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11 Presidentes electos por el voto popular fueron derribados por causas distintas en América en los últimos diez 10 años. Aunque ninguna de esas causas fue el tradicional golpe militar derechista, se verifican acciones revolucionarias de explotados y jugarretas institucionales apoyadas en las FFAA. La suma de los casos constituye un hecho de alto interés social, político e histórico.

Buscar una respuesta es hacer un balance de sus causas y mecanismos que sirva al blindaje de las conquistas sociales, políticas e institucionales de la nueva América latina. Por una simple razón: lo que no avanza, retrocede. Si no hay previsión estratégica de nuestra parte, ellos la tendrán… mejor dicho, aprovecharán para aplicar la estrategia que ya tienen.

Ninguna región del planeta vivió algo parecido, lo que no significa que les haya ido mejor en términos institucionales o sociales, pero es un hecho que nuestra región sigue salvándose de la maldición de las guerras crónicas. Las dos últimas fueron las de Malvinas en 1982 y la de Ecuador contra Perú en 1994-1995.

Bastarían estos dos datos para que los asesores de la mandataria Dilma Rousseuf adviertan un error en el paper del dircurso que le prepararon para su asunción como nueva Presidenta Pro Tempore del Mercosur, este 29 de junio. Allí dijo que llevamos «140 años sin guerras».

En ese largo lapso sufrimos la Guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia (1932-1935), la del Pacífico, de Chile contra Perú y Bolivia (1879-1884), o los 10 años de la Guerra de la Triple Alianza, hecha por las nacientes burguesías de Brasil y Argentina, más Uruguay, para destruir al potente Paraguay a favor del comercio con Inglaterra y EEUU. Sin olvidar la pequeña guerra de Guatemala contra Belice o los múltiples encuetros militares fronterizos (alrededor de 25 desde 1902, o la propia Guerra Hispano-Norteamericana por Cuba. Todas en los últimos 140 años.

En términos comparativos, es cierto que somos un continente relativamente «pacífico» en la relación militar entre Estados y naciones.

Pero sería otro mito creer que vivimos «pacíficos» en términos sociales y políticos. Nuestra inestabilidad institucional siempre inminente —y Paraguay no será la última muestra— más guerras civiles crueles como la de Centroamérica (1980-1989), los 12 genocidios (el último fue en Colombia) y más de 60 masacres del último siglo, dan cuenta del mismo signo quebradizo y feroz, de un régimen de propiedad y dependencia absolutamente inestables, creadores de crisis permanentes y violencia estatal y privada contra pueblos y trabajadores (lo que incluye a la «democracia»)

Lo cierto es que Paraguay es el derribamiento Nº 11 de un gobierno legítimo y electo en términos de la democracia parlamentaria, que vemos en los últimos 10 años.

El primer caso de una acción no tradicional para echar a un mandatario fue en 1993 cuando la rebelión del Congreso y el Grupo de Rio impidieron a Fujimori perpetrar su «golpe institucional» disolviendo el parlamento y la Corte. Fue una reacción institucional contra un golpe institucional, si recordamos el método usado. Es decir, el primer presidente depuesto «en democracia» no era progresista ni de izquierda.

El segundo y el tercero fueron Sánchez de Lozada y Lucio Gutiérrez, en Bolivia y Ecuador, ambos caídos por obra de sendas insurrecciones de masas, o sea, no cayeron por acciones estrictamente «institucionales». Del primero surgió Evo Morales, del segundo emergió Correa. El cuarto fue De la Rúa, víctima de una sacudida social, combinada con alguna conspiración subordinada (Bonasso, M. 2004), aunque lo que surgió fue Duhalde, un peronista de derecha, seguido de Néstor Kirchner, un neodesarrollista de la gastada burguesía peronista. Antes, en 1989, fue al revés: una real conspiración bancaria y partidaria, con algunas huelgas subordinadas sacaron del poder al socialdemócrata conservador Raúl Alfonsín para que ingresara el neoliberal Carlos Menem.

Uno de los analistas más brillantes de la burguesía argentina, Rosendo Fraga, del Centro para una Nueva Mayoría, los llama «gopes de calle», pero el mismo Rosendo sabe que decir eso es un abuso con intenciones de pegar una frase periodística sin destino. Las calles hacen insurrecciones, no golpes. Aunque a veces también sostienen golpes, incluso militares.

Antes conocimos los casos de Collor de Melo en 1991 y el de Carlos Andrés Pérez al año y medio siguiente. En estos casos, ni hubo insurrección social, tampoco fueron conspiraciones institucionales como la de Paraguay, sino procesos normatizados con meses de proceso judicial parlamentario, prensa, jueces, defensas y mucha gente en las calles.

El caso más grosero hasta ahora ocurrió en la frágil Honduras de Zelaya, debido al insólito hecho de querer consultar a la población si estaba de acuerdo en ser consultada en un referéndum constitucional.

Para el intelectual conservador Rosendo Fraga, «En todos estos casos se aplicaron los mecanismos de sucesión institucional y la democracia se mantuvo vigente». Junto con el académico ultraderechista español, Carlos Malmud, sostienen que no importa lo que caiga siempre que se «mantenga el cauce democrático». Para ellos es igual Fujimori y Lugo, Carlos Andres y Zelaya o De la Rúa y Correa. Para nosotros no.

Un mapa así devela un alto grado de inestabilidad institucional, cuya base es la escandalosa desigualdad social y el jerarquismo estatal dominante que impide el empoderamiento de los pobres sobre el poder de los ricos.

Hasta ahora, Venezuela es el único gobierno que ha resuelto, aunque sea en términos relativos, ese aspecto central de la defensa contra la amenaza permanente, inminente y crónica de «golpes», «cuartelazos» o «conspiraciones», contra cualquier progreso social, democrático o anti imperialista.

Tiene razón el Presdiente Rafael Correa, cuando advierte de un hecho central con esta pregunta “¿Ustedes creen que es casualidad que en los últimos cinco años todos los intentos de desestabilización hayan sido con gobiernos progresistas?». Es cierto, esa es la tendencia última, indicadora del bicentenario «destino manifiesto» que anunciara Simón Bolívar en 1823 y registrara el continente desde 1848 en la partición y ocupación militar de México.

Sin embargo, no debemos olvidar lo principal. Algo no está resuelto en las profundidades de las sociedades gobernadas por los 5 (u 8) gobiernos progresistas del continente.

Cada vez se manifiesta mayor distancia entre las promesas, los programas y los discursos, respecto de los resultados.

La derecha pro yanqui sabe aprovechar esa brecha y debilidades nuestras, para avanzar algunos pasos, como en Honduras, Colombia y ahora Paraguay. En cualquiera de los casos, en Paraguay el empoderamiento se llama reforma agraria.