En calidad de periodista de la New York Tribune, uno de los diarios con mayor difusión de su tiempo, Marx observó los acontecimientos político-institucionales que llevaron en la Inglaterra de 1852 al nacimiento de uno de los primeros casos de «gobierno técnico» de la historia: el gabinete Aberdeen (diciembre de 1852/enero de 1855). El análisis de Marx resulta notabilísimo en punto a sagacidad y sarcasmo.
Mientras el Times celebraba el acontecimiento como signo del ingreso «en el milenio político, en una época en la que el espíritu de partido está destinado a desaparecer y en la que solamente el genio, la experiencia, la laboriosidad y el patriotismo darán derecho al acceso a los cargos públicos», y pedía para ese gobierno el apoyo de los «hombres de todas las tendencias», porque «sus principios exigen el consenso y el apoyo universales»; mientras eso decían los editorialistas del diario londinense, Marx ridiculizaba la situación inglesa en el artículo «Un gobierno decrépito. Perspectivas del gabinete de coalición», publicado en enero de 1853. Lo que el Times consideraba tan moderno y bien atado, lo presentó Marx como una farsa. Cuando la prensa de Londres anunció «un ministerio compuesto de hombres nuevos», Marx declaró que «el mundo quedará un tanto estupefacto al enterarse de que la nueva era de la historia está a punto de ser inaugurada nada menos que por gastados y decrépitos octogenarios (.), burócratas que han venido participando en casi todos los gobiernos habidos y por haber desde fines del siglo pasado, asiduos de gabinete doblemente muertos, por edad y por usura, y sólo con artificio mantenidos con vida».
Aparte del juicio personal estaba, claro es, el juicio, más importante, sobre la política. Se pregunta Marx: «cuando nos promete la desaparición total de las luchas entre los partidos, incluso la desaparición de los partidos mismos, ¿qué quiere decir el Times?». El interrogante es, desgraciadamente, de estricta actualidad en un mundo como el nuestro, en que el dominio del capital sobre el trabajo ha vuelto a hacerse tan salvaje como lo era a mediados del siglo XIX.
La separación entre lo «económico» y lo «político», que diferencia al capitalismo de modos de producir que lo precedieron, ha llegado hoy a su cumbre. La economía no sólo domina a la política, fijándole agenda y decisiones, sino que le ha arrebatado sus competencias y la ha privado del control democrático, y a punto tal, que un cambio de gobierno no altera ya las directrices de la política económica y social.
En los últimos 30 años, inexorablemente, se ha procedido a transferir el poder de decisión de la esfera política a la económica; a transformar posibles decisiones políticas en incontestables imperativos económicos que, bajo la máscara ideológica de lo apolítico, disimulan, al contrario, un injerto netamente político y de contenido absolutamente reaccionario. La «redislocación» de una parte de la esfera política en la economía, como ámbito separable e inalterable, el paso del poder de los parlamentos (ya suficientemente vaciados de valor representativo por los sistemas electorales mayoritarios y por la revisión autoritaria de la relación entre poder ejecutivo y poder legislativo) a los mercados y a sus instituciones y oligarquías constituye en nuestra época el mayor y más grave obstáculo atravesado en el camino de la democracia.
Las calificaciones de Standard & Poor’s o las señas procedentes de Wall Street -esos enormes fetiches de la sociedad contemporánea- valen harto más que la voluntad popular. En el mejor de los casos, el poder político puede intervenir en la economía (las clases dominantes lo necesitan, incluso, para mitigar las destrucciones generadas por la anarquía del capitalismo y la violencia de sus crisis), pero sin que sea posible discutir las reglas de esa intervención, ni menos las opciones de fondo.
Ejemplo deslumbrante de cuanto llevamos dicho son los sucesos de estos días en Grecia y en Italia. Tras la impostura de la noción de un «gobierno técnico» -o, como se decía en tiempos de Marx, del «gobierno de todos los talentos»- se oculta la suspensión de la política (referéndum y elecciones están excluidos), que debe ceder en todo a la economía. En el artículo «Operaciones de gobierno» (abril de 1853), Marx afirmó que «acaso lo mejor que pueda decirse del gobierno de coalición (‘técnico’) es que representa la impotencia del poder (político) en un momento de transición». Los gobiernos no discuten ya sobre las directrices económicas hacederas, sino que son las directrices económicas las parteras de los gobiernos.
En el caso de Italia, la lista de sus puntos programáticos se puso negro sobre blanco en una carta (¡que, encima, tenía que haber sido secreta!) dirigida por el Banco central Europeo al gobierno de Berlusconi. Para «recuperar la confianza» de los mercados, es necesario avanzar expeditamente por la vía de las «reformas estructurales» -expresión que ha llegado a ser sinónimo de estrago social-, es decir: reducción de salarios, revisión de los derechos laborales en materia de contratación y despido, aumento de la edad de jubilación y, en fin, privatizaciones a gran escala.
Los nuevos «gobiernos técnicos», encabezados por hombres crecidos bajo el techo de algunas de las principales instituciones responsables de la crisis (véase, hoy, el currículum de Papademos; mañana o pasado, el de Monti), seguirán esa vía. Ni que decir tiene, por «el bien del país» y por el «futuro de las generaciones venideras». De cara a la pared cualquier voz disonante del coro. Pero si la izquierda no quiere desaparecer, tiene que volver a saber interpretar las verdaderas causas de la crisis en curso, y tener el coraje de proponer y experimentar las respuestas radicales que se precisan para superarla.
(*) Marcello Musto es profesor de Ciencia Política en la York University de Toronto y editor del libro recientemente publicado en castellano: «Tras las huellas de un fantasma. La actualidad de Karl Marx». Siglo XXI, 2011. Su web es: http://www.marcellomusto.com/
Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=4558