Claudia Cinatti

A diez meses de las movilizaciones de enero-febrero de 2011 que derribaron al odiado dictador Hosni Mubarak, una tercera oleada de movilizaciones y enfrentamientos con las fuerzas de seguridad sacudió las inmediaciones de la emblemática Plaza Tahrir. Esta nueva ola de protesta comenzó el 16 de diciembre cuando la policía militar intentó desalojar violentamente a un grupo de manifestantes que exigía la renuncia del primer ministro Kamal Ganzouri y del gobierno del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA).

Durante cinco días una multitud compuesta por jóvenes, mujeres y trabajadores resistieron la feroz escalada represiva del régimen militar que dejó un saldo provisorio de 14 muertos y más de 800 heridos. Las imágenes de soldados arrastrando a una mujer, golpeándola en el piso y desnudándole el torso, terminaron por hacer estallar la bronca popular. El 20 de diciembre alrededor de 10.000 mujeres marcharon por las calles del Cairo para repudiar el accionar del ejército y exigir el fin del gobierno del CSFA. Según la crónica del diario New York Times, los historiadores consideran que esta movilización que unió a mujeres islamistas y laicas fue “la mayor manifestación de mujeres en la historia egipcia moderna, la más significativa desde que una marcha en 1919 contra el colonialismo británico inauguró el activismo femenino en el país y una rareza para el mundo árabe” (NYT, 21-12-11). Indudablemente, la entrada en escena de las mujeres, un sector tradicionalmente oprimido, es expresión inconfundible de la profundidad del proceso revolucionario. Una vez más, el intento de aplastar por medios militares a los sectores de vanguardia que permanecen en la Plaza Tahrir, separándolos de las amplias masas, terminó fracasando. Ante la contundencia de las imágenes que muestra los abusos y la violencia represiva, la política del ejército de acusar a los manifestantes de “infiltrados de Mubarak” y “contrarrevolucionarios” se fue diluyendo. La contundencia de las mujeres movilizadas y el mensaje del gobierno de Estados Unidos, su principal aliado y sostén, que a través de Hillary Clinton les hizo saber de que se estaban pasando de la relación de fuerzas, llevó a que retrocedieran coyunturalmente. El CSFA intenta proseguir “normalmente” con una nueva fase de las elecciones legislativas, que se reiniciaron el 21 de diciembre, aunque según los medios locales, con una participación mucho menor que las dos elecciones anteriores. Sin embargo, esto no ha sido suficiente para cerrar la crisis. Para el viernes 23 está convocada una nueva movilización masiva, mientras tanto siguen los enfrentamientos y las protestas. Las últimas movilizaciones estallaron a solo un mes de que decenas de miles de egipcios salieran a las calles contra el intento del ejército de perpetuarse, mediante “cláusulas supraconstitucionales” que le garantizan derecho a veto, como la principal institución del estado y el régimen, permitiendo, en el mejor de los casos, el establecimiento de una democracia tutelada como cobertura del poder militar. Estas movilizaciones de mediados de noviembre dejaron un saldo provisorio de 42 muertos y unos 2.000 heridos en violentos enfrentamientos con la policía militar protagonizados principalmente por una alianza de jóvenes de clase media y jóvenes trabajadores y plebeyos, a los que la prensa bautizó como los “soldados de la Plaza Tahrir”, que mostraron una organización superior para resistir los embates de la represión que la que se vio durante las jornadas de enero, incluso algunos medios hablan del desarrollo de “comités populares”, aunque con un programa limitado de exigir la renuncia del CSFA y la transferencia del poder a un “gobierno civil de salvación nacional”.

Esta respuesta de masas derrotó la línea represiva del régimen, que si bien mantuvo una fuerte presencia policial y militar, trató de evitar que la represión estatal terminara desatando un proceso de movilización aun más masivo y radicalizado. Tras la renuncia del gobierno civil títere de E. Sharaf, la Junta Militar selló un pacto con la Hermandad Musulmana, la principal organización político-religiosa burguesa del país, para salir de la crisis, ofreciendo concesiones mínimas como adelantar un año las elecciones presidenciales, para sostener las elecciones legislativas del 28 de noviembre, pero sin ceder a las demandas centrales del movimiento de masas. Aunque siguieron las movilizaciones no alcanzaron para derrotar el plan de la junta militar, que inició el proceso electoral como estaba previsto. Una de las debilidades de las protestas de noviembre fue que no intervino la clase obrera organizada, que fue decisiva en la caída de Mubarak.

