Autor: Julio C. Gambina

Existe la sensación que llegó el final del consenso social sobre las privatizaciones. La gota que rebalsó el vaso ocurrió la semana pasada con la muerte evitable de 51 personas y más de 700 heridos, con el desastre acontecido en la estación once del recorrido del tren Sarmiento concesionado a TBA.

Aludimos al fin de un consenso privatizador generado en las últimas 4 décadas, primero como campaña ideológica en tiempos dictatoriales, en los 70´ y 80´, y acción deliberada (técnica, operativa y económica) para deteriorar a las empresas públicas. Luego de algunos intentos frustrados, la privatización se materializó y generalizó en los 90´, para constituir desde entonces un fenómeno estructural del orden económico y social contemporáneo en la Argentina.

Ya pasaron 20 años desde su instrumentación iniciadora, donde la “iniciativa privada” todo lo resolvería. Fue una política consensuada en origen e ideológicamente trabajada durante años, claro que también con violencia explícita. Recordemos la frase “ramal que para, ramal que cierra” pronunciada desde el menemismo.

La agresión violenta a los trabajadores ferroviarios que resistieron la privatización del tren, muy bien relatada y documentada en el “Ferrocidio” de Juan Carlos Cena, vuelve sobre los trabajadores usuarios y laburantes del tren con violencia y muerte. Es la agresión de la ofensiva del capital de ayer y de hoy por la subsistencia de la lógica de la ganancia maximizada.

Las privatizadas cuestionadas. ¿Qué estatización y qué Estado?

Hoy son evidentes las falencias en el abastecimiento de combustibles y energía, y más aún en el servicio de transporte ferroviario, sin hablar del ruinoso estado que dejó la privatización a la línea aérea. Ya no hay encanto social con la privatización.

El lema había sido la ineficiencia del Estado para administrar las empresas públicas. Qué curioso, ahora, al final del recorrido de dos décadas de privatizaciones, nos encontremos con empresas crecientemente financiadas con fondos públicos y gestionadas privadamente, incluyendo el uso especulativo de los recursos asignados por el Estado para el funcionamiento operativo de las empresas.

Las privatizaciones que levantaron la bandera de la eficiencia empresaria de los “privados”, solo funcionan con el sostén del Estado. Solamente en ferrocarriles se gastan 10 millones de pesos diarios en subsidios.

Los subsidios estatales dan cuenta de la posibilidad financiera del Estado para hacerse cargo de las empresas de servicios públicos, claro que ello supone discutir el conjunto de la asignación presupuestaria. No se trata de estatizar y mantener el desastre ferroviario actual. La estatización continuadora perpetuaría la ineficiencia y el mal servicio reinante.

¿El actual destino del gasto público resulta el necesario para un funcionamiento alternativo del Estado? Solo a modo de ejemplo veamos que entre 2003 y 2011 el gasto total en remuneraciones del sector público nacional se redujo del 16,1% al 11,3%, mientras que las transferencias al sector privado pasaron del 3% en 2007 al 9,5% en el 2011. Claro que no solo se trata de cantidades, de montos, sino también de discutir las funciones necesarias a cubrir por el personal estatal, junto a la participación de los usuarios de los servicios públicos y de los ciudadanos en la cuestión estatal.

En el mismo sentido debemos interrogarnos sobre las fuentes de ingreso del Estado Nacional. Sigue siendo el IVA el principal tributo en el país, y es sabido su impacto regresivo entre los sectores de menores ingresos. En segundo lugar aparecen los ingresos tributarios por el impuesto a las ganancias, pero una parte de esos recursos provienen de trabajadores que reciben sueldo y no ganancias, mientras se eximen los excedentes generados en el mercado de capitales o en el financiero. Ni hablar de la evasión y elusión impositiva pese a la legislación vigente, sea la penal tributaria, o contra el lavado, que explica en el argumento oficial la “necesidad” de la represiva Ley antiterrorista.

Lo que pretendemos decir es que no alcanza con terminar con las privatizaciones ferroviarias o petroleras, entre otras, si no que se debe reformar el Estado, su régimen tributario, financiero y especialmente discutir su papel en la organización de un modelo productivo que modifique el beneficiario de su accionar, atendiendo a las insatisfechas necesidades sociales.

El cambio de opinión que se percibe en la sociedad, que menciono como fin del consenso a las privatizaciones se asocia a la discusión con las petroleras, especialmente REPSOL, empresa de proyección regional y mundial merced a la entrega de la estatal Yacimientos Petroleros Fiscales hace 20 años. España no es potencia petrolera, pero sobre la base de YPF se proyectó en la región latinoamericana, caribeña y en el mundo como una de las grandes en el negocio del oro negro. La respuesta gubernamental es por ahora amenazante, sea por declaraciones del poder ejecutivo nacional, o de la organización que nuclea a las provincias productoras de hidrocarburos. La sensación es que ya no se espera una respuesta mágica desde la iniciativa privada, la que solo privilegia la lógica de la ganancia.

Terminar con la institucionalidad neoliberal

La demanda social está para más y demanda la salida de un condicionante estructural que remite a las reformas neoliberales, de apertura económica y liberalización; de desregulación y privatización; de precarización laboral, superexplotación y marginalización vía indigencia y empobrecimiento estructural de millones de personas.

Existen expectativas de que se asuma una política pública en ese sentido, aunque la garantía solo está en la masividad del clamor por abandonar el sentido común privatista. Son abundantes los ejemplos en la historia que indican que la conflictividad extendida de la sociedad es la que define cambios estructurales de funcionamiento social. Es la experiencia reciente del 2001 respecto del régimen de convertibilidad. Fue la movilización social la que determinó el fin de la “estabilidad monetaria” erigida como valor supremo entre la élite política, claro que con aceitados consensos socialmente manipulados.

Apuntamos al petróleo y la energía, a los ferrocarriles y al transporte en general, pero también a la recuperación de la soberanía financiera desmantelando el aparato jurídico y de política financiera legado por la dictadura. Claro que también supone la brega por la soberanía alimentaria, algo imposible sin modificar el modelo productivo sojero, concentrador y de subordinación a la dominación de las transnacionales de la alimentación y la biotecnología. La soja y la mega minería son legados del auge neoliberal de los 90´.

Se trata de recuperar soberanía, energética, financiera, alimentaria, en toda la línea. Ese será el mejor homenaje a quienes murieron por la desidia empresaria y la complicidad de los organismos de control (por lo menos de aquellos que no consideraron informes críticos) para asegurar las privatizaciones para la ganancia.

Retomar una discusión sobre el papel del Estado en tiempos de crisis capitalista aparece como el desafío que pueda superar las consecuencias del desastre evitable en la estación Once.