El célebre Voltaire expresó la conocida frase que dice: “Si Dios no existiera habría que inventarlo”. El motivo de semejante expresión posibilitó una multiplicidad de interpretaciones respecto de porqué esa necesidad -en el supuesto caso de ausencia- de crear la mencionada deidad. Algunos sugerían que “esa invención” es la que da lugar a la esperanza en el más allá y, de esa forma, el hombre no padecería la angustia de saberse parte de la nada; otros aducían que el temor “al castigo divino” operaría como un freno en el proceder de los hombres sin escrúpulos, de ahí la necesariedad; otros sostenían que la presunción de la existencia divina posibilitaría, de algún modo, imponer sobre los hombres un conjunto de valores que facilitáse la coexistencia humana sin dañarse los unos a los otros.
Obviamente, estas dos últimas hipótesis se desvanecen con solo contemplar los acontecimientos históricos o, en su defecto, los hechos de actualidad que se desarrollan -o que se desarrollaron- en nuestro planeta a lo largo de los tiempos. Precisamente, el fanatismo religioso, del signo que fuere, ha sido ( y lo sigue siendo) factor determinante en materia de acumulación de víctimas humanas. Ya que, para algunos grupos, la convicción religiosa ha sido una verdadera fuente de legitimación para justificar grandes “sacrificios humanos”. Y, es preciso recordarlo, no han sido pocas las veces en que esa extrema identidad religiosa ha estado asociada con una exacerbada identidad étnica.
Lo cierto es que, invento o no, los hombres han manipulado muchas veces la imagen de Dios para desencadenar acciones afines a sus intereses.
Pero lo mismo aconteció -y acontece- con la figura de su presunto enemigo, conocido como Satanás; si bien es dable reconocer que esta figura cobra preponderancia recién a partir del siglo XIII, cuando irrumpe en la escenografía mística la terrorífica figura del “purgatorio”. Estadío éste en donde las almas purgaban sus “impurezas” antes de acceder a ese anhelado y placentero lugar de descanso denominado “Paraíso”.
Claro que la purificación no estaba desprovista de suplicios; por el contrario, los espíritus que allí se alojaban debían soportar las mas despiadadas atrocidades a efecto de liberarse de sus pecados, en un ámbito dirigido por el mismísimo Diablo.
No obstante, en aquél entonces, el Vaticano se las ingenió para evitar el sufrimiento de una pluralidad de almas e instituyó el “benéfico” mecanismo de las indulgencias. En virtud de las cuales, y previo desembolso de una sustanciosa suma de dinero, se otorgaba una suerte de “salvoconducto” que posibilitaba al alma del futuro difunto acceder al paraíso sin la obligación de hacer escala en el temible purgatorio. Este “inteligente mecanismo” posibilitó, sobre la base del temor, un incremento nada desdeñable en las arcas del erario (caja, como dirían ahora) privado del Vaticano.
Como vemos la expresión voltaireana fue susceptible de ser modificada a los efectos de sanear las otrora magras cuentas de los sucesores de San Pedro quienes bien pudieron decir: “Si el diablo no existiera habría que inventarlo”. Por suerte, suponemos que eso ya no acontece en el ámbito de la Iglesia Católica, y nadie que se precie de hablar con fundamento se atrevería, en el sigloXXI, a invocar la existencia del purgatorio.
Sin embargo, y fuera de la órbita confesional; no son pocos los que todavía invocan la “existencia” de lo demoníaco para sembrar temor en una franja de la ciudadanía y, paralelamente, descalificar a aquellos que, directa o indirectamente, expresen una posición antagónica a la avidez de dominación que caracteriza a ciertos sectores minoritarios.
El método al que acuden es el de antaño, pues, simplemente se requiere cubrir con el manto de lo detestable, de lo pernicioso o de lo maléfico a toda persona o grupo de personas que por su condición, raza, credo, religión y, fundamentalmente, ideas políticas representan un obstáculo para la concreción de ciertos fines non sanctos.
Para ello hoy en día se apela a los medios de comunicación, quienes se encargan de machacar insistentemente sobre “el peligro” que acecha a la sociedad por el avance creciente de una determinado grupo de personas que por sus creencias pueden desestabilizar el sistema de relaciones de poder existente en una sociedad.
Ocurrió y, lamentablemente, sigue ocurriendo en la acongojadora historia de la humanidad a lo largo de las distintas épocas.
Recordemos la persecución de los cristianos, que en su momento representaban un factor desestabilizador al poder del imperio. Más, posteriormente, cuando Constantino decide abrazar el culto cristiano y elevarlo a la categoría de religión oficial de Roma, la persecución se desata sobre aquellos que no aceptaban al “nuevo” Dios, es decir, los paganos.