El rol contrarrevolucionario del ejército al descubierto

Tras la caída de Mubarak, el ejército jugó un rol clave para detener la movilización revolucionaria, usurpando el triunfo popular y transformándose en el artífice de una supuesta “transición” hacia un régimen democrático burgués, política que contó con el aval del gobierno de Estados Unidos. Esto fue posible porque las fuerzas armadas conservan algo de su prestigio por su pasado “nacionalista”, porque el ejército no fue el eje de la represión durante las movilizaciones sino que posó de “amigo del pueblo”, evitando de esa manera una fractura en sus filas y porque producto de esta ubicación logró la confianza de alrededor del 80% de la población. Además, la Hermandad Musulmana, la principal organización político-religiosa del país, a la que pertenecen sectores de la burguesía local, actuó como sostén del gobierno del CSFA, lo que provocó la ruptura de gran parte de su juventud(1).

Estas ilusiones en que el ejército podía jugar un rol progresivo se fueron disipando. Entre otras medidas, el CSFA mantuvo la ley de emergencia, sancionó una legislación que prohíbe las huelgas y la organización sindical, detuvo a unos 12.000 activistas, que fueron juzgados por tribunales militares, torturados y muchos de ellos condenados. Aunque ensayó algunos gestos políticos de mayor autonomía (permitió que pasaran por el Canal de Suez barcos iraníes, lo que no ocurría desde 1979, momento en que se rompieron las relaciones diplomáticas entre ambos países) mantuvo los compromisos internacionales como el acuerdo de paz con el Estado de Israel y su rol de policía hacia el pueblo palestino. Con las fuerzas armadas en el gobierno, amplios sectores de masas hicieron la experiencia de que la política del CSFA era mantener la mayor continuidad posible con el régimen de Mubarak y conservar su rol como pilar del estado y del régimen al servicio de preservar los intereses económicos y políticos de la clase dominante local y el imperialismo. La brutal represión, en particular el abuso y ataque contra manifestantes mujeres, puso más en evidencia el rol del CSFA y hace que los enfrentamientos y las demandas sean más radicalizadas. Quizás por esto, el diario New York Times le aconseja a Obama que lo que llevó a pedir el retiro del CSFA del gobierno.

Un intento de desvío no consolidado

La estrategia de la Junta Militar, apoyada por Estados Unidos y otras potencias imperialistas, es tratar de ir desviando el proceso poniendo en marcha un calendario electoral complicado y extendido que durará al menos hasta marzo, con la promesa de realizar elecciones presidenciales en junio de 2012. Por eso era muy importante para el régimen realizar las elecciones del 28 de noviembre para desmovilizar y lograr recuperar algo de legitimidad.

La participación en las dos primeras rondas de las elecciones, que en promedio se ubicó en un 62%, objetivamente mostró que a nivel de masas hay ilusiones en los mecanismos de la democracia parlamentaria para ir desplazando, de manera gradual, el poder militar, aunque algunos analistas dicen que por ser el voto obligatorio y tener multa quienes no van a votar no es muy significativo. Sin embargo, la presunción de que en la tercera ronda electoral –que coincide con las movilizaciones de diciembre- la concurrencia fue mucho menor, podría estar indicando los límites de estas ilusiones cuando se chocan con la represión en las calles. Hasta el momento, los resultados electorales favorecen ampliamente a los partidos islamistas: el Partido de la Justicia y la Libertad (Hermandad Musulmana) obtendría alrededor del 40% de los votos y el Partido Al Nour ligado al islam salafista (una versión religiosa más extrema que tiene como ejemplo a Arabia Saudita), un 25%.

