Los medios son una trinchera. Esta es la razón que me hizo ser periodista. Por eso, creo en eso que decía Voltaire de «me repugna lo que dices pero daría la vida para que puedas decirlo». Así que no puedo compartir los discursos que llegan desde mi propio espacio en los que, tras apelar a la libertad de expresión como el que recita los diez mandamientos, se termina defendiendo el periódico del secuestrado, aquel en el que se borran las noticias que no interesan casi como si se considerasen «crimentales». Es decir, libre es toda opinión que concuerda con la mía. Me suena. Y no me gusta. Como tampoco comprendo esa tendencia a poner en cuestión toooooodas las fuentes utilizadas para un reportaje salvo las aparecidas en un blog ubicado en Kazajstán que ¡sorpresa! refuerza la tesis que el lector traía de casa. Ha ocurrido en Libia, pasará en Siria y el camino es largo.
Edwards y Cromwell no creen en un cónclave de periodistas conspirando qué se saca y qué no. Yo tampoco. Sí hacen mención a la autocensura y a los mecanismos del poder para controlar a los informadores. Y dan en el clavo. El problema es si no estaremos buscando lo mismo y qué deberíamos de cambiar para combatirlo. La libertad de expresión debería permitir el debate, la discusión, la réplica y la contrarréplica en un espacio compartido. Sobre todo, porque me gustaría pensar que el mundo al que aspiramos desde la izquierda es, básicamente, mejor, más justo y, sobre todo, más libre.