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Bien decía Engels que la ideología no se esconde en la respuesta, sino en la manera de formular las preguntas. En este caso, al aceptar la interrogante, ¿existen golpes de Estado constitucionales? Asumimos que la técnica del golpe de Estado tiene doble cara. Consideramos ilegítimo el uso de la violencia descarnada y la fuerza bruta cuando se trata de acabar con un gobierno constitucional, y por otra parte un golpe de Estado de guante blanco lo catalogamos de extraordinario si no se acompaña del uso de la fuerza y la represión directa. Pero ambos son golpes de Estado constitucionales. Me explico.

El imaginario de un golpe de Estado, al menos en su forma recurrente, trae a la mano escenas en la cuales se ven militares ocupando centros neurálgicos, instaurando el toque de queda, suprimiendo libertades, ilegalizando partidos políticos, clausurando parlamentos, violando derechos humanos, asaltando palacios de gobierno y cometiendo asesinatos políticos impunemente. A este cuadro le suele acompañar un discurso apocalíptico. Se aduce un caos generalizado, la pérdida de los valores nacionales, ambición de poder, oscuros intereses de potencias malignas y planes maléficos para instaurar regímenes marxista-leninistas, socialistas o comunistas. Por consiguiente, los golpes de Estado poseen función terapéutica: eliminar el cáncer de los extremismos, restablecer la paz social y recuperar la estabilidad política. Las fuerzas armadas estarían llamadas a cumplir un deber patriótico, encarnando el lado bueno de la fuerza ante una sociedad política corrupta y decadente.

¿Qué otro motivo habría para tomar de manera ilegítima el poder si no se hace esgrimiendo la ilegitimidad del gobierno legal? Esta ha sido la receta utilizada para salvar los escollos legales y presentar a las instituciones armadas como salvadoras de la patria, amenazada por conspiraciones judeo-masónicas y comunistas. Por eso los golpes de Estado están inmersos en un debate ideológico-político. Cuentan con el apoyo de redes civiles, donde se reconocen los grandes poderes fácticos, el capital trasnacional y las multinacionales, las oligarquías terratenientes, las burguesías gerenciales y sus partidos políticos.

Los militares, salvo excepciones, no actúan por su cuenta. Son la mano ejecutora de fuerzas políticas compactas y reaccionarias que manejan, controlan y establecen los planes de la conspiración. Al tener el monopolio legítimo del uso de la violencia y el armamento necesario, son el sujeto perfecto para cumplir la misión, lo cual crea un espejismo: sólo ellos están en condiciones de llevarlo a buen fin, lo cual no es verdad. Hay casos en los que la maniobra sale mal y se producen rupturas entre las fuerzas golpistas o bien no se logra el consenso necesario para avalar el alzamiento. El golpe de Estado contra la II República española se transformó en guerra civil al defender las fuerzas armadas al gobierno constitucional.

Los golpes de Estado impulsados por las fuerzas armadas conforman estados de excepción, cuya característica intrínseca radica en su provisionalidad. Pero la verdad no siempre ha sido así. Más bien podemos afirmar lo contrario. En América Latina las fuerzas armadas, una vez en el poder, han optado por permanecer, bajo la égida de un caudillo o juntas de gobierno, siendo su duración más que sus objetivos, donde surgen los desacuerdos entre los promotores civiles y sus ejecutores directos, las fuerzas armadas. En estos casos el entente no siempre es posible. Puede haber exclusiones de aliados y represión. Esta vía tiene múltiples variables.

La realidad ha sido rica en experiencias. En algunos casos se recurre a crear partidos políticos ad hoc, realizar elecciones no competitivas o instaurar parlamentos títeres. Brasil, Nicaragua, República Dominicana, el Paraguay de Stroessner, Ecuador o Bolivia. Según qué dictadores, decidieron mantener abiertos los parlamentos y mostrar una cara democrática. En el otro extremo tenemos a Chile, donde se cerró el parlamento, se declararon ilegales los partidos de izquierda y en receso a los cómplices del oprobio. Los matices son variados: Argentina, Uruguay, Guatemala, Honduras, El Salvador. Lo cierto es que en todos la presencia de las fuerzas armadas era actor contemplado como parte de la solución, impedir el triunfo de la izquierda o la realización de programas nacionalistas, democráticos y antimperialistas.

Nadie hubiese supuesto, en este falso imaginario, que los golpes de Estado tuviesen procedencia ajena al orden militar. Es decir, proviniesen del poder legislativo, sin ir más lejos. En regímenes presidencialistas, como los latinoamericanos, durante la guerra fría en más de una ocasión asistimos a declamaciones solicitando la intervención de las fuerzas armadas. Uruguay es un caso ejemplar. El 27 de junio de 1973 su presidente, José María Bordaberry, miembro del Partido Colorado, solicitó la actuación de las fuerzas armadas con el siguiente discurso: La acción delictiva de la conspiración contra la patria, coaligada con la complacencia de grupos políticos sin sentido nacional, se halla inserta en las propias instituciones para así presentarse encubierta como actitud formalmente legal. Las fuerzas armadas acudieron al llamado. Bordaberry siguió siendo presidente tres años, previa disolución de ambas cámaras –senadores y representantes–, y el resultado fue la instauración de una dictadura cívico-militar.

Sin embargo, concluida la guerra fría hemos pasado de dictaduras de la doctrina de la seguridad nacional a regímenes políticos validados por las urnas, con una amplia gama de posiciones políticas. Se inauguraba en la década de los 90 del siglo XX un momento dulce. Democracias representativas, militares en los cuarteles y el poder político asumiendo de manera responsable los resultados electorales. Salvo, siempre, casos excepcionales. México o Haití. Los golpes de Estado a la antigua usanza pasaron al baúl de los malos recuerdos. Inclusive el gobierno de Tabaré Vázquez, en Uruguay, condenó a 30 años de prisión a José María Bordaberry por ser responsable del golpe de Estado de 1973. Nada hacía presagiar el retorno de los golpes de Estado. Pero la realidad se muestra obstinada.

Hoy no es necesario que las fuerzas armadas estén en primera línea. Los golpes de Estado pueden remitirse a los parlamentos y desbancar gobiernos legítimos. No por ello dejan de ser golpes de Estado. Ni mejores ni peores. Tal vez, menos sangrientos. Eso ya es un paso, pero igual de antidemocráticos y anclados en discursos tremendistas fundados en la existencia de nuevos enemigos internos, abuso de poder o viejos fantasmas del comunismo internacional, transformados en socialismo del siglo XXI.

Desde 2002, con el intento en Venezuela por derrocar al presidente Hugo Chávez, han resucitado, sin olvidar a Aristide en Haití y extendido a países con nuevos marcos constitucionales democráticos, cuyo articulado reconoce mayor soberanía y declara la ciudadanía plena en el ejercicio del poder. Ecuador y Bolivia. No es el caso de Honduras y Paraguay, cuyas constituciones nacidas en los años 90 del siglo XX tienen el espíritu neoliberal y neoligárquico procedente de la guerra fría. Por este motivo y no otro el parlamento paraguayo ha decidido romper la voluntad del pueblo expresada en las urnas. La destitución del presidente Lugo es tan golpe de Estado como los anteriores. Su triunfo expresa un sueño de la derecha latinoamericana en los años del anticomunismo. Ojalá, piensan, todos los golpes hubieran tenido esta cara amable. Nadie los acusaría de antidemócratas, violadores de los derechos humanos o criminales de lesa humanidad.

La Jornada- México