Si bien los partidos religiosos no son hegemónicos en las movilizaciones, es decir, que aunque participa su base no imponen su programa (en esto se diferencia de la revolución iraní de 1979 en la que el clero jugó un rol más importante y terminó imponiendo a Komeini), estos tienen un importante peso cuando intervienen las masas y los sectores más atrasados. Los partidos liberales del Bloque Egipcio quedaron relegados a un tercer lugar. Mientras que la Alianza la Revolución Continúa (formada por los movimientos juveniles de la Plaza Tahrir) quedó sexta en la mayoría de los distritos. En gran medida el sistema electoral está diseñado para favorecer a organizaciones con un aparato y una red de financiación propia, como la Hermandad Musulmana, ya que no hay financiación estatal de los partidos políticos.

Aparentemente, el plan para la “transición” que contaría con el respaldo de Estados Unidos, es ir a un régimen similar al de Turquía, en el que el ejército conserva un gran poder y es el garante de mantener controlado al islamismo político, aunque circunstancialmente gobiernen partidos islámicos moderados, como el actual Partido de la Justicia y el Desarrollo (con este esquema Turquía se mantuvo en la órbita norteamericana, con un acuerdo con Israel, aunque recientemente hay un cambio significativo de esta ubicación). Este “modelo turco” también estaría planteado en Túnez donde el principal partido islamista viene de ganar la mayoría de las bancas en las elecciones constituyentes. Sin embargo, ya hay quienes señalan que este “modelo turco” privado de su éxito económico, perdería todo atractivo(2). No está claro aun hasta dónde podrá avanzar este intento del ejército de legitimar un régimen donde siga siendo el principal resorte del poder. Todo indicaría que por una combinación de factores objetivos y subjetivos que desarrollaremos a continuación, estamos ante un proceso revolucionario profundo para el cual no vemos posibilidades de estabilizar un desvío reformista relativamente fácil, a la manera en que se implementó la política de “reacción democrática” en América Latina en la década de los ’80 que puso fin a las dictaduras militares que se habían impuesto tras la derrota del ascenso de los ’70.

El proceso egipcio como punto de inflexión en la lucha de clases

En la editorial de la revista Estrategia Internacional Nº 27 definimos que tras un período de 30 años de restauración burguesa, la oleada de movilizaciones en el Norte de África y el mundo árabe contra regímenes proimperialistas, dictatoriales o despóticos anunciaba el inicio de un nuevo ciclo de la lucha de clases. Como analogía histórica, lo comparábamos con la “primavera de los pueblos” de 1848 señalando el límite de que, a diferencia del siglo XIX, estamos en la época imperialista, de crisis, guerras y revoluciones, y con una clase obrera que ha pasado la experiencia de la revolución y la contrarrevolución del siglo XX. Si bien por las décadas de retroceso de la clase obrera y la crisis del marxismo revolucionario nuestra visión es que estos procesos serán más tortuosos, a diferencia de otros momentos, también serán más difíciles de contener en el marco de una crisis histórica capitalista, comparable en su significado a la crisis de 1930, y de una decadencia hegemónica norteamericana que hace que la situación internacional sea más convulsiva. Transcurrido un año desde que hicimos esa definición, en la que aun dejábamos abierto los contornos precisos que podría tomar este nuevo ciclo ascendente de la lucha de clases, podemos decir que por una combinación de factores la situación más avanzada se está dando en Egipto, donde creemos se ha abierto la primera revolución del siglo XXI. Entre estos factores los determinantes son:

a) La crisis capitalista

Los motores de la primavera árabe en general y de Egipto en particular son profundos y articulan demandas estructurales económicas –como el salario, el empleo, la obscena desigualdad social- con demandas democráticas –el fin del régimen militar, la expulsión de los personeros del viejo régimen de los puestos gerenciales de las empresas, etc. En Egipto, las masas se han rebelado contra las condiciones impuestas por el giro neoliberal que si bien se inició con la apertura económica bajo el gobierno de Sadat en la década del ‘70, se profundizó de manera decisiva con los planes del FMI implementados por Mubarak desde mediados de la década de 1990 y dio un salto a partir de 2004. Entre otras medidas, se privatizó gran parte de la industria estatal, se revirtieron medidas agrarias que habían favorecido a sectores campesinos pobres permitiendo la vuelta del latifundio, se incrementó la precariedad laboral y creció la cantidad de pobres urbanos, que por millones habían fluido a las grandes ciudades a principios de la década de 1970. La cúpula del ejército resultó ampliamente beneficiada con estas medidas y se quedó progresivamente con el control de entre el 20 y el 30% de la economía. El deterioro en el nivel de vida de los asalariados y la desigualdad social obscena que se fue consolidando en las últimas tres décadas ya habían llevado a duras experiencias de huelgas bajo la dictadura de Mubarak (2006 y 2008).