Podríamos citar infinidad de ejemplos: la matanza y persecución de los cátaros, de los hugonotes, de los judíos, de los “díscolos” al stalinismo, de los armenios, de los palestinos, de los actuales opositores en Sudan, de lo que paso en nuestro país hace escasos 36 años; etc., etc., etc.
No obstante, la constante en cada uno de estos ejemplos fue primero estigmatizar a los «dignos de ser perseguidos»; y, luego, “hacer creer” a la amplia franja de la población, no comprometida ideológicamente, que aquellos corporizaban la reencarnación del mal.
Ahora bien, una vez inficionada «la conciencia» de la mayoría de los habitantes con semejante discurso, la legitimación para proceder al exterminio masivo ya estaba garantizada, y con ello se salvaguardaba el sistema de poder de relaciones pre-existente; es decir, eso que tradicionalmente designamos como Status Quo.
Por suerte, en nuestro país, ese tipo de prácticas se visualizan como una mancha negra en las páginas de nuestra historia; sin embargo, existen, al parecer, algunos sectores que añoran reeditarlas. Sino, no se explica como determinados medios de comunicación se ensañan recurrentemente contra esa corriente de pensamiento kirchnerista denominada “La Cámpora”.
A ella le asignan ser portadora de todos los males; entre los cuales se encuentra el “endemoniado” atributo de la juventud; condición ésta que estimula la imaginación de desvalorizados “periodistas” (en realidad, lobbystas de grandes corporaciones) que ven en La Cámpora la representación de los temibles “jinetes del Apocalipsis”.
Curiosamente, son los mismos periodistas que, en las páginas de “La Nación” y “Clarín”, cuando ardía en llamas nuestra sociedad y se pauperizaba a la gran mayoría de la población nos hablaban del cálido futuro que nos tenía reservado el mágico encanto del “Libre Mercado”. Los mismos que durante el proceso dictatorial “gozaban de plena libertad” para escribir sus notas; proceso que, por cierto, jamás emparentaron con “el infierno” pese a la ininterrumpida desaparición de ciudadanos indefensos. Sin embargo hoy, en pleno desarrollo de la democracia, no cesan de vincular a los jóvenes politizados con el demonio. Ahora le atribuyen «el adoctrinamiento» de chicos de jardín de infantes y de las escuelas primarias. ¿Será que los muchachos camporistas estan pensando en las elecciones del 2050?
No tengo una opinión formada de “La Cámpora” ya que, en los hechos, tampoco es una estructura de “cuadros políticos consolidados”; sino simplemente una corriente interna que va buscando su cauce en la difícil topografía del peronismo. No obstante, esta lejos de infundir miedo, y tampoco sobresale por posiciones contestarias; por el contrario, su postura de encolumnarse fielmente detrás de las decisiones gubernamentales la transforman más en una corriente de contención que de avanzada. Característica ésta que, por cierto, no es criticable; siempre y cuando –y como así sucede- se acepte en su seno la discusión y el debate dentro de un marco ideológico determinado.
Los que sí en cambio son de temer, son precisamente “los periodistas” de los grandes medios que han dado, a lo largo de nuestra historia, sobradas muestras de intolerancia y de asociación con el poder conservador en la Argentina.
Son los mismos que brindaron cobertura informativa a la dictadura y legitimaron con sus artículos la concentración del poder en pocas manos.
Los mismos que recientemente se opusieron a la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central porque intentan evitar que se desarrolle un sistema financiero al servicio de las necesidades del país.
Los mismos que cuestionan al gobierno por su reclamo sobre las Islas Malvinas y ven con buenos ojos la postura británica.
Los mismos que salieron en defensa de Repsol cuando la Presidenta Cristina Fernández adoptó la sabia decisión de recuperar YPF.
Los mismos que no se ajustan a la ley (por ej. la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual), ni a las disposiciones judiciales; pero califican de “autoritario” a un gobierno que garantiza el Estado de Derecho.
Los mismos que no vacilan en distorsionar la información para la consecución de fines más que oscuros.
Los mismos que apelan al falso esquema de “bueno o malo” para arrogarse a si mismo los atributos de bondad, posicionando a quienes no comulgan con sus intereses en la vereda de lo diabólico. Para luego, entonces, alentar la llegada de un «inquisidor» que venga a purificar las almas de quienes osan ubicarse en la vereda opositora.
Los mismos que saben que el diablo no existe, pero no vacilan en inventarlo. Al fin de cuentas, para ellos, todo es justificable siempre que se trate de acumular poder o evitar que lo pierdan.