Ulises Canales
Prensa Latina

El gobierno interino creado en Libia tras una sangrienta guerra contra Muamar El Gadafi intentó maquillar de legitimidad el capítulo más lóbrego de la llamada Primavera Árabe, ensombrecido por la devastadora intervención de la OTAN.

En el año de mayor convulsión política y social, registrada de forma simultánea en países del norte de África y Medio Oriente, Libia descolló a partir del 17 de febrero por un alzamiento fabricado desde afuera con una oposición de orígenes, credo e ideologías diversas.

Tan innegable es que a los beligerantes con el Ejército gubernamental los movió el descontento extendido a un sector de la población, como que su victoria fue posible gracias a los ocho meses de bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

Y ello explica que la rebelión contra El Gadafi nacida en Benghazi, la segunda ciudad libia después de Trípoli, fuera perdiendo autenticidad en la misma medida que sus protagonistas se tornaron más dependientes y manejables para las potencias occidentales.

La cúpula del denominado Consejo Nacional de Transición (CNT) careció desde el inicio -y sigue careciendo- de capacidad de liderazgo, carisma, programa alternativo definido y poder para cohesionar a un país con un complejo entramado étnico-tribal, de ahí el rol de la OTAN.

Observadores achacaron la poca confianza que ofrecía la dirigencia del CNT al hecho de que algunos de sus miembros traicionaron antes a El Gadafi o pasaron de ser acérrimos enemigos de Occidente a lacayos que imploraron los bombardeos aéreos de la alianza atlántica.

Documentos de inteligencia de Estados Unidos y otros hallados en Trípoli tras la entrada de los sublevados aportaron luces sobre la pertenencia de algunos jefes militares insurgentes al Grupo Islámico de Combatientes Libios (LIFG, por sus siglas en inglés), creado en 1990.

El país, con uno de los mejores indicadores económicos y de bienestar social per cápita de África, según datos de organizaciones internacionales, pagó en una sola factura el alto precio de su riqueza petrolera, viejas vendettas árabes y la insumisión a poderes externos.

La guerra desatada por la OTAN, de la que difícilmente llegue a conocerse algún día la cifra exacta de víctimas civiles y militares, fue posible por el aval que la Liga Árabe dio al Consejo de Seguridad de la ONU para la aprobación de una zona de exclusión aérea sobre Libia.

Antiguas rivalidades de gobernantes árabes, básicamente del actual rey saudita Abdulah Bin Abdulaziz, con El Gadafi, un líder más volcado a su vertiente africana en la que se autodefinía como «rey de reyes», incidieron en la presión del Consejo de Cooperación del golfo Pérsico.

Las monarquías árabes, con Arabia Saudita y Catar en primera línea, ensayaron y estrenaron en la nación norafricana el esquema que en las postrimerías de 2011 se intentó diseñar para Siria, aunque con las abismales diferencias entre uno y otro caso.

El pretexto fue proteger a la población civil supuestamente reprimida por el gobierno, pero el curso de ocho meses de asedio aéreo y terrestre, hasta que los alzados tomaron Trípoli en agosto, probó sobremanera que la prioridad no era la vida de los libios.

Una vez conseguido el visto bueno del Consejo de Seguridad, la exclusión aérea se trastrocó en una cruzada bélica indiscriminada, dirigida a destruir el régimen de El Gadafi, pese a que en los últimos años mostró cierto entendimiento con Estados Unidos y países europeos.

Si en la memoria de Washington y Europa seguía martillando el nacionalismo y el antimperialismo que en su día propugnó El Gadafi, la ambición por hacer una nueva repartición del vasto petróleo libio encabezó en esta ocasión la lista de las preferencias.

El CNT y sus mentores de Occidente ignoraron las reiteradas gestiones mediadoras de la Unión Africana, pues el objetivo de la agresión estada bien definido y había que llevar la misión hasta el final en nombre de la paz, los derechos humanos y la libertad.

Sin embargo, los episodios vividos por Libia tras la captura y el asesinato de El Gadafi el 20 de octubre, y la humillante exhibición de su cadáver y el de uno de sus hijos en Misratah durante cinco días, alimentaron presagios de un rebrote de guerra civil.

Vale aclarar que la actitud vengativa de los exinsurgentes fue más allá del linchamiento de El Gadafi, y por lo mismo quedaron bajo la lupa internacional después de la captura del hijo de éste, Saif Al-Islam, y del exjefe de inteligencia Abdulah Al-Senoussi.

En otro ámbito, la demora en formar gobierno y la propia polarización dentro del CNT para elegir primer ministro a Abdel Rahim El-Keib, con 26 de los 51 votos posibles, dejaron claro que entre los sublevados existían alarmantes rivalidades.

El CNT dijo concebir una administración capaz de conducir el país a elecciones en la primera mitad de 2012 para una Asamblea Constituyente que redacte la Carta Magna, coordine el desarme de civiles, exmilitares y exinsurgentes, y aliente la reconstrucción.

Pero mientras fenece el año de las revueltas, en Libia pulula la desconfianza entre distintas fuerzas políticas, sobre todo respecto a la capacidad del CNT para lograr el desarme, la reconciliación y reparar el tejido social, propósitos tan perentorios como difíciles.

Ulises Canales corresponsal de Prensa Latina en Egipto.