Estas condiciones se agravaron con las consecuencias de la crisis económica mundial que llevó a un proceso inflacionario que se sintió en la canasta básica, debido a la suba internacional de los precios de las materias primas que Egipto está obligado a importar, combinado con la baja de los subsidios estatales. Ya en 2008 la suba del precio del pan derivó en una “revuelta del hambre” a la que muchos analistas compararon con el proceso de radicalización de los años ’70. Según estimaciones extraoficiales, la desocupación llega al 24% y la mitad de la población vive con menos de dos dólares diarios (entre ellos buena parte de los empleados públicos). En contraste, Egipto es el país con mayor cantidad de multimillonarios del continente africano (7 de 40) según la revista Forbes. A pesar de que algunas potencias imperialistas tuvieron la política de condonar una parte de la deuda y hacer un plan de ayuda financiera, por las condiciones más generales de crisis económica, que golpea fuertemente las economías centrales, no hay posibilidades de poner en marcha un plan que permita hacer concesiones significativas. Por dar solo un ejemplo, a cambio del apoyo de Egipto a la primera guerra del Golfo, Estados Unidos condonó unos 7.000 millones de dólares de la deuda, este año, lo que ofreció fue una garantía para préstamos por 1.000 millones.

b) El lugar de Egipto en el esquema regional de dominio imperialista

Egipto es el país más importante del mundo árabe, con una población de alrededor de 82 millones de habitantes y una estructura de clases moderna, surgida de diversos procesos de industrialización y urbanización emprendidos a comienzos de la década de 1950 y desarrollados durante los años de Nasser, que transformaron su estructura anterior predominantemente rural. Aunque el sector agrario sigue teniendo mucho peso, la clave son las grandes ciudades como El Cairo o Alejandría. El bonapartismo nasserista era reaccionario hacia el proletariado egipcio, prohibiendo su organización independiente (era un régimen basado en el ejército y en un partido único), pero en el escenario internacional lideraba el bloque antinorteamericano y antisionista. Producto de esta ubicación, Egipto había sido un actor central en las cuatro guerras árabes más importantes contra el estado de Israel (1948-49; Suez en 1956, guerra de los seis días en 1967 y guerra de Yom Kipur en 1973).

Nasser fue uno de los principales impulsores del Movimiento de Países No Alineados, y luego de la derrota en la Guerra de los Seis días, estrechó sus relaciones políticas y militares con la Unión Soviética. Esta ubicación empezó a cambiar tras la guerra de Yom Kipur bajo la presidencia de su sucesor, A. Sadat, que en 1978 bajo el auspicio del presidente norteamericano Jimmy Carter, firmó la paz con el estado sionista. De esta manera, Egipto se transformó en una de las piezas clave del dispositivo de seguridad norteamericano en el Medio Oriente, lo que compensó en cierto sentido la pérdida de Irán como aliado fundamental del imperialismo norteamericano tras la revolución de 1979. Desde entonces, el régimen egipcio basado en un partido único (bajo Mubarak el Partido Nacional Democrático) y en el poder militar ha venido garantizando la estabilidad regional y la seguridad del estado de Israel. Por esto mismo es el segundo receptor de ayuda financiera de Estados Unidos, después de Israel (el tercero es Colombia). Entre otros servicios, mantiene cerrada la frontera con la Franja de Gaza, lo que contribuye al ahogo y el aislamiento del pueblo palestino, a la vez que ejerce un poder coercitivo sobre Hamas (este rol lo jugaba fundamentalmente O. Suleiman, el hombre de elección de Washington a la caída de Mubarak que no pudo permanecer en el poder por presión del movimiento de masas). Si bien una de las debilidades que tienen los procesos árabes de conjunto es que no levantan como demanda central la lucha contra el imperialismo y el estado sionista, la gran mayoría de la población se opone a la injerencia norteamericana y es profundamente antiisraelí. Una expresión de esto fue el ataque contra la embajada israelí en El Cairo en septiembre que desató una aguda crisis diplomática. La intervención de la OTAN en Libia y la política represiva sostenida por aliados norteamericanos como Arabia Saudita en Bahrein no fue suficiente para revertir la relación de fuerzas y estabilizar la situación.

