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Casi cada momento de la historia nos deja innumerables ejemplos de ello. Vamos a fijarnos en los de los últimos meses.

El 10 de mayo se inauguraron los Juegos Olímpicos de Verano en la cuna griega de estos antiguos juegos. Unos días antes había pasado prácticamente desapercibida la carta que dirigió el gobierno de Vietnam al Comité Olímpico Internacional (COI) expresando la “profunda preocupación del gobierno y del pueblo de Vietnam por la decisión del COI de aceptar a la compañía Dow Chemical como patrocinadora global del Movimiento Olímpico”.

Dow Chemical es la empresa que suministró los productos químicos que Washington utilizó desde 1961 para destruir las cosechas y los bosques de Vietnam del Sur empapando el país con Agente Naranja.

Estos venenos contienen dioxina, uno de los cancerígenos más letales que se conocen y que ha afectado a millones de vietnamitas y a muchos soldados estadounidenses. Es muy probable que hasta el día de hoy los abortos y los niños nacidos con malformaciones sean efecto de estos crímenes, aunque dada la negativa de Washington a investigarlo, solo contemos con los estudios de los científicos vietnamitas y de analistas independientes.

A este llamamiento vietnamita en contra de Dow Chemical se han unido el gobierno de India, la Asociación Olímpica India y los supervivientes de la espantosa fuga de gas en Bhopal en el año 1984, uno de los peores desastres industriales de la historia que mató a miles de personas y enfermó a más de medio millón.

Union Carbide, la empresa responsable del desastre, fue adquirida por Dow Chemical, para la cual este desastre es un motivo de preocupación no pequeño. En febrero Wikileaks reveló que Dow Chemical había contratado a la agencia privada de investigación estadounidense Stratfor para controlar a los activistas que están tratando de conseguir indemnizaciones para las víctimas y de que quienes fueron responsables de la catástrofe comparezcan ante la justicia.

Otro crimen muy importante y que ha tenido unos gravísimos efectos persistentes es el ataque de los Marines estadounidenses a la ciudad iraquí de Faluya en noviembre de 2004.

[Antes del ataque a la ciudad] Se permitió salir de ella a las mujeres y niños, si podían hacerlo. Después de varias semanas de bombardeos empezó el ataque con un crimen de guerra cuidadosamente planificado: la invasión del Hospital General de Faluya, en el que se ordenó a los pacientes y al personal tumbarse en el suelo con las manos atadas. Las ataduras se aflojaron en seguida, se había asegurado el complejo.

La justificación oficial fue que el hospital estaba informando de las víctimas civiles y, por lo tanto, se consideraba un arma de propaganda.

La prensa informó de que la mayor parte de la ciudad había quedado reducida a “ruinas humeantes” mientras los Marines buscaban a los insurgentes en sus “madrigueras”. Los invasores prohibieron la entrada a la Cruz Roja. Al no haber una investigación oficial, se desconoce las dimensiones de este crimen.

Si lo que ocurrió en Faluya recuerda a los acontecimientos que tuvieron lugar en el enclave bosnio de Srebrenica, que vuelve a estar de actualidad debido al juicio por genocidio del comandante militar serbio bosnio Ratko Mladic, hay una buena razón para ello. Sería instructivo hacer una comparación honesta, pero no hay peligro de que se haga: una es una atrocidad y la otra no lo es por definición.

Como en Vietnam, algunos investigadores independientes informan de que el ataque a Faluya esta teniendo unos efectos persistentes.

Algunos investigadores médicos han descubierto un incremento dramático de la mortalidad infantil, del cáncer y de la leucemia, incremento que es incluso mayor que los de Hiroshima y Nagasaki. Los niveles de uranio en muestras de aire y del suelo son mucho mayores que en casos comparables.

Uno de los raros investigadores procedente de los países invasores es el Dr. Kypros Nicolaides, director del centro de investigación de medicina en el Hospital del Kingng’s College de Londres. “Estoy seguro de que los estadounidenses utilizaron unas armas que son las causantes de estas deformidades”, afirma Nicolaides.

El profesor de derecho estadounidense y Relator de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Originarios James Anaya informó el mes pasado de los persistentes efectos de una “no atrocidad” mucho mayor.

