ellas actúan con cierta independencia del poder central, aunque están estrechamente controladas por él. Todas explotan y devastan amparadas en el principio fundamental de la política exterior china, a saber, el principio de no ingerencia en los asuntos internos. Según confiesa un alto dirigente, todas las empresas chinas incorporan en sus balances partidas destinadas a los sobornos, a las mordidas y coimas pequeñas y grandes, y no tienen empacho en reconocerlo. Es su modo de penetración en los mercados, dicen, lo cual les obliga a mirar para otro lado cuando se trata de las flagrantes violaciones de los derechos humanos que en la mayoría de países del Asia y de África se perpetran en nombre del supremo desarrollo económico.
El ritmo de su propio crecimiento ha impulsado a China a salir al exterior en los últimos treinta años, al principio tímidamente y con un irrefutable componente ideológico. En la actualidad, la motivación es indudablemente estratégica, con el propósito de asegurarse las fuentes de aprovisionamiento de materias primas y conquistar los mercados locales.
En Argentina, por ejemplo, donde viven 75.000 chinos o más, la asociación CASRECH es dueña de 8.900 supermercados, aproximadamente la tercera parte del total. En otros países han inundado los mercados locales con su producción de bienes de consumo baratos y con sus productos textiles, electrodomésticos y juguetes han hundido las industrias locales en países tan dispares como México, Marruecos, Sudáfrica o Lesoto.
En el futuro le llegará el turno a la industria del automóvil, a los equipos industriales y la maquinaria pesada.
Sin embargo, no hay “milagro chino”, tal y como suele entenderse, dicen los autores, que visitaron numerosas empresas chinas en todo el mundo y constataron con sus propios ojos las condiciones en que viven los trabajadores, con jornadas de 14 horas, seis y siete días a la semana, con poco o nada de sustento alimenticio y unos sueldos que a veces no llegan a los 150 dólares.
La exportación de su régimen laboral a los países donde se instalan calca en todos los aspectos el desprecio y la indiferencia de las empresas chinas ante el sufrimiento de sus propios trabajadores. En cuanto a las violaciones de los derechos laborales básicos, los patrones chinos responden a las reclamaciones de los obreros con sus propios matones, y los someten a regímenes semicarcelarios, a maltratos, torturas e incluso amenazas contra sus familias, lo cual nos recuerda los peores años de las mafias actuando junto a la patronal en Estados Unidos, o la persecución de los sindicatos en los regímenes dictatoriales de América Latina.
La voracidad de las empresas chinas abarca desde los pozos petrolíferos y yacimientos de gas de Irán, Kazajistán y Sudán hasta la compra de centenares de miles de hectáreas de predios agrícolas en Argentina y Brasil, pasando por la explotación minera en Mozambique, Angola o Perú, o la tala de bosques en la Siberia oriental, donde las empresas chinas dominan la producción y exportación desde la caída del régimen soviético.
Después de leer este libro, queda claro que el capitalismo rojo se diferencia del capitalismo tradicional en una cuestión de escala porque los proyectos de explotación son siempre faraónicos y van acompañados de cifras de decenas de miles de millones de dólares. En ausencia de cualquier código legal que sancione los desmanes, el camino más fácil para obtener plusvalías supermillonarias es trabar amistad con los regímenes más corruptos del planeta.
Allí donde las empresas occidentales no pueden penetrar debido a distintas prohibiciones y legislaciones de sus países, los chinos entran con la comodidad de sus sobornos y gracias a la connivencia que establecen con las autoridades.
Un botón de muestra es Sudán, donde el todavía presidente Bashir ha acumulado una fortuna personal de más de 9.000 millones de dólares gracias a las “ayudas” chinas. Una vez despejado el camino con los sobornos, las millonarias transacciones en las que los chinos se han convertido en especialistas, fundadas en el intercambio de materias primas por infraestructuras básicas (carreteras, puentes, aeropuertos, represas, hospitales… a veces inoperantes debido a las carencias de una población que no sabe gestionarlas), intercambios leoninos donde los haya, esas empresas intervienen para asegurar el constante flujo hacia la metrópolis de los insumos que devora el gigante chino.
Este libro, como podrían pensar algunos, no es un libro antichino. Es un serio llamado de atención sobre la barbarie instaurada por un partido y una clase dirigente ajena del todo e indiferente al bienestar y al futuro de los pueblos. Es un libro sobre los efectos colaterales de una devastadora expansión. Una cara de la moneda es sin duda el régimen de semiesclavismo que las empresas chinas instauran y practican en el exterior y que constituye la piedra angular de lo que se ha dado en llamar la “fábrica del mundo”.
No es menos importante la vertiente ecológica y medioambiental, porque en su constante expansión, estas empresas dejan un paisaje humano y físico paupérrimo y destrozado para siempre, la mayoría de las veces sin siquiera llevar a cabo estudios de impacto ambiental. Los vertidos químicos de las explotaciones mineras, las represas en ríos tan importantes como el Nilo o el Mekong, que alteran la vida de las ancestrales poblaciones ribereñas y arrasan con las riquezas piscícolas de los deltas, la explotación maderera que acaba rápidamente con las cadenas tróficas en países como Birmania o República del Congo…
En pocas palabras, este libro habla de la antesala de una hecatombe medioambiental de la que se sabe muy poco y nada se sospecha. El hermetismo de las autoridades chinas (y locales) y de las empresas chinas es uno de los pilares necesarios del desastre que se está consumando. En la propia China, la censura en todos los medios de comunicación y en internet es un potente instrumento que contribuye a echar tierra sobre las catástrofes.
Sin apenas una oposición interna que pueda alzar la voz, todas las decisiones que fundamentan la expansión de la economía china quedan en manos del todopoderoso partido. Como señalan Cardenal y Araujo, en China “los objetivos estratégicos nacionales y las necesidades corporativas se confunden y complementan”, y eso es lo que permite la impunidad frente a los excesos cometidos dentro y fuera de sus fronteras.
Para mantener la paz social, China necesita seguir creciendo a un ritmo anual mínimo de 8%. Cualquier contingencia que aparezca como obstáculo a esa cifra debe ser desarmada y neutralizada, pero aún no sabemos lo que aquello comportará para el futuro del mundo cuando China alcance finalmente la hegemonía.
* Escritor, traductor radicado en Barcelona.