c) El carácter dictatorial del régimen y el rol del ejército

A diferencia de las luchas en países con regímenes democrático burgueses, que cuentan con mediaciones políticas y sindicales con una influencia más sólida en el movimiento de masas, en Egipto las masas enfrentan un régimen totalitario, una dictadura en la que el ejército concentra el poder del estado, del régimen y ahora también del gobierno, luego de la caída de Mubarak y la disolución del partido de gobierno –la otra burocracia estatal con control de órganos de seguridad especial que garantizaba el orden. La esencia de este esquema de dominio, heredado de la etapa del bonapartismo sui generis de Nasser transformado luego en un bonapartismo completamente reaccionario y proimperialista, es innegociable tanto para la burguesía egipcia (a la que pertenece la cúpula del ejército) como para el imperialismo. Tras la caída de Mubarak se está configurando un escenario en el que el islamismo de la Hermandad Musulmana, una organización que cuenta entre sus filas a sectores importantes de la burguesía y dice abiertamente defender la “economía de libre mercado”, aunque presenta ciertas contradicciones al imperialismo y al ejército, emerge como potencial garante de la estabilidad de un régimen de democracia tutelada. En este escenario las demandas democráticas se entrelazan con las reivindicaciones económicas, como sucede en varias de las huelgas obreras, y hace concreta la necesidad de un articular un programa transicional.

d) La dinámica de las clases

En el levantamiento de enero-febrero 2011, aunque no fue hegemónica, la intervención de la clase obrera se sumó de hecho al bloque de la Plaza Tahrir compuesto fundamentalmente por jóvenes de las clases medias, desocupados y pobres urbanos, y fue decisiva para acelerar la caída de Mubarak. De haber persistido esta situación se podría haber desarrollado la tendencia, ya presente, hacia una alianza de clases entre los trabajadores y la juventud. Justamente el ejército forzó la renuncia de Mubarak para evitar esta perspectiva. Luego de la caída de Mubarak, las clases tomaron una dinámica divergente, lo que ocurre casi como ley en todo proceso revolucionario: la clase obrera continuó una oleada de huelgas y ocupaciones que combinaban demandas económicas y políticas, y en sectores avanzados se aceleró el proceso de organización de sindicatos independientes y la liquidación de los sindicatos y la central obrera mubarakista. Las clases medias a excepción de sectores de vanguardia, apoyaron mayoritariamente a la Junta Militar, ejerciendo una fuerte presión sobre los trabajadores para que abandonen la lucha y así garantizar la “transición”. Esta fue la base social para la política represiva del régimen (ataque a la vanguardia, leyes antiobreras, persecución a la minoría de cristianos coptos, etc).

Pero a pesar de la prohibición de las huelgas, estas siguieron desarrollándose. Según una nota reciente(3) sobre la situación de la clase obrera, el punto más alto de esta oleada de huelgas se registró en septiembre, con la participación de alrededor de 750.000 trabajadores, principalmente docentes, trabajadores de la salud, el transporte y de refinerías de azúcar. Estas acciones fueron convocadas por sindicatos independientes y en algunos casos tuvieron alcance nacional. Las demandas de los trabajadores van más allá del pago o el aumento del salario, enfrentan la precarización laboral, reclaman la renacionalización de empresas privatizadas, e incluyen demandas populares, como el derecho a la educación y la salud. Estos son síntomas de que si bien en las últimas movilizaciones de noviembre y diciembre la clase obrera no jugó un rol central, evidentemente es un actor político fundamental que está haciendo una experiencia acelerada. Tanto el régimen militar como las variantes políticas burguesas que se preparan para asumir el poder perciben el peligro latente de una potencial alianza obrera y popular.