Anaya se atrevió a hollar un territorio prohibido al investigar las vergonzosas condiciones en las que vive la población originaria estadounidense que queda en Estados Unidos: “pobreza, malas condiciones, falta de resultados en la educación formal (y) enfermedades sociales a unos niveles que exceden con mucho los de otros segmentos sociales de la población estadounidense”, informó Anaya. Ningún miembro del Congreso quiso reunirse con él y la cobertura mediática [dada al informe] fue mínima.

En las noticias han aparecido mucho los disidentes después del dramático rescate del activista chino de derechos humanos ciego Chen Guangcheng.

“La conmoción internacional”, escribió Samuel Moyn en The New York Times el mes pasado, “provocó el recuerdo de anteriores disidentes como Andrei D. Sakharov y Aleksandr I. Solzhenitsyn, los héroes del bloque oriental de otros tiempos que fueron los primeros en convertir ‘los derechos humanos internacionales’ en un grito que unía a los activistas de todo el mundo y en una cuestión fundamental en las agendas de los gobiernos occidentales”.

Moyn es autor de The Last Utopia: Human Rights in History [La última utopía: los derechos humanos en la historia], publicado en 2010. En The New York Times Book Review Belinda Cooper puso en tela de juicio el que Moyn situara el origen de la prominencia contemporánea de estos ideales “en los frustrados pasos dados por (el presidente estadounidense Jimmy) Carter para inyectar los derechos humanos en la política exterior y en los Acuerdos de Helsinki de 1975 con al Unión Soviética”, al centrarse en los abusos de la esfera soviética. En su opinión la tesis de Moyn no es convincente ya que “es mucho más fácil de construir una historia alternativa de su propia cosecha”.

Es cierto: la alternativa obvia es la que ofrece James Peck, al que los medios dominantes apenas tienen en cuenta a pesar de que los hechos relevantes son sorprendentemente claros y conocidos, al menos para los académicos.

Así, en Cambridge History of the Cold War John Coatsworth recuerda que desde 1960 al “hundimiento de la Unión Soviética en 1990 la cantidad de presos políticos, de víctimas de la tortura y de ejecuciones de disidentes políticos no violentos en América Latina superó con mucho a la de los de la Unión Soviética y sus satélites de la Europa del este”. Pero como eran “no atrocidades”, estos crímenes, que en gran parte son atribuibles a la intervención estadounidense, no inspiraron una cruzada de derechos humanos.

Inspirándose también en el rescate de Chen, el columnista de The New York Times Bill Keller escribe que “los disidentes son heroicos”, pero pueden ser “molestos para los diplomáticos estadounidenses que tienen importantes negocios que hacer con países que no comparte nuestros valores”. Keller critica a Washington por no estar a veces a la altura de nuestros valores emprendiendo una acción rápida cuando otros cometen crímenes.

No faltan disidentes heroicos dentro de los dominios de influencia y de poder estadounidense, pero son tan invisibles como la víctimas latinoamericanas. Mirando casi al azar por el mundo encontramos a Abdulhadi al-Khawaja, cofundador del Centro Bahrain para los Derechos Humanos, preso de conciencia para Amnistía Internacional que se enfrenta en estos momentos a morir en la cárcel a consecuencia de una larga huelga de hambre.

Y el padre Mun Jeong-hyeon, el anciano sacerdote coreano que resultó gravemente herido cuando participaba en una multitudinaria manifestación de protesta contra la construcción de una base naval estadounidense en la isla Jeju, llamada Isla de la Paz, ahora ocupada por las fuerzas de seguridad por primera vez desde las masacres de 1948 del gobierno de Corea del Sur impuesto por Estados Unidos.

Y el profesor universitario turco Ismail Besikci, que se vuelve a enfrentar a un juicio por defender los derechos de los kurdos. Ya ha pasado gran parte de su vida en la cárcel debido a la misma acusación, incluso en la década de 1990, cuando el gobierno Clinton suministraba a Turquía enormes cantidades de ayudad militar, en un momento en que el ejército turco perpetraba algunas de las peores atrocidades de la época.

Pero estos casos junto con otros que son demasiado numerosos para mencionarlos son no existentes según los principios oficiales.