Una etapa revolucionaria

Con la caída de Mubarak, nuestra corriente definió que estábamos ante los inicios de un proceso revolucionario y que la asunción del gobierno de la Junta Militar no resolvía por sí misma a su favor la relación de fuerzas, aunque la instalación de este gobierno de “transición” basado en el prestigio que mantenía el ejército por no haber sido el eje de la represión durante los 18 días de movilización había fracturado el bloque de clases que llevó a la caída de Mubarak(4). La dinámica que tomaron los acontecimientos en estos diez meses confirma que se abrió una etapa revolucionaria prolongada, que con las diferencias del caso, podemos comparar al ciclo de luchas que en diversos países dieron lugar al ascenso de 1976-81, como el Cordobazo en Argentina, aunque desde el punto de vista de la crisis histórica del capitalismo, las condiciones se asemejan más a los ’30.

Con esto queremos decir que el proceso revolucionario egipcio es superior a las Jornadas Revolucionarias como las del 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina, las de febrero/octubre de 2003 en Bolivia, o antes las jornadas que derribaron la dictadura de Suharto en Indonesia en 1998. Pero no se trata de un proceso similar a la revolución rusa de 1917 que entre febrero y octubre llevó a la toma del poder por parte del proletariado. En el momento de la caída de Mubarak hemos diferenciado este proceso de la “revolución de febrero” principalmente porque no ha dividido al ejército ni ha dado organismos de doble poder obrero, y aunque la clase obrera intervino, no fue hegemónica(5).

Nuestra hipótesis es que probablemente estemos ante un proceso análogo al de la revolución española que se abrió en 1931 con la caída del rey Alfonso y se cerró con la derrota de la guerra civil en 1939. Es decir que estamos ante un proceso con ritmos prolongados, en gran medida por la debilidad subjetiva y sobre todo, por la ausencia de una dirección revolucionaria, que puede pasar por diversas situaciones –electorales, de retroceso, etc.- antes de que se resuelva en uno u otro sentido. Para Trotsky, era fundamental para definir la política, poder determinar con la mayor precisión posible los ritmos de desarrollo de una revolución, aunque en el caso de períodos prolongados esos ritmos no se pueden prever más que interpretando correctamente los síntomas de la lucha de clases y los fenómenos políticos en función de las experiencias que hagan las masas (6). Al inicio de la revolución española, Trotsky tomaba los elementos objetivos y subjetivos que hacían prever que sus ritmos iban a ser más lentos que los de las revoluciones rusas de febrero-octubre de 1917. Entre los objetivos, el elemento decisivo en la dinámica de la revolución rusa era la guerra que había aumentado las penurias de las masas campesinas y obreras acelerando el proceso revolucionario. Desde el punto de vista subjetivo, la gran diferencia era que el proletariado y las masas campesinas rusas habían tenido su “ensayo general” revolucionario en 1905 y que existía el partido bolchevique, elementos con los que no contaban las masas españolas. Este desarrollo más lento también daba más tiempo para la construcción de un partido obrero revolucionario. Salvando las distancias, creemos que podemos aplicar el método de Trotsky para el proceso revolucionario egipcio: como en el caso de la revolución española no hay guerra pero la crisis económica es comparable con la crisis de los ’30. El proletariado egipcio es mucho más débil desde el punto de vista subjetivo, que lo que era la clase obrera española y, como en el caso de España, tampoco tiene un “ensayo general” revolucionario próximo en el tiempo que permita, como decía Trotsky de la clase obrera rusa, “recorrer un camino conocido”.

En 2001, habíamos planteado que las jornadas del 19 y 20 de diciembre en Argentina habían abierto una etapa revolucionaria con “ritmos españoles”. Sin embargo, retrospectivamente corregimos esa definición, ya que fueron desviadas por la rápida recuperación de la economía, ligada a la devaluación y a la suba del precio de las materias primas, y la preservación del PJ como partido de la contención, lo que facilitó el proceso político de desvío con el surgimiento del kirchnerismo. En el caso de Egipto, por los elementos que señalamos en el punto anterior, no vemos posibilidades de salidas reformistas “a lo Kirchner” más que cierto maquillaje del poder del CSFA tras alguna forma de democracia burguesa tutelada por el poder militar. Esta realidad es la que expresaban justamente las normas supraconstitucionales y las propias declaraciones del jefe del ejército, el mariscal Tantawi que admitió sin tapujos que más allá de la constitución que se vote, el ejército va a continuar jugando el mismo rol de siempre, es decir, ser el garante del poder burgués y del imperialismo. Que hablemos del inicio de una revolución no quiere decir de ninguna manera que tiene asegurado el triunfo, ni que no sea posible a través de diversos mecanismos como la cooptación combinada con represión selectiva, ir agotando las fuerzas de las clases que intervienen. Probablemente por debilidad subjetiva y por la ausencia de una organización revolucionaria esto sea lo más probable. Pero sería un error confundir los procesos de la lucha de clases con sus resultados.

Al inicio del proceso afirmábamos que la caída de Mubarak marcó el inicio y no el fin del proceso revolucionario. El desarrollo de los acontecimientos está demostrando que ninguna de las demandas democráticas y estructurales profundas del movimiento de masas puede ser resuelta en los estrechos marcos del capitalismo y que es necesario no solo tirar un gobierno reaccionario sino destruir el estado burgués y las relaciones sociales de explotación en las que se basa y a las que defiende. Para derrotar los intentos contrarrevolucionarios del ejército, la burguesía egipcia y el imperialismo es necesario forjar la alianza obrera y popular para preparar una huelga general insurreccional que tire abajo el gobierno militar y abra el camino a un gobierno de los trabajadores y el pueblo.

Notas

1. Fue fundada en 1928 en el contexto del dominio colonial británico y la desaparición del califato otomano, abolido por K. Ataturk en 1924 que transformó a Turquía en una república laica. Adquirió características de una organización de masas en la década de 1940 por su rol contra el colonialismo británico y por su extensa red de asistencia social. Al comienzo la Hermandad Musulmana apoyó el golpe de los Oficiales Libres pero al poco tiempo rompió con Nasser, quien luego de sufrir un atentado, detuvo y ejecutó a sus principales dirigentes, incluido S. Qotb. Bajo Sadat y Mubarak tuvieron una existencia semilegal a cambio de no atacar ni al gobierno ni al estado, como organización le servía al régimen para intentar controlar la radicalización de estudiantes y trabajadores y la influencia del partido comunista y la izquierda nacionalista. Esta moderación produjo rupturas en sus filas y permitió que se fortalecieran grupos más radicales, entre ellos quienes asesinaron a Sadat. En las movilizaciones actuales la Hermandad Musulmana viene actuando como contención limitando los procesos de radicalización. Gran parte de su juventud rompió debido a esta orientación conservadora y fundó el partido Corriente Egipcia que participa regularmente en las movilizaciones e integra la coalición que agrupa a las organizaciones surgidas de la Plaza Tahrir.

2. M. Davis, Spring Confronts Winter, New Left Review 72, Nov-Dec 2011

3A. Alexander, The strike wave and the crisis of Egyptian state, Ahram Online, 16 de diciembre de 2011.

4. Perspectivas del proceso revolucionario en Egipto, EI Nº 27, marzo de 2011.

5. Refiriéndose a esta comparación, B. Kagarlitsky plantea que a diferencia de febrero de 1917, en Túnez o en Egipto “bajo la presión de las multitudes el sistema de instituciones estatales fue sacudido pero ahsta ahora se mantiene en pie. Si hay un “octubre árabe” aquí, la analogía no es con octubre de 1917 sino con el Manifiesto de Octubre del zar Nicolás II en 1905. En Rusia en octubre de 1905 el viejo régimen se vio obligado a otorgar libertades al pueblo, pero no tenía ninguna intención de entregar el poder. Mientras tanto, las reformas sociales y económicas ni siquiera estaban oficialmente en la agenda, aunque estaba implícitas en las demandas planteadas por la población”. Reflections on the Arab Revolutions, Links, 30-11.

6. L. Trotsky, Escritos sobre España, La revolución española y sus peligros, 28 de mayo de